Se acercó a la moza y, intentando no interrumpirla demasiado en su trabajo, le preguntó si podía prestarle una lapicera. Agarró un par de servilletas de mala calidad y se sentó sola en la mesa de la esquina. No sabía si quería escribir o no pero prefirió tener la certeza de que si quería, podía matar la soledad con sus pensamientos hechos tinta.
Nadie iba a acompañarla y lo sabía, pero no tenía ganas de volver a su casa porque ahí sí que estaría sola por completo. Una vez más eligió la tibia companía de extraños, de personas sin cara, sin identidad. Personajes irrelevantes, de relleno. Los observaba sin mirar. Cada tanto se detenía en algún detalle pero nunca adquiriendo el plano general. Se concentraba en los auriculares del pibe de remera amarilla verdosa y deliraba pensando qué clase de música podría escuchar un ser que tiene ese gusto en ropa; se colgaba mirando la manera medio afeminada de sostener los cubiertos del viejo a su derecha y la risa simpática de una chiquita ubicada cerca del baño. Estudiaba estos personajes usando su mirada distante, esa que hace que nada importe... La que la enajena y la hace irse de sí por un rato. Recorría ese paisaje barato sin ninguna intención de retenerlo en su memoria.
Cerró los ojos y se vio sin reconocerse, sentada en la mesa de la esquina, con los ojos un poco llorosos. Se vio un poco perdida. Miró a su alrededor y ya no quedaba nadie. Las sillas estaban arriba de las mesas, la luz estaba tenue y la moza del principio hacía ruido con la caja. “Gracias por la lapicera”, le dijo mientras la apoyaba en la barra. No hubo tiempo a una respuesta, a un simple denada, a un buenas noches o a un pequeño gesto de adiós porque desapareció por la puerta principal como quien se escapa de algo.
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La moza se acercó a limpiar esa mesa del fondo y se encontró con una servilleta escrita. La leyó como en cámara lenta y respiró hondo. Fue a buscar la lapicera que seguía descansando en la barra y se dejó llevar. Escribió dos palabras mirando para los costados a pesar de que no haya nadie, como si quisiera evitar que alguien la vea en pleno acto. Guardó la servilleta en el bolsillo de atrás de su jean, terminó de ordenar, apagó las luces y se fue por la puerta de servicio. En su caminata al bondi pasó por tres tachos de basura y dudó si tirar la servilleta o no. Siguió de largo las tres veces. Se sentó en la parada y tuvo la necesidad física de un abrazo y el dolor de que no se lo den. Llegó el 167 y cuando estaba por subirse alguien le tocó el hombro. “Se te cayó esto, me parece”, le dijo una adolescente con auriculares. Agarró la servilleta y la sostuvo fuerte con la mano izquierda mientras intentaba tapar lo escrito con la derecha. En vano: se leía igual.
“Le tengo miedo a la soledad”, decía con minúsculas chiquitas y desprolijas.
“Yo también”.