—Meli, se murió Tita —pronunció temblorosa mi mamá, casi con entonación de pregunta al final.
Me quedé esperando que me diga algo más pero solo se escuchaba su respiración del otro lado del tubo.
—¿Cómo fue?
—Parece que de un infarto, estoy por salir para su departamento. ¿Te veo ahí, pichona?
Su departamento. Hace varios cumpleaños que venía amagándole a la abuela para que me ceda ese tres ambientes en pleno Recoleta. Que ella se vaya a un geriátrico, no sé. Vieja egoísta. Respiré hondo para que no se note que detrás de mi tono de circunstancia había un poquito de excitación y segundas intenciones.
—Sí, en 15 salgo.
Mamá moqueaba.
—Una cosa más, vieja —la interrumpí antes de que pueda empezar a despedirse.
—¿Sí?
—Ya te dije que no me gusta que me digas pichona.
Cortó.
Acuse de recibo. Mientras estaba en camino para Recoleta me acordé de un profesor de teatro que tuve mientras estaba en la facultad. No me acordaba su nombre ni los rasgos de su cara, la única huella que me dejó fue esa instrucción. Acuse de recibo, qué manera rebuscada de pedirme que reaccione. Nunca tuve mucha leña como actriz, creo que él lo sabía y por eso le di tanto trabajo. Era mutuo el desagrado. Registrá lo que te dicen, date lugar para la reacción, acuse de recibo, vamos, acuse, vamos. Básicamente me cagaba a pedos todas las clases. Lógico, terminé dejando. Caminaba apurada esquivando hombros en la vereda porque quería llegar antes que mi vieja al departamento y poder recorrerlo a solas. Mi futuro hogar. Mi casita. Acuse de recibo, ahí estaba la clave. Actuar de nieta dolida. Meterle lágrimas, moco, todos los chiches, y, recién ahí, esbozar mi mentira.
Llegué primera y el encargado me dejó entrar. El cuerpo ya no estaba. Me explicó cómo fue el proceso desde que la vecina del C llamó preocupada a cómo fue que los de la funeraria se la llevaron mientras empezaba el tramiterio.
—¿La funeraria? Si todavía no llamamos.
—No, sí, parece que la señora Carmen se ocupó de todo de antemano. Lo dejó todo preparadito, eso me decía siempre que la ayudaba a subir las compras del súper por el ascensor. Que su familia no se iba a tener que preocupar de nada.
Hubo un silencio incómodo. Vieja de mierda, ¿cómo que dejó todo preparado?
—Un angelito, Carmen. Una pena —el hombre no se callaba. —¿Tita le decían ustedes?
—Sí, terrible —dije con mi mejor cara de culo. Necesitaba que se vaya y no se movía del marco de la puerta principal.
Vieja de mierda, ¿a qué se refería con que lo dejó todo planeado? ¿Cuánto era todo?
—Un angelito... —seguía repitiendo el encargado cada vez en voz más baja hasta que se fue.
Finalmente me quedé sola. Revolví todos los cajones a ver si encontraba un testamento, un papel, un algo. Nada a la vista. Con lo organizada que era, era obvio que le debía haber dejado al escribano como tres copias en las que oficialmente me cague. Tampoco me sorprendió lo limpio que estaba todo. Siempre pulcra la abuela Tita, nunca menos. Por eso no le gustaba que la visitemos. “Los nietos ensucian”, nos decía. Como si tuviésemos una especie de culpa por respirar y contaminar su aire perfecto. Por eso se murió sola en su cajita de vidrio y mármoles inmaculados. Con amenities y buena vista, dicho sea de paso. Y muy buena circulación, nunca lo había registrado con tanto detalle. Mi futura casita. Tenía que hacer las cosas bien. Concentración.
Me frené en el espejo de su cómoda.
—La abuela me prometió que me iba a regalar su departamento cuando ella no esté más —dije mirándome a los ojos, fingiendo el llanto exagerado. Poco verosímil. No me convenció.
Lo practiqué devuelta. Esta vez con unas lagrimitas más sutiles.
—La abuela me prometió que me iba a regalar su departamento cuando ella... —la pausa iba a sumar credibilidad—... no esté más.
Iba queriendo. Fui por una tercera y última versión con datos precisos e inchequeables. La versión definitiva.
—La abuela me prometió la semana pasada cuando hablamos por teléfono que si... que si el día de mañana le pasaba algo... —pausa para secarme las lágrimas— ...me iba a regalar su departamento.
Perfecto. Nunca debería haber dejado teatro.
Vi una pulsera de esmeraldas gruesa y me la metí en la cartera sin culpa. Ventajas de tener todos primos varones. Y, bueno, la tía que se joda. Seguí dando vuelta cajones. ¿Aparecerán por acá en un rato? Me sorprendió que no haya ni un portarretratos con fotos de sus nietos en ningún rincón. Tenía que ganarle de mano a la tía si es que venía. Ni una foto para caretear con sus otras amigas paquetas, qué tipa fría. Tampoco pretendía encontrar mucho. Ni siquiera me llamaba para mis cumpleaños. La única vez que me felicitó por algo fue cuando me recibí de arquitecta: me mandó un mail que decía en el asunto “Ya era hora, Meli” y en el cuerpo no decía nada. Ácida como ella sola. Y como mi vieja. Bah, y como yo. Está bien, la crudeza puede que sea de familia pero con mamá por lo menos la sabemos disimular. Alguna vez me podría haber regalado un chocolatito o un caramelo como hacían los abuelos del lado de papá. No sé, algo. Era muy evidente que desde que se murió el Nono, Tita perdió lo único decente que le quedaba; por lo menos en frente de él se hacía la buena con nosotros.
Mi vieja tocó timbre y apreté el botón al lado del teléfono para autorizarla a entrar al edificio. Un teléfono medio vintage pero con onda, tenía buen gusto Carmencita. Rogué que el encargado le esté sacando charla como a mí para tener tiempo de practicar mi línea una vez más. La repetí dos veces para adentro y me mojé un poco los lagrimales con el agua de la canilla. Lista. Que empiece el show.
Abrí la puerta. Mamá se estaba refregando los ojos y me ganó de mano al hablar.
—Tu abuela me prometió la semana pasada cuando almorzamos que si... que si le pasaba algo —pausó para secarse las lágrimas— quería que yo me quede con su departamento.
Puta madre. Mamá también era buena actriz.
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