viernes, 17 de julio de 2020
Descalza
Cerré la puerta de un latigazo y me alejé estampando los borcegos contra el piso. Mientras me subía al auto seguía escuchando fragmentos de sus gritos ilegibles. Puse primera y quise desaparecer. En mi radio de siempre contaron que el 21 de septiembre es el día con mayor cantidad de efémerides que tenemos los argentinos y me parecieron una manga de boludos. Sentencié el volumen a cero y me aturdí con mi propio silencio. El vozarrón de Javi me zumbaba en la oreja. “¿Me querés?”, preguntaba una y otra vez el casette en loop que me condenaba a no poder soltar la última conversación que tuvimos. El error fue mío porque la respuesta debería haber sido automática. ¿Mequerés?Sí. No me debería haber atribuído ese minuto eterno para hacerme la que estaba pensando un veredicto. ¿Lo quiero? Sí. Esa es la verdad y esa fue la decisión errónea que, en un instante, desdobló una conversación intensa a una pelea sin vuelta atrás. Vi cómo toda nuestra relación iba quedando en el espejo retrovisor. Pasé por el banquito de la plaza en el que tomamos café en nuestra primera salida. “Ir a un bar a tomar birra lo hace cualquiera...”, ese había sido su fundamento para la elección. Después me chamuyó con una supuesta cita de Winston Churchill afirmando que no hay nada que diga más de un hombre que cómo toma su café en la plaza de barrio. En el momento no le creí y después Google confirmó mis sospechas. Obvio que lo había inventado. La plaza estaba llena de gente feliz haciendo picnic. Se me aguó la mirada y el semáforo seguía pintado de rojo. A veces duele mucho frenar. Al lado de mi ventana estaba el cine al que íbamos todos los miércoles. Javier se volvió parte de mi rutina sin esfuerzo. La cartelera por afuera estaba llena de promociones especiales para aprovechar el feriado de los alumnos de secundaria. Habían tres grupitos de adolescentes puerteando, lookeados para la ocasión especial. El semáforo se puso en verde y me alejé lo más rápido que pude. La catarata de recuerdos me estaba ganando por goleada. Él, sus cigarrillos armados, su paraguas azul francia, sus anécdotas de la infancia, su manera de caminar firme por el mundo. Prendí la radio para que le haga competencia a mi taladro de pensamientos y los acordes de Agua marfil me destruyeron. Al segundo mes de conocernos nos escapamos a la costa y esa canción nos musicalizó el fin de semana largo. La cantamos comiendo galletitas con arena y tomando un mate lavado. Nos reímos hasta el dolor de panza. Confirmamos que nuestros cuerpos estaban salados. Fuimos la típica postal del amor que yo creía falsa. Javi me sacó una foto con su celular en pleno atardecer y después de verla me dijo algo así como “cagamos, me enamoré”. Nunca me la quiso mostrar, le gustaba el misterio de que haya algo mío que sea solo suyo. La verdad es que yo ya estaba hasta las manos desde el día cero y, por primera vez en la vida, no me asusté ante semejante declaración. No me debería haber ido de casa así. Puse el guiño y doblé a la derecha para retomar. Quise deshacer todas las acciones que me fueron alejando de él, de mí. Quise hacer lo que sea para desandar la última media hora y responderle lo que ya sabía y no pude decirle. Quise abrir la puerta suavecito y entrar descalza a casa.
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