No le puedo poner número a la cantidad de veces que me pediste ser el protagonista de una de mis historias. Me cansé de explicarte que no funciona así y que, además, no te convenía. No te importaba, me decías. Te encaprichaste con que querías ver tu nombre, tu cabeza rapada, la manera que tenías de agarrarme la mano cuando cruzábamos la calle y tus imanes de personajes de Pulp Fiction garabateados en mi cursiva desprolija. Reclamabas inmortalidad en mis cuadernos. Que ojo con lo que deseás, que lo que pedimos en voz alta tiene una potencia especial, que de tanto repetir algo se puede cumplir, intenté advertirte en vano. “Es la idea”, me decías mientras tratabas de resaltar algún gesto heroico que valga la pena dedicarle unas líneas.
Felicitaciones, conseguiste el papel principal. Lástima que no estuviste prestando atención. En todo este tiempo no te diste cuenta que solo escribo cuentos sobre desamor.
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