De chiquita jugaba a ser princesa, cantante, mamá. Caminaba los tacos de mi vieja aunque me quedaban enormes, hacía la mímica de fumar con lápices de colores, daba clases de lo que sea a un cuarto lleno de peluches, me metía abajo de la mesa a hacer shows todas las noches.
El playroom de mi casa de San Juan era un laboratorio: un laboratorio de piso de alfombra, hojas en blanco para dibujar y banda de juegos inventados en el momento. Me acuerdo que no me gustaba jugar a las Barbies como a mis amigas porque odiaba el después: ordenar. Ahí te das cuenta que hay cosas que no cambian porque lo sigo evitando. Una vez jugamos al ahorcado con mi hermano y yo perdí porque no sabía que la palabra psicólogo arrancaba con P. A partir de ahí creo que empecé a hacer trampa. Perdón, Mateo, hay otras cosas que por suerte sí cambiaron.
Al principio de la cuarentena me teñí un mechón de rosa y mamá me preguntó “¿te sentís libre?”. Creo que sí, le respondí. Me dio mucha pena que sea verdad. Que la libertad se reduzca a eso.
Hay algo raro en este mundo de los grandes en el que supuestamente nos tenemos que mover. Sus códigos me quedan un poco incómodos. Y entre tanta agenda, números y pretensiones mi chiquita interior se abruma. Me deja y me da mucho trabajo encontrarla. Trato de tentarla con lápices acuarelables, cuadernos nuevos a estrenar, pisos que resbalan para girar desprolijo pero aparece y en un instante se va. Se va y me deja a mí, en este cuerpo torpe y lungo, forzando algo que en algún momento salió solo. ¿En qué momento nos creímos que la creatividad no es productiva?
Me encantaría hacer mucho silencio y susurrarle un “hola, amiguita”. Decirle que la invito a casa para que venga a jugar cuando quiera. Que podemos hacer lo que a ella le divierta. Y que si no tiene ganas de jugar podemos charlar. Que me puede contar qué quiere ser de grande y que yo le prometo que esta vez la voy a escuchar con mucha mucha atención.
Y cuando ella me pregunte a mí le voy a decir que de grande quiero ser como ella. Y ahí nos vamos a abrazar y yo voy a tener el corazón más tranquilo por haberme dado cuenta de que no perdí el norte. Sí, de grande quiero ser como una chiquita. Ya no va a hacer falta teñirme otro mechón de rosa.
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