jueves, 6 de agosto de 2020

El asterisco

Andrea me insiste con que juguemos al qué hubiese pasado sí y estoy harta de explicarle que no le pago para eso. “La terapia no es un juego”, me repite con esa voz nasal y finita con la que me taladra cada vez que no colaboro. Yo le digo a la cara que últimamente me cae mal, que qué quiere que le diga. Que no me sirven las sesiones en las que hablamos de universos paralelos en los que yo soy más o menos infeliz. El otro día la amenacé con que me iba a auto-dar el alta y me dijo que eso no existía. Me fui de esa sesión jurándole que era la última y al jueves siguiente volví. Ninguna de las dos dijo nada al respecto. Somos pocos y nos conocemos mucho, solía decir mi vieja. Es verdad.

A veces hago su jueguito pero no le cuento. Porque lo que imagino es qué hubiese pasado si no hubiera empezado a psicoanalizarme y ser tan consciente de mis actos. A veces pienso cómo sería yo si no le pusiera tanta cabeza a las cosas. Más alegre, seguro. Tengo una teoría muy firme de que los boludos son más felices.

Tal vez no lo hubiera dejado a Lucho porque me pasaban cosas con mi jefe. O peor, lo hubiese cagado. Se me cruzó por la cabeza un par de veces, no lo voy a negar. Desistí al instante porque no toleraba la escena post-acto: contarle a Andrea, profundizar sobre qué es la culpa, debatir cuál es mi mambo con la autoridad y terminar echándole la culpa a mi madre de todos mis males. Agotador. Esa secuencia me arrestaba toda la libido y me alejaba de cualquier fantasía sexual que podía hacerme con mi jefe, por lo que, eventualmente, lo terminé dejando al pobre nabo de Luciano y renunciando un tiempito después.

Un poco que la odio a Andrea. A ella, sus anteojos colorados medio gatunos, su nariz finita y alargada, sus cuadernos ordenados alfabéticamente por paciente. Toda prolija y perfecta. En nuestra última sesión ella bajó a atender a una paciente que había llegado demasiado temprano y me paré rápido a pispear qué venía anotando en esa libretita con mi nombre en el lomo. “Necesita atención constantemente. Déficit primario. Infancia y madre*”. Me indigné. Encima le puso un asterisco a lo de la madre como si no fuese de lo único que me hablara. No es una novedad, Andy querida, tampoco es que descubriste la pólvora. Volvió y le di el tratamiento del silencio, no vaya a ser que le parezca a la señorita que quiero llamar demasiado la atención. Me quedé ahí, callada como nunca. Por adentro pensaba “tomá, Andrea, tomá”. Me anoté mentalmente que tal vez, paralelamente, podría empezar otra terapia para hablar de mi relación con Andrea. No sé si está bien que todo lo que hace me caiga mal. Podía hacer los martes con una nueva psicóloga para hablar sobre Andrea y los jueves seguir con ella para que no se dé cuenta. Un plan perfecto. Me interrumpió el fluir de pensamiento y me preguntó si ya me había cansado de querer llamar la atención y estaba lista para hablar en serio. Me pareció el colmo.

—¿Yo te caigo bien, Andy? —le pregunté así, a secas.
—¿Qué es esa pregunta?
Nos miramos. Ella anotó algo en su cuaderno.
—Nada, nada. ¿En qué estábamos antes del timbre?
—Me estabas por contar qué hubiese pasado sí... —hizo un gesto con la mano como para que le termine la frase. 

Cierto, cierto. Me acordé. Le dije todo lo que pensaba que hubiera pasado si no hubiese arrancado a verla. Hablé sin parar hasta que se hizo la hora. Después la muy forra me preguntó si quería “interrumpir nuestro tratamiento” si estaba tan disconforme. Le dije que se joda, que ahora me tiene que bancar. Jamás le pienso confesar que en realidad la necesito. Creo que lo sabe, igual. Anotó algo más en su cuaderno y lo vi clarito. Otro asterisco. Nos vemos el jueves.

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