jueves, 2 de julio de 2020

Cuenta regresiva

Diez. Los hospitales tienen olor metálico y también frío. No me gustan. De noche solo me acompaña el pip-pip de la maquinita que me marca los latidos, cada vez más espaciados entre sí, y Marisa, la enfermera del último turno. Escuchar sus Crocs gomosas apurarse y desacelerar por el pasillo es una de mis actividades preferidas desde que me internaron. Las otras enfermeras no son tan reconocibles, usan todas las mismas zapatillas blancas y parece que caminaran flotando. Todas tienen la cara repetida y me dan instrucciones con frases hechas que ya me aprendí de memoria. “A ver, negrita, levantamos un poquito la cabecita” y me acomodan la almohada casi sin tocarme. Marisa no. Marisa tiene siempre las manos tibias y todas las noches estrena un color de uñas nuevo. Jamás me habló en diminutivo. El esmalte de hoy era naranja flúo. Me dijo que algún día me lo traía y me las pintaba en uno de sus recreos.

Nueve. En frente mío hay un cartel con crayones que hizo Mili, mi sobrina. Cada vez que abro los ojos veo dos chicas de la mano, llenas de rulos, una más alta que la otra y muchos -muchos- corazones alrededor. Arriba del dibujo, un “MEGORATE LUGI” en mayúsculas desprolijas que tiene poderes sanadores: cada vez que lo veo sonrío. Carla me contó mientras lo pegaba que su criatura todavía se sigue confundiendo la J con la G y no pronuncia bien la R. Nos acordamos que las dos dijimos “cunclillas” hasta los diecitantos y nos reímos en voz alta. Su carcajada se volvió llanto y me dijo que me iba a extrañar mucho.

Ocho. Hoy me sumaron un tubo que me entra por la nariz y no sé a dónde va. Ya no pregunto más. Desde que me lo pusieron solo siento esa molestia en la punta de la cara, las sensaciones en el resto del cuerpo se me van deshaciendo de abajo para arriba. Hace un rato quise mover los dedos gordos de los pies y me olvidé cómo se hacía.

Siete. Hay un payaso que viene cada tanto. Me cae simpático. Cuando me visita se saca su nariz roja y veo cómo el piolín que la ata le marca los cachetes. Se sienta en el sillón que está a la izquierda de mi cama y conversamos. La historia que más me gusta contarle es la de un payaso que animaba las salas de espera del médico al que iba de chiquita. Tenía un solo sketch que me descostillaba de risa: inflaba muchos globos y después los quería usar como silla. Cuando se explotaban gritaba “ay mi cutis” y todos nos reíamos con él. Una vez, mamá me pidió que la acompañe a buscar a la abuela por su limpieza de cutis y yo no quise ir porque me daba pudor. Me enteré que cutis era cara cuando cumplí 18.

Seis. Me cuesta cada vez más abrir los ojos. Me encantaría que me pase con los oídos: poder cerrarlos, apagarlos. Hay cosas que es mejor no escucharlas. “¿Cómo la ves?”, preguntó mi hermana. Respondió una voz honda y precisa: “Carla, andá despidiendote”.

Cinco. Los sueños se vuelven cada vez más detallados y tangibles. Abro y cierro los ojos. Veo mi casa de San Juan. En un instante puedo recorrer mentalmente cada uno de sus rincones desde un metro diez de altura. Siento en todo el cuerpo una descripción muy mía y calentita. Siento especias que me pican en la nariz: estoy en la despensa, al costado de la cocina, el espacio ideal para jugar a las escondidas. Cierro los ojos y toco la madera patinada de celeste de mi casita fun-size al fondo del jardín. Siempre me gustó el concepto de “fun-size”: todo lo chiquito es más divertido. En los pies siento la alfombra del playroom y también el olor a jazmín del cielo que estaba cerca de la pileta con forma de L que tenía cocodrilos en la parte honda. Los cocodrilos hacen perrito guardián para que no vaya a las partes que no hago pie. De a poco se me deshace el sabor de las mil ciruelas de verano que regala mi árbol preferido. Qué rica es esa casa.

Cuatro. Marisa está enfrente mío. No la escuché llegar. Me dice que estoy perdiendo la lucidez y yo quiero convencerla de que es mentira pero no me salen las palabras en voz alta. Estoy más despierta que nunca. Es como cuando mis papás nos despertaron en pleno invierno para subirnos al auto cargado y emprender un viaje sin aviso: tantié todo con los ojos entrecerrados para no despabilarme. Pero estaba despierta, estaba ahí. El cuerpo de Carla calentito también estaba ahí, pegado a mí. Quería preguntarle a mamá a dónde estábamos yendo y que me responda la verdad. “A Buenos Aires, Luji. Pasó algo con la abuela Pochi”, la puedo escuchar aunque nunca lo dijo. Viajamos callados los 1200 kilómetros pero yo estaba despierta. Despierta como ahora.

Tres. Me cambiaron de cuarto, Marisa me dijo que era para mejor. Me acordé de los inviernos en Bariloche. Mis abuelos tenían una casa enorme en la base del cerro donde entrábamos todos. 3 pisos y algún que otro recoveco secreto lleno de fotos y ropa de ski usada. Todos los cuartos tenían algo especial, una ventaja única que usaban para convencerte de que ese año te tocaba el mejor de todos. Alguna ventana que da a la montaña, una calefacción que anda mejor que el resto, un baño en suite. A mí ninguna de esas me importaba: lo único que quería era que me toque dormir en el sótano, en alguna de las 4 camas cuchetas que solían ocupar todos mis primos varones. Me crié rodeada de testosterona y adolescentes torpes con olor a chivo. Si cierro los ojos escuchó a mi viejo cantar para joderlos “mi barba tiene tres pelos, tres pelos tiene mi barba”. Se la canté a Marisa y me dijo que la conocía. Yo pensé que la había inventado mi papá. Siempre fui la mujer más chica de la familia. La princesita que había que cuidar y proteger. En frente mío, nada de malas palabras ni juegos bruscos. “Juego de manos, juego de villanos”, la voz de mamá resonaba en la conciencia de todos con cierta distancia. Supongo que por eso los varones se iban a jugar lejos mío. Y no solo eso. Se robaban a Carla también. Ella, tan delicada y cuidadosa conmigo, me daba la espalda para ser bruta con los otros. Se tomaba vacaciones de cuidarme. Pero lo que nunca nadie entendió es que yo no quería que me cuiden: quería tener un yeso en el brazo como Nico, romperme una paleta como Tebi, tener moretones por hacer piruetas como Sebas. Lo único que conseguí de ellos fue usar la ropa de varón que les iba quedando chica. Y no importaba cuánto crezca año a año: la ropa de varón siempre me quedaba grande. Ahora siento que estoy rota y no me gusta. Le pedí a Marisa que le diga a Carla cuando venga que muchas gracias por cuidarme todos esos años.

Dos. Abro los ojos y hay mucha gente mirándome. Están borrosos, se derriten como un cuadro de Dalí. Entre las siluetas reconozco a mamá y la saludo. Hace mucho que no la veo. Mamá me responde con la voz de Carla y me dice que descanse, que seguro estaba cansada y por eso me estaba confundiendo. Se me cierran los ojos y escucho que Mili pregunta por qué saludé a la abuela si hace mucho que está muerta.

Uno. Ya no escucho el pip y no tengo más frío. Creo que de lejos veo a mis papás.


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