martes, 14 de julio de 2020

El coronel

El Coronel volvió a acomodarse los lentes con los nudillos. En su mano izquierda sostenía firme la invitación. Re-leyó atento cada una de las palabras cursivas garabateadas con prolijidad absoluta en tinta china, negra como su café. Tomó nota en su libretita de bolsillo: AEROPUERTO. 1300 HS. Puso su uniforme de ceremonia en la valija.

Llegó a tiempo como para poder hacer la fila de Aeroparque en paz, sin ningún insolente respirándole en la nuca mientras cuenta los segundos con alguna parte del cuerpo. Podía ser con la punta de los pies, los talones, los dedos enganchados en la presilla de un jean o contra una cartera. Cualquiera de esas lo irritaba. Si había algo que lo sacaba de quicio más que la irresponsabilidad era la irresponsabilidad disfrazada de jóvenes ansiosos.

Ya arriba del avión, su cuerpo oxidado recordó la que supo ser su rutina. Una vida entera entre valijas, en las alturas. Pasó más navidades en vuelo que en familia; o eso es lo que le reprochaba su única hija. Hace mucho no la veía, ni siquiera sabía que había formalizado un festejante, un novio, uno de esos. No fue una sorpresa que vaya a casarse, a fin de cuentas todas las mujeres hacen y deshacen a favor del reloj biológico. Tal vez el factor sorpresa estuvo en la invitación: hace muchos otoños que su voz interna lo había eximido de cualquier responsabilidad como padre y, con eso, de cualquier expectativa de que Renata lo registre como tal. Había asumido que las chances de no verla nunca vestida de blanco eran altas. Por eso se sorprendió con el anuncio de hoy para mañana. En el sobre estaba la invitación y una nota a mano que decía “Me caso, si querés vení”.

Desde que se jubiló no volvió al Cuyo. Para qué. Con un par de postales y el recuerdo opaco le bastaba. Memorias apolvadas, sucias y espesas, hasta incluso deformadas. No le interesaba hacer revisión histórica ni un mea culpa. Pero nobleza obliga, para el casamiento de Renata ameritaba volver.

La tonada sanjuanina lo recibió enseguida encarnada en un remisero que enfiló para la Circunvalación tratándolo como si fuese un turista. Le aclaró que no era un porteño de paso, que volvía para el casamiento de su hija. Que en cuál se casaba, que en la Desamparados, que qué bonita para un casorio, ¿nosierto? Que sí, le dijo, aunque no tenía idea porque cuando se construyó él ya no vivía por esos pagos del oeste. El remisero agregó: “Qué nervios llevarla al altar...”. El Coronel sintió un temblor en el cuerpo.

Llegó a la que supo ser su casa, su base. Reconoció la ventana que encuadra a la distancia la cordillera amarillenta, bañada de atardecer. Apuró la petaca sin que nadie lo vea y la volvió a guardar en el bolsillo correspondiente. Sintió cómo la tibieza del whisky de a poco le daba calor a sus dedos gruesos.

Golpeó en la puerta principal. Ella giró la llave y suspiró un “pasá” nerviosa. Primero la vio de perfil y tuvo que apretarse los anteojos contra el entrecejo. Ya era una mujer. El Coronel le tendió la mano y confirmó la suavidad de su piel. La necesidad de estar en contacto con la materia seguía vigente. Siempre fue un fiel creyente de que lo abstracto era para los débiles pero fue la primera vez que se cuestionó si habrá estado en lo cierto todos esos años. Sus manos quedaron trenzadas y sus miradas coincidieron a mitad de camino. Quiso decirle que qué grande y linda estaba pero no le vibraban las palabras para afuera. Se le cristalizaron los ojos y la abrazó con rigidez porque no quería que lo vea llorar.

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