domingo, 21 de febrero de 2021

El sindicato

Un martes me largué a llorar lavando los platos. Ese fue el día que me uní al sindicato de las amas de casa infelices. Mi bautismo se hizo oficial con la entrada al grupo de Whatsapp. Damas de Casa y una copita de vinito rezaba el título que, como un paraguas, amparaba a todas, reunidas, pegadas, hermanadas, contra los desvaríos del contexto.

La que tuvo la iniciativa de sumarme fue Claudia, mi vecina. Compartimos medianera y le pusimos una ligustrina para que quede más estético. Más armónico, feng shui, ruido visual y no sé qué más me dijo Claudia cuando se me apareció, invasiva, por el costado de casa. Coincido cien por cien, le dije yo con mi mejor cara de primera dama, apretando los cachetes, asintiendo suavecito y sonriendo en línea recta; al poco tiempo de vivir en Los Naranjos ya había perfeccionado la expresión hasta -casi- parecer una nativa.

El primer día que la conocí me dio un paneo general de todo el barrio. Chismes, apodos, normas de comportamiento que tenía que saber. Lo importante. De a poco y en distintos eventos me fue presentando en persona a todas las integrantes del sindicato que ya me había dado a conocer a través de cuentos de mala fe. Ahí viene la del marido falopero, me susurraba para adentro con sus ojos verdes, saltones y llenos de rimmel grumoso. Automáticamente yo sabía de quién me estaba hablando y tenía una pauta para saber qué sí y qué no. Porque con Claudia aprendí que lo que uno calla es más importante que lo que uno dice y gracias a ella pasé con honores la ronda de primeras impresiones.

Ella quería saber cómo lo conocí a Matías, mi marido. Siempre que podía sacaba data de cómo era la dinámica acá en casa y si nos decíamos cosas como gordi o amor mío. La primera vez que salí con él, le contaba a Claudia, conoció a mi familia de una y lo demás salió solo. Hubo una segunda parte casi involuntaria, improvisada, en esa cita de inauguración. Dos birras cada uno, un par de carcajadas en voz alta, qué linda sos y la cuenta por favor. Estábamos por volver del bar y mi celular vibró fuerte con el nombre de mi hermano. Me hice la boluda dos veces y a la tercera atendí. No me solía llamar de noche y mucho menos un día de semana. Hola, sí, qué tal, sí, soy yo.
—Es la enfermería de un boliche —le conté a Matías tapando el micrófono del celular.
Juan Ignacio estaba en una fiestita de egresados y en plena fase de rebeldía, excesos y toda la bola, había tomado de más. Estábamos cerca así que partimos al rescate. Hecho el tramiterío para llevarme al menor de edad ebrio, cayó la vieja. Así que ahí sin más, se conocieron. Mamá, Tute. Tute, mamá. Coni, mi madre, es conocida por ser una radio. La mujer puede hablar largo y tendido con una planta, el cajero de un supermercado, un bebé de 2 años e, inclusive, un pobre pibe que acababa de conocer. Juanchi estaba en el nivel de pedo babosa, ese que no tiene articulaciones ni hilos conductores. Había pasado por todos los estados: el “esto no me pega”, el “es la mejor noche de mi vida”, el pedo un poco violento, el famoso “cómo te quiero, hermano” hasta llegar al momento icónico, deplorable y del que probablemente no hay retorno: abrazar el tacho de basura de un boliche. Terminó el rescate con los cuatro en casa y cuando se fueron todos a dormir, Matías me robó lo que se congeló en el recuerdo como nuestro primer beso. Ese día me gustó todo de él: su inteligencia práctica, su espontaneidad, el hecho de que se haya parlado a mi vieja con una sonrisa y, sobre todo, lo que más me gustó fue ese beso. Mi vieja en el café de la mañana, el día después, me retó porque no le avisé que estaba con compañía y ella había ido sin tapaojeras y con el camisón debajo del tapado. No le llegué a responder y con una sonrisa de oreja a oreja me preguntó de qué signo era. “Me encanta un ariano para vos”, dijo después.

Ni el horóscopo ni la predicción más pesimista me hubiesen advertido de que esa inteligencia práctica se iba a volver frialdad; la espontaneidad y la charla políticamente correcta, en conveniencia; y, que, ya pasado el quinto aniversario de casados, el cariño físico se redujo a cumpleaños y efemérides varios, dejó de ser gratis y al azar. No había forma que mi yo veinteañera, tan virgen de desilusiones y cargada de expectativas, hubiese visto venir esa evolución del -abro signo de preguntas- amor. Tal vez hubo señales a lo largo del camino y no las supe registrar, ni yo ni nadie. Matías nos tenía embelesados; cayó tan bien al principio que se compró mi lealtad y la de mi familia en tiempo récord.

Nos gustaba escuchar conversaciones vecinas de rebote, no necesitábamos mucho más que eso al principio para divertirnos. Cuando cumplimos un mes de novios fuimos a un restaurant cerca de casa. En la mesa de al lado había una pareja de viejos pidiendo la cuenta, le estaban contando al mozo una anécdota de un cumpleaños sorpresa para uno de sus nietos que salió mal. El mozo se reía genuinamente, no por compromiso. Era una carcajada real, de esas que salen de la panza. Me acuerdo que me dieron ganas de ser como ellos cuando sea grande. Pagaron y se fueron caminando de la mano. El cuento a medias nos sirvió de inspiración barata para imaginarnos a nosotros más grises y blanditos, con infinitos pliegues en la piel. Jugamos a ser ellos porque a Matías también le habían dado ganas. “Dale, querida, apurate”, me dijo en un susurro áspero, frunciendo el ceño mientras señalaba su reloj y encaraba la salida. Yo me reía en mi mejor carcajada de setentona. Había algo en su mirada bruta, sincera, que se mantenía vigente con el supuesto pasar del tiempo. Nos sentamos en la vereda a ser testigos de la madrugada, Dalís pincelando un cuadro con recuerdos derretidos que todavía no habíamos vivido. Hubo algún que otro beso pasajero pero siempre concentrados en no romper la nube de teorías tibias, cálidas, que estábamos diagramando. Teorías efímeras pero concretas. Perfumadas con olor a jazmín. Hasta pensamos un hipotético árbol genealógico y alguna sorpresa de cumpleaños que podía llegar a fallar. Fuimos raíces, techo. Fuimos familia. Cómplices del amanecer, teñidos de dorado y en silencio, le guiñamos un ojo al destino y caminamos a casa. Caminamos de la mano, pero creo que le dimos la espalda a la dirección correcta y en algún momento nos perdimos.

Mirando en retrospectiva, le decía yo a Claudia, puede ser que sí, que las señales estaban ahí. Cuando todavía seguíamos haciendo el baile de la cuenta hubo una pequeña advertencia, un ruidito que desentonó pero ignoré. En pleno juego del pago-yo, no-dejá-yo-te-invité, no-enserio, bueno-está-bien-vos-la-propina, tuve un mini instante epifánico. Él pagó el vino que tomamos en una vereda de Caballito, en mesitas de plástico, en sillas de plástico, en vasos -también- de plástico. Yo dejé 100 pesos para la propina porque hace poco había cobrado y me sentía generosa. La moza se confundió en algo mínimo al final y él hizo jugar mi billete de Roca diciendo en un inglés británico muy bien pronunciado: “oh, oh, no tip for the girl”, y metió mi aporte en su billetera. Me puso incómoda pero me reí para quedar bien. Esa noche volví a casa y soñé que le cortaba. Cuando me desperté decidí que iba a dejar que fluya y así fluimos por muchos, muchos, años más.

Nuestra vida en Los Naranjos era una obra de teatro de mal gusto pero eso no se lo conté a Claudia de una. Desencontrados en el deseo, discutiendo si azúcar o edulcorante en las recetas y solitarios, cada uno con un momento de soliloquio, monologueábamos sin escucharnos. Me dio pudor contarle eso. También había algo de resignación, de no aceptarlo. De no aceptarnos. Por eso es que de una no me agregaron al grupo de Whatsapp de las infelices. Pero Claudia era viva, era bicha, tenía un sexto sentido para olfatear a las suyas y de a poco me sacó la ficha. De hecho, estoy segura que nos escuchó pelearnos más de una vez porque que las paredes de casa no son muy gruesas y, las pocas veces que me levantó la voz, lo hizo con determinación. Igual Claudia siempre fue muy prudente con eso, nunca hizo referencia directa a algo que haya escuchado de rebote, que no le haya contado yo. Y tampoco es que discutíamos tanto con Matías, lo que en cierto punto me molestaba un poco más. La indiferencia era peor.

A veces lo pincho un poco, a ver si reacciona, le conté a Claudia y se rió de costado. Se sacó los anteojos de sol para responderme pausado mirándome a los ojos. “Ay, gordita, todas lo hacemos”, me dijo. Me acomodó un mechón de pelo atrás de la oreja. Supongo que creyó que me estaba dando tranquilidad, no sé. ¿Quién era ese todas? ¿Las infelices? ¿Las de los matrimonios rotos?

En el grupo había, sin contarme a mí, cuatro minas en sus treintaitantos. Y Claudia, la administradora, la única arriba de los 40. Divorciada, con dos mellizos que desde que empezaron la facultad vivían en la casa del padre. Se quedó embarazada de muy chica y se casó de apuro con el noviecito de turno porque la familia de él, unos doble apellido de Recoleta, no podían con el qué dirán. El matrimonio duró hasta que los chicos festejaron sus 12 años y ella se llevó una torta de guita. Nunca me dio mucho detalle sobre el tema pero se puede ver perfectamente en sus tetas hechas, la casa de tres pisos con pileta que nadie usa, las mucamas con asistencia perfecta hasta los fines de semana -que más que ir a limpiar, le brindan compañía- y la camioneta Dodge, siempre impecable, estacionada en su garage.

El resto era un mix interesante. Camila, una mami fit que iba al gimnasio cinco veces a la semana para descargar la bronca que se comía en silencio desde que se enteró que su marido la cagaba. La Tana, una abogada que supo ser muy exitosa en lo suyo pero que ahora organizaba eventos de tanto en tanto porque el marido le pidió que renuncie. ¿La razón? Porque ganaba más que él. Mechi, una viuda reciente que no hablaba casi nunca y salía de su casa solo para ir al mercadito del barrio. Pilar, la que estaba casada con el falopero (y, creo yo, también adicto al juego). Y, por último, Luisa, la más pendeja, la más flaca, la más hegemónica: la que le metía los cuernos al marido con todo macho que entre en su radar para llenar el vacío de sentirse invisible.

Las Damas de Casa tenían una dinámica diagramada para acompañar en la soledad e ingratitud ajena. Pero a pesar de que los chistes y los consejos de autoayuda eran constantes, su caballito de batalla eran las juntadas de los martes. El sindicato se reunía con copa de vino en mano y no había marido, ni hijo, ni ex (muerto o vivo) que pudiera impedirlo. Ese martes que me largué a llorar frente a una pila de platos sucios, hablé con Claudia y propuso mi incorporación al grupo. A algunas les sorprendió, pensaron que yo era del bando de las que la pegaron en la vida. Qué ilusas.

Esa misma noche, Claudia estaba afuera de casa tocando bocina con su Dodge para que vayamos juntas al Club House. Les conté mi historia y me compartieron de su tinto. Les hablé de Matías, del silencio de casa, hasta les conté el episodio de la propina. Ellas me contaron en primera persona lo que Claudia me había resumido en charlas de vereda. Eran buena gente. Luisa y la Tana lloraron un poco y tres Malbecs después, solo se escuchaban carcajadas. Ahí no eran tan infelices; tal vez un poco alcohólicas pero, aunque sea por un rato, infelices no.

Les conté también que yo quería tener hijos y que Matías no quería saber nada. Es mi culpa igual, aclaré rápido. Él me había sido muy franco cuando cumplimos tres años de novios y la cosa se había puesto más seria. Fue un baldazo de agua fría. Hice un mini ping pong de pros y contras en mi mente y al final la variable que empardó fue, lamentablemente, el miedo a quedarme sola. El miedo a quedarme sola para siempre. Creo que desde ese día guardo un poco de resentimiento. No quería sentir que esos últimos tres años habían sido una pérdida de tiempo, un desperdicio, no sé. Sentí que si le cortaba había muchas chances de que no vuelva a encontrar a otra persona. Lo decía en voz alta y me daba cuenta que era una boludez. Claudia me lo confirmó, me dijo que sí, que efectivamente era una boludez. Claudia era así, medio bruta pero sincera. Y así fue cómo resigné el ser madre con tal de tener un compañero y ahora ya no le podía decir nada porque el que avisa no traiciona y él me había avisado.
—Los estrategas son los peores —dijo Cami mientras descargaba la cenizas del cigarrillo en el cenicero. Todas asentían.
—Es que él no es malo —suspiré hondo dos veces antes de seguir hablando—, solo que...
—¿Solo que qué? —interrumpió la Tana. Debe haber sido una excelente abogada.
—No estamos enamorados.
Abrimos otra botella.

Volví caminando a casa. Claudia insistió que me suba a su camioneta y después de un rato de tire y afloje entendió que necesitaba caminar. Airear. Pensar. Me acordé que mi vieja solía contar que en su primer año de casada, recién mudada a otra provincia siguiendo a papá en su laburo, anotó que solo hubo 11 días nublados. Me lo había dicho una vez hace mucho, a modo anecdótico, y nunca me lo olvidé.

Caminé un rato más. Seguía pensando en los 11 días nublados en un año. Me empezó a llamar la atención que no me haya contado que fueron 344 días de sol. La pobre porteña encerrada en San Juan extrañaba la humedad que le inflaba el pelo, el pegote en la piel los días de calor subida a la línea D y, sobre todas las cosas, añoraba los domingos de lluvia que ameritaban estar todo el día en pijama. Supongo que ese registro del clima no era más que un débil grito de nostalgia.

Hace poco había pasado más de una semana en Los Naranjos sin que salga el sol. Fueron días fríos, grises. Bajos de energía. Yo me excusé con que el clima no aportaba y me di de baja de varios programas que no me tentaban. Era un sentimiento colectivo, legítimo. Una excusa válida. Supongo que la vieja habrá extrañado no poder echarle la culpa al día nublado para disfrazar sus pocas ganas de estar ahí. Supongo que durante un año esperó un changüí de arriba que le regale la posibilidad de descansar, de decir basta por un ratito, de volver a lo cómodo y conocido. De poner pausa al frenesí de una rutina que no sentía propia, que no la tenía contenta. Supongo que se debería haber dado cuenta que había algo que no estaba funcionando y no era precisamente el clima. ​

Supongo que yo debería haber entendido que entre mis papás algo estaba roto y que, también, me habían dado señales a lo largo de mi infancia. No entiendo por qué me sorprendí tanto cuando me anunciaron lo inevitable y volvimos con mamá a Buenos Aires, por qué me costó tanto lidiar con el asunto. Su agenda lo tenía anotado, lo había visto venir allá por 1982: en ese primer año de casados hubo solo 11 días nublados.

También hubo 344 días de sol; aunque eso no importó. No se puede cambiar el título de esa historia. Algunos dicen que el destino está escrito y lo buscan desesperados en la palma de una mano, en el cosmos o en árboles genealógicos infinitos... y todo este tiempo había estado anotado con tinta azul en el margen de un cuadernito Rivadavia perdido entre cajas de mudanza. Con letras desprolijas, chiquitas, garabateadas casi al azar. Hay verdades que se esconden en jeroglíficos intraducibles al qwerty pero también supongo que quedan algunos márgenes sin escribir. Mamá se dio cuenta tarde de eso, pero se dio cuenta al fin.

Siempre tuve miedo de espejar esa historia, la de mis papás. Eso tampoco se lo conté a Claudia. No quería sumarle otro matrimonio fracasado al historial de nuestro apellido. No quería ser otra mina sola. Y por no querer heredar ese titular en mayúsculas, la copié inconscientemente en todo lo otro. Lo de ignorar las señales, lo de negadora. Yo no estaba aislada en otra provincia ni conté la cantidad de días lluviosos en un año, pero sí estaba encerrada en una casa que me quedaba grande, sintiéndome ajena a mi propia vida y conformándome con la idea de que el amor sea sinónimo de piloto automático. Me senté en la vereda y me puso piel de gallina preguntarme en cómo llegué hasta ahí. A Los Naranjos, a elegir a Matías. A esa vida conformista, de revista, estática y estética. Vacía y aburrida.

Cuando mamá y papá se peleaban cerraban la puerta de su cuarto pero los escuchábamos igual. Me daba mucha bronca no poder cerrar las orejas, no poder apagar el sonido. Metía la cabeza abajo de la almohada y apretaba con fuerza para desaparecerme, flotar en algún universo subalterno, onírico, lejos de ahí. Se me hacía imposible detectar el momento exacto en que empezaban a discutir. Qué rica está la comida, pasame la sal, qué onda la oficina y no sé cómo, cinco oraciones después, el tono había escalado. Juanchi se metía en mi cama y llorábamos hasta quedarnos dormidos. Una de esas noches de frío nos juramos que no íbamos a dejar que nuestras vida sean eso. Perdón a esa chiquita sin paletas, una vez más la decepcioné.

Repasé mentalmente ese martes cargado. Todo empezó mientras lavaba los platos porque me acordé de cuando lo conocí a Matías. Estaba terminando mi primer año de facultad. Yo hacía teatro con su primo, éramos pareja en la ficción. Me vio en esa obra y le pidió mi número. Me acordé que tenía un carry on con las cosas de Irene, mi personaje. Lo llevaba siempre en el baúl del auto y la mayoría del tiempo me olvidaba que estaba ahí. Los miércoles a la noche y algunos domingos al mediodía, Irene me dejaba abrirlo y jugaba a ser ella por un rato. Me prestaba sus zapatos para que se los camine. Usaba su vestido, me peleaba con su marido, ordenaba las cosas de su hijo y, por un rato cortito, chancleteaba sus pantuflas. Me caía bien Irene pero me daba pena. Me parecía que no era feliz, que no estaba conforme. Tenía la sensación de que se había acostumbrado a que algo no funcione y ya no era más consciente de ese ruidito interno que te avisa que cambies algo. Pobre Irene. Había naturalizado que la maltraten, se había enajenado. Había perdido su identidad. Yo se la buscaba, le prestaba carácter y gesticulaciones pero su modus operandi ganaba todas las pulseadas: sumisa, volvía a ordenar en silencio.

Mientras más usaba sus cosas me daba cuenta cuánto más cómoda me quedaba mi ropa. Me gustaba abrir su carry on porque significaba que podía quererla hasta cansarme, guardar todo devuelta donde corresponde y distanciarme de ella con un cierre y un candado azul que había encontrado por ahí. Sabía que nadie me lo iba a robar pero igual lo cerraba cuidadosamente con candado.

Algún día me debo haber olvidado de cerrar esa valijita porque, sin darme cuenta, Irene se había expandido. Estaba desparramada en mi vida. Me encontré siendo ella un martes al mediodía frente a una pila de platos sucios. Por eso lloré y por eso me agregaron a ese grupo de minas solitarias en el que odié sentirme cómoda.

Cuando llegué a casa Matías estaba tirado en el sillón escuchando un podcast de finanzas. Nos dimos un beso por inercia. Insípido y sin amor. Lo miré un rato, él no me miró. Qué pasa, me dijo de reojo. Yo lagrimeaba en silencio. Me quiero separar. Me preguntó por qué y no se lo supe explicar bien. No quiero ser más infeliz, no quiero ser más infeliz, repetía yo, como una especie de mantra, entre sollozos.
—¿No sos feliz? —preguntó sin parpadear.
—¿Vos sí?

Nos miramos fijo. Se escuchaba muy fuerte el silencio. Los dos nos mordimos el labio de abajo; yo para no llorar, él no sé porqué.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario