Esa mañana parecía que todo el mundo se había despertado con ganas de dominguear. Putié en silencio y creo que con un poco de envidia, yo también hubiese querido estar paseando sin apuro. Imposible. Efectivamente, había apuro: tenía que llegar antes de que Juan entre al quirófano y además, ganarle a Google Maps. La cámara lenta no era un lujo que me podía permitir. Llorar antes de tiempo, tampoco.
Hasta el peaje, bien. Avanzaba lento pero avanzaba al fin. El problema fue cuando pisé la autopista. Cientos de cacharros de metal en pausa bajo el rayo del sol de las ya ocho y treinta de la mañana me inhabilitaron. Y para colmo, el aire acondicionado. Se rompió en junio y no me había ocupado de mandarlo al taller. Problema de mi yo del futuro, había pensado. Nota mental: mi yo del pasado es una imbécil. Como para sumarle a la odisea, la patente de adelante sugería de manera muy sutil lo que estaba pensando: CRY. Qué agradable. ¿Ni en pedo un PAZ? ¿Dónde está el Dios de las señales cuando necesitás que te tire buena onda? Bajé las ventanas y decidí no hacerme drama por algo que no podía solucionar en ese momento. Basta con la paranoia de encontrarle a todo un significado de fondo. Las casualidades también existen.
Cuando los autos van a paso de hombre, mi intriga por lo que hacen los otros se disfraza de curiosidad inocente; casi como invadiendo su espacio privado. De repente, estaba demasiado metida en la conversación de mi auto vecino, un Volkswagen bordó donde una pareja que discutía. Él tenía la nariz colorada y los ojos llorosos. Ella, mirada clavada adelante, negando cualquier conexión visual. Parecía que él le estaba pidiendo perdón por algo y parecía sincero. Su fila avanzó más rápido que la mía y se me escaparon. Tenían pegado un sticker que decía bebé a bordo.
A mi derecha, había una mina hablando sola. No parecía estar conversando con el teléfono en altavoz ni ser de esas personas con la vida molestamente organizada que tienen conectado el Bluetooth al auto. Gesticulaba enfáticamente con el dedo índice, repitiendo el mismo gesto una y otra vez. Le pegó una cachetada al aire, rompió en llanto y frenó en seco. Estaba a punto de tildarla de loca hasta que levantó un papel resaltado con mucha prolijidad cada dos o tres líneas y quedó en evidencia que, claramente, era un intento de actriz. Volvió a su dedo acusador y la dejé en el espejo retrovisor. Me imaginé conectando a la pareja vecina, los del auto bordó, con el guion de esta mina. Tal vez les vendría bien un poco de drama, de estallido, de efusividad cargada de gestos e intensidad. O tal vez ellos ya tenían su propio guion y les había dictaminado que era momento de silencio. Chan. Nunca iba a saber. Tampoco es que me importaba tanto, igual. Solo que todo me resultaba más tentador que pensar en ese llamado. La imagen de él, todo entubado, postrado en la cama de un sanatorio me desarmaba de a poquito.
Dale, volvé a mirar patentes, personas, otras historias que te saquen de la suya, dale, dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Lo repetía como un mantra pero era contraproducente. A cada intento de dejar de pensarlo, la película que me estaba proyectando se volvía más nítida, más saturada.
Me acordé del día en que me di cuenta que me gustaba enserio. Era la quinta o sexta vez que salía con él y, hasta ese momento, no era tanto más que un barbudo de manos cálidas y voz profunda que me parecía interesante. A la tercera pinta ya habíamos entrado en el plano de lo filosófico y nos perseguíamos en una carrera infinita de preguntas respondidas con preguntas. Nos creíamos Sócrates, reyes del no saber. Expertos en cuestionarse. En pleno trance y charla sin silencios, no nos dimos cuenta que éramos los únicos que quedábamos en el bar, que todas las sillas estaban puestas prolijamente arriba de las mesas y que por poco no nos estaban barriendo los pies.
—Disculpen, chicos, no los quiero echar... —dijo la moza rubia con el tatuaje grande en el hombro que nos había atendido al principio.
Acusamos recibo y nos paramos. Me estaba envolviendo en la bufanda color mostaza que me compré con mi primer sueldo y Juan se me acercó sin que yo me dé cuenta.
—Tengo una pregunta más, bancá. ¿Cómo sabés cuando estás enamorado de alguien? —me susurró con picardía.
De más chica, yo había hecho la misma pregunta.
—Mamá, ¿cómo sabés cuando estás enamorado? —pregunté mientras la vieja me llevaba al colegio en el Astra con olor a nuevo y todavía vivíamos en Rivadavia.
Mamá estaba vestida de abogada y en el asiento del copiloto tenía un bolso con su ropa de pilates.
—Dale, má, quiero saber —insistí.
La vieja suspiró.
Me dio ansiedad.
—¿Qué? ¿No sabés la respuesta? —pregunté mientras invadía con la cabeza el espacio entre los asientos de adelante.
De repente fui muy consciente del silencio. A mí me habían contado que en la radio siempre había algo sonando hasta cuando es de noche y nadie la escucha; pero, en ese momento, me pareció que hasta los del programa que estaba de fondo se callaron. Fue la primera vez que me puse a pensar que, tal vez, existía una mínima chance, minúscula, de que mi mamá no tenga todas las respuestas. ¿Era posible? No era tan difícil mi pregunta, no me pareció digna de ser el golpe que la derrote. Hace poco la había visto enseñarle a dividir a Lucas y tenía todas las cuentas en la cabeza. Ni siquiera usaba los dedos. ¿Cómo que ésta no la sabía?
—Cuando te gusta mucho mucho alguien, sonreís cuando pensás en esa persona —respondió para zafar.
—Pero yo no quiero saber cuando te gusta mucho alguien. Quiero saber cuando estás enamorado, mamá.
—Bueno, hija, en cada persona es distinto.
—Y vos, ¿cómo te diste cuenta que estabas enamorada de papá?
Estaba a punto de decir algo pero se frenó.
—Cuando seas más grande te cuento.
Y con esa promesa a futuro, ganó la batalla, se regaló más tiempo. Me dejó tranquila.
Tenía la barba de Juan a pocos centímetros de mi cara y me acordé de la respuesta escapatoria de la vieja. No podía usar la misma estrategia. ¿Por qué nunca me había contestado? La moza cerró la caja con gestos bruscos y se escucharon ruidos metálicos y fríos a lo lejos. También me acordé que poco después de que en casa compraron el Astra, papá se mudó. Tal vez ella, realmente, no sabía la respuesta. Pero Juan estaba en la suya, no se dio cuenta de que yo estaba carburando a dos mil. Me dio un beso chiquito en el cuello y después uno más largo cerca de la comisura de la boca. Creo que no le había dado mucha importancia a la pregunta. Fue un esbozo borracho, un intento de chamuyo. Claro, el pibe no esperaba una respuesta, qué boluda. Terminamos de abrigarnos y, compartiendo el calor corporal, caminamos a su Gol Country. Prendió la calefacción a todo lo que da, me giró su celular para que sea la DJ y anunció que sí, que ese era el momento crucial en el que iba a juzgar mis gustos musicales. No dudé ni un segundo: Como eran las cosas, Babasónicos. Lo vi sonreír y tararearla bajito y hablamos de que tocaban dentro de poco, en noviembre. Los fui a ver el año pasado, le dije. ¿A Obras? Él también había ido. Tal vez nos rozamos en un pogo y nunca lo íbamos a saber; nos armamos toda la película, fue divertido. Nos gustó la posibilidad y la incertidumbre. Podemos ir en noviembre, dijo con frescura llegando a un semáforo en rojo. Sonreí como solo sonríen los borrachos cuando están muy contentos. Me miró. “Sos linda, che”. Me quedé helada, nunca supe responder a elogios ni tampoco sé qué hacer cuando me hago consciente del silencio. Seguía pensando que no le había respondido lo otro.
—Nunca estuve enamorada.
El semáforo se puso en verde pero él me seguía mirando fijo. Se acercó lento y me agarró la cara. Pensé que me iba a tirar la boca y me pareció poco oportuno pero no, me acomodó despacito como para poder decirme algo al oído.
Por culpa de las tres cervezas de esa noche, no me acuerdo exacto qué me dijo. Pero sí me acuerdo que supe que tenía razón. Se me empezó a nublar la vista con lágrimas. Tal vez nunca pueda re-preguntarle. Volví a visualizarlo entubado en el Italiano. Basta. Dejá de pensarlo.
—¡Pero qué hijo de una san puta! —una voz chillona reclamó mi atención. Festejé el espectáculo que cajoneó mis pensamientos a un segundo plano. No es que me solía alegrar de las desgracias ajenas, no, pero qué bien me hizo distraerme con esa vieja sacada que patoteaba a un BMW por casi chocarla. La señora tenía el pelo de peluquería, una cadena plateada que le ocupaba todo el cuello con una medalla de la Virgen y no uno, no dos, sino tres stickers religiosos que le tuneaban su chata. No sé si usará ese lenguaje con las otras paquetas de la iglesia, pero lo cierto es que su rosario de puteadas creativas fue lo único que me salvó de mi loop. Punto para la religión.
Una luz medio anaranjada me estaba encandilando y me di cuenta que no tenía los anteojos de sol en la cartera. Los dejé en el auto de Juan cuando volvíamos del campo de un amigo de él, el último fin de semana largo. ¿Se habrán roto con el choque? Qué pensamiento banal; me dio culpa y bronca haberlo pensado. Lloré sin ruido. Me dijeron que estaba bien, no hacía falta exagerar. Su hermano me dijo clarito que no me preocupe, que lo operaban a las diez, que él estaba bien. Estaba bien, listo, dejá de pensarlo. Google Maps se actualizó y decidió caprichosamente aumentar mi condena: faltaba una hora y veinticinco para llegar. Estaba queriendo ver a qué altura se despejaba la autopista y me clavaron tres bocinazos al hilo. El auto de adelante había avanzado creo, que menos de medio metro y el camión impaciente de atrás, pretendía que todos nos respiremos en la nuca. Avancé sumisa y perdí cualquier interés en buscar información que igual no podía controlar. Las lágrimas no me estaban dejando enfocar.
Me puse a repasar mentalmente nuestra última salida. Habíamos estacionamos sobre Pizarro y Albarellos y me dijo que lo anote porque nos íbamos a olvidar. Le dije que no hacía falta, que confiara en mi sentido de la ubicación. Tres horas y media después y con cuatro pintas encima no me acordaba ni el color del auto. Se podría haber enojado pero me dijo que le daba ternura cuando estaba borracha. Que le caigo bien cuando mi superyó se toma licencia. Yo también me caigo bien, le dije, y nos sentamos en una vereda cualquiera, resignados a buscar su Gol Country por un buen rato. Charlamos largo y tendido. Ahí me contó lo de su vieja. Nunca creí que me iba a dar tanta impotencia ver a alguien llorar. Y eso que lo abracé con todas mis fuerzas, todas, pero, en el momento, fui muy consciente de que no había gesto suficiente que pudiera llegar a suspender su dolor aunque sea por un instante.
Ya lo quería, pero en ese momento lo quise más. Lo quise bien, lo quise sincera, lo quise como nunca había querido a alguien. Le pregunté si todos los días pensaba en ella y asintió con la cabeza. Le pregunté si la extrañaba. Ajam. Le pregunté si estaba bien. Me agarró la mano y entrelazamos los dedos.
—Si algún día me ves de mal humor, dame un abrazo —dijo bajito y con los ojos cristalizados mirándome con timidez.
Se paró y me ofreció la mano para que me levante yo también. Caminó un par de cuadras a la izquierda y yo lo seguí sin cuestionar. Pizarro y Albarellos, dijo mientras señalaba el cartel de las calles, guiñó un ojo y me abrió la puerta. Es chamuyero hasta cuando está triste.
A la vuelta cambió de tema, estaba verborrágico. Que el partido de River, que la nueva de Woody Allen, que un libro de Sacheri. Nunca lo escuché hablar tanto y tan atolondrado. Veníamos con la onda verde hasta que nos topamos con un semáforo en rojo. Se quedó en silencio y se largó a llorar. Estacionó y me pidió que lo acompañe a caminar unas cuadras porque necesitaba despejar un poco más. Asentí y nos bajamos del auto. Empecé a seguirlo y de repente, volví sobre mis pasos. Se dio vuelta y me vio concentrada con el celular. Se acercó y miró sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo. Tenía la aplicación Notas abierta y estaba escribiendo que estacionamos en Blanco Encalada y Vidal. Me dio un abrazo de atrás, me llenó de su perfume y me susurró que no hacía falta, que le gustó perderse.
—A veces perderse sirve para encontrar otras cosas —retrucó, mientras me abrazaba más fuerte.
Caminamos sobre Vidal sin rumbo específico porque la noche estaba fresquita y lo ameritaba. Parecía cualquier día de enero en una ciudad costera con gusto a vacaciones. Me estaba contando la anécdota de la última navidad de su vieja, en la que se disfrazó de Papá Noel porque ninguno de sus familiares varones había querido ponerse el disfraz y se interrumpió.
—Che, negri...—miró sus Converse desgastadas, suspiró hondo y se dio impulso para terminar la frase que había empezado. Me confesó como con culpa que siempre supo que habíamos estacionado en Pizarro y Albarellos. Me dio ternura, pensó que yo no lo sabía. Me hice la sorprendida y seguimos caminando un rato más.
Siempre tuvo buen sentido de la ubicación. En ese momento, por ejemplo, estábamos dónde teníamos que estar.
Sonó mi celular y, con un arrebato demasiado preciso, tardé menos de una milésima de segundo en contestar. Del otro lado había silencio.
—¡¿Hola?! —dije casi gritando, desesperada para que me digan lo que sea que me tenían que decir.
—¿Qué tal? Soy Pedro de Person... —dejé de escuchar. Toqué el botón de mute cerebral y analicé las opciones. A: Mandar a cagar al pobre pelotudo de Pedro de Personal diciendo que no tengo interés en meterle los cuernos a Movistar. B: Escuchar todo el discurso que tiene armado, re-preguntar nimiedades comprometida psicóticamente con la oferta en cuestión hasta el punto que no sepa qué contestar y lo termine sacando de su guion o, en su defecto, tenga que consultar con algún superior. C: Largarme a llorar y contarle que mi chongo barra saliente barra pibito con el que me veo hace unos meses pero nunca nos pusimos un título barra la persona más buena del mundo chocó a la mañana yendo a laburar contra una camioneta, que su Gol Country tiene destrucción total y que no me dieron más detalles. No le iba a contar que el viejo no me conoce y no sabe quién soy porque me iba a ir por las ramas. ¿Qué mierda iba a hacer con el viejo cuando llegue al hospital? No lo había pensado. Lo reconocía porque todos en su familia tienen el ADN tatuado en la cara y lo había visto en una foto por el día del padre. Me imaginé presentándome, ahí, en una sala de espera con luz fría, olor a quirófano, toda despeinada y verborrágica y por un pseudo instante me dieron ganas de que los autos nunca avancen. Por lo menos, en ese pedazo de metro cuadrado en el que mi Ford Ka descansaba en punto muerto, él estaba vivo, no había nada más que un llamado telefónico que dejó mi tostada de pan negro a medio comer y mi imaginación catastrófica pero intangible al fin. De repente me di cuenta que Pedrito de Personal se había quedado callado esperando una respuesta. Fui por la opción D. “Perdón, no estoy interesada”, y corté.
El tránsito me estaba inyectado dosis cada vez más potentes de ansiedad y, muy en contra de mi voluntad racional, me comí dos uñas. No me las comía desde el colegio pero no era el día ni el lugar para juzgarme por caer en viejos hábitos. Repito. Cada uno hace lo que puede.
No tan lejos se veían dos motos de policía, una camioneta hecha acordeón y un auto, irreconocible de los golpes, panza arriba. A partir de ese punto, los conductores aceleraban y comenzaban a moverse a velocidad normal. No había nada deteniendo el tráfico, simplemente la curiosidad del argentino promedio que no puede con su genio y necesita sentirse parte de la catástrofe por lo que disminuye la marcha para mirar. Me indigné. Por principios me propuse fijar la mirada adelante y negarme a ser cómplice del chusmerío colectivo pero terminé cediendo ante la tentación y pispié muy de reojo.
Me quedé helada. El del tráfico era Juan, o sea, era su Gol Country. Era su patente FAK 101 que tanto nos hacía reír. No había ambulancia, solo policías. ¿Por qué no había ambulancias? Me odié por estar en el segundo carril izquierdo, lejos de posibles preguntas. Le dejé tres llamadas perdidas a su hermano pero no me contestó. Me temblaba la pierna del embrague, mucho. La Panamericana se había descomprimido y solo me acuerdo que pisé a fondo el Ford Ka. Me sonó el celular devuelta y me juré que si era Pedro de Personal buscando revancha, iba a ir por la opción de putearlo. El velocímetro marcaba ciento sesenta kilómetros por hora. Vi su nombre en la pantalla. Pegué un grito de emoción. Vi un camión adelante mío. Pegué un grito ahogado. Puta madre, la del tráfico voy a ser yo.
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A las 9:27 de esa mañana, Google Maps se actualizó y sumó otra línea roja a la autopista.
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