Me despertaron unos ruidos bruscos a eso de las tres de la mañana. Escuché una voz con poco contorno. Bajé y mamá estaba hablando sola en el lavadero. ¿Quién pone un lavarropas a esta hora? Estaba sentada en el piso con las piernas cruzadas, como en una especie de filita india, con su camisón de corazones rosas que le regalamos para un día de la madre hace varios octubres. Hace mucho no se lo veía puesto. Al lado de la puerta había un tubo de vino vacío.
—¿A quién le hablás, má?
—A nadie —respondió sin mirarme y creo que susurró algo más.
¿Estaba cantando? Busqué al perro a ver si le estaba hablando a él pero después me acordé que Macho estaba durmiendo en mi cama. Fui a la cocina a buscar agua y, mientras tomaba directamente de la botella, apareció la vieja y se empezó a justificar explicando que no había llegado a terminar de ordenar durante el día.
—Mamá, son las 3 de la mañana. Dormí —dije sin abrir mucho los ojos, con el ceño fruncido.
Quedamos en silencio, solo sonaba el motor de la heladera. Estábamos las dos quietas y a oscuras, iluminadas por un triángulito de luz fría medio azulada.
—Me voy arriba, ¿querés agua?
—Estoy bien, pichona —me dijo mirándome seria a los ojos. Tenemos la misma altura pero sentí que quiso marcar verticalidad.
Le di un beso en la frente y sin despabilarme mucho más me fui a mi cuarto. Costó volverme a dormir.
No sé cuánto tiempo habrá pasado, creo que más de media hora. En la oscuridad y en ese limbo onírico en que las percepciones se deforman, sentí que abrió todas las puertas de la casa. Una por una. Después escuché varios ruidos que parecían que venían del cuarto de Félix. Ruidos como de herramientas, cajones. En un momento se cayó algo que rebotó en el piso varias veces. ¿Una canica? ¿Seguimos teniendo canicas en casa?
Creo que dormité por un rato y soñé con un plato que se rompía. La escuché bajar y volver a subir las escaleras cantando algo en italiano. Hubo silencio por un rato y cuando estaba a punto de conciliar el sueño, la escuché sollozar. Fui al cuarto de Félix y ahí estaba ella, acurrucada en posición fetal en una esquinita de la cama, llorando, descansando en un espacio suspendido en el tiempo. Una postal en sepia puesta entre paréntesis. Nos abrazamos por un rato sin dar explicación y cuando nos fuimos, cerramos la puerta para que no se escapen los recuerdos congelados que quedaban.
Sonó mi despertador a la mañana y había una pila de ropa limpia doblada en mi escritorio. Arriba de todo, un sweater bordó de Félix que yo le solía robar, perfumado y con olor a limpio. Me lo puse. Respiré hondo y miré la fecha en la pantalla del celular. Ya la sabía. Un año. Me miré al espejo y me sequé las lágrimas con las mangas que me quedaban un poco largas. Supongo que cada uno hace el duelo como puede. Bajé a desayunar y mamá me preguntó cómo dormí.
lunes, 20 de abril de 2020
jueves, 16 de abril de 2020
El cuarto de las chicas
Carolina comía chicle todo el tiempo. Yo quería ser como ella. Así, grande y canchera. La estudiaba en gestos, en apariencias y en pensamiento. Quería ser como ella, tener un flequillo desprolijo y el pelo ondulado, una mochila Jansport desgastada con un pin de una boca con la lengua afuera y las uñas siempre pintadas de colores distintos. Poder contar anécdotas con varones y usar remeras que muestren el pupo. Tener celular y ponerle una funda fucsia. Como ella.
Con Caro pasábamos los veranos juntas en la quinta que alquilaban nuestros abuelos en Villa de Mayo. Era mi única prima mujer. El resto eran todos varones, la mayoría más grandes que yo. Jugaban al fútbol, corrían muy rápido y tenían olor feo. Todos ellos dormían en un cuarto con dos cuchetas y un sillón-cama. Carolina y yo compartíamos el del fondo. “El cuarto de las chicas”, decía el cartel que pegué en la puerta. Lo había decorado con una plancha de stickers que guardaba para algo especial.
Ella no me hablaba mucho. Yo tampoco a ella porque me ponía nerviosa. Solo la miraba, le prestaba atención. Repetía en mi mente sus acciones y cuando ella no estaba, las trataba de copiar. Por ejemplo, para pasar las hojas de un libro o de una revista, se chupaba un poco el dedo índice. Me parecía lo más. También inflaba globos de chicle gigantes sin que se le exploten y se hacía rodetes en el pelo con un lápiz.
—Tengo una amiga de 16 —les dije a mis compañeras en el recreo, cuando retomamos las clases en marzo. Me miraron parpadeando mucho.
—A ver, qué hacen las chicas de 16, a que no sabés nada —dijo Milagros enfrente de todas, haciéndose la canchera. Ser canchera era otra cosa pero me quedé callada.
Llegué a casa, agarré un portarretratos que estaba en el living y lo metí en mi mochila con rueditas. Cuando mamá me preguntó qué hacía dije rápido “tarea, mamá” y me creyó. Mientras izaban la bandera el día después, mostré mi evidencia. Caro y yo sonriendo en la galería. Milagros seguía desconfiando.
Quería contarles todo para que sepan que no mentía pero no podía. Le había prometido a Caro que no iba a decir nada. “Las amigas se guardan los secretos”, me dijo una tarde y nosotras éramos amigas. No les conté que Carolina tenía novio y se daban besos en la boca con lengua y que no le daba asco porque a los grandes no les da asco. Tampoco les conté lo de la foto con su celular.
Cuando volvimos a la clase, la Miss nos dijo que escribamos qué aprendimos en el verano. Todo en cursiva. ¿Escribir era distinto a contar? No quería romper la promesa que le había hecho uno de los últimos días en la quinta.
Carolina se había llevado Matemática a febrero así que todas las tardes, cuando había silencio de siesta, se encerraba en el cuarto de las chicas a estudiar. No la podíamos molestar, se lo aclaraba a todos en la sobremesa pero me miraba fijo cuando lo decía. A mí me encantaba que me mire.
Los varones se iban a jugar a la pelota afuera y yo me quedaba dibujando. A veces en la galería y a veces en la mesa del comedor. Un día, más o menos a la mitad del verano, copié una foto de mi abuela que me quedó igual y le quise pegar uno de mis stickers antes de regalársela. Fui en puntitas de pie hasta el fondo para no hacer crugir el piso de madera e interrumpir la siesta familiar. Me encontré con la puerta de nuestro cuarto cerrada. Del otro lado, se escuchaba a Carolina riéndose y poniendo su voz de grande.
—Uf, Rama, lo que me calentás —dijo después de un ratito de silencio y, aunque no parecía enojada, me fui porque no la quería calentar más.
Esa noche cuando nos estábamos yendo a dormir le pregunté si su novio sabía de matemática y si a veces la ayudaba. Ella no entendió porqué le pregunté. “No, Rama estudia Letras”, me dijo. Será por eso que se enojó, porque a Rama solo le gustaban las letras y no los números. Claro. Debe haber sido eso. Nos dormimos.
Una tarde tenía la piel pegajosa del calor y cero ganas de pintar. Los varones estaban en la pileta y mamá no me dejaba meterme si no había ningún adulto cerca. Quise ir a mi cuarto porque tenía un ventilador que daba vueltas re rápido justo arriba de mi cama.
Cuando abrí la puerta la vi a Carolina, desnuda, sacándose una foto con el celular en el espejo. Solo tenía puesta una bombacha rosa oscura con bordes de flores. Yo pensé que me iba a gritar. Quería salir corriendo pero me quedé estacada al piso de madera con las manos tapándome los ojos. Ella, en milésimas de segundos, cerró la puerta conmigo adentro, se puso una de sus remeras cortas y me dijo bajito pero firme que no le podía contar a nadie. A nadie, ¿okay? Ahí fue cuando me dijo que las amigas compartían secretos y que nosotras éramos amigas. Yo le dije que bueno pero que me explique qué estaba haciendo. “Cosas de grandes”, dijo. No le pregunté más nada porque las amigas entienden.
Abrí mi cuaderno y volví a leer la consigna. ¿Aprendiste algo en el verano? En mi mejor intento de cursiva, escribí con una lapicera de brillitos celeste: “Aprendí cosas de grandes“.
Lo taché porque no quise romper mi promesa.
Di vuelta la hoja. “En las vacaciones aprendí a hacerme rodetes con lápices, a hacer globos con el chicle sin que se me exploten y también cómo ser una amiga canchera”. Dibujé un corazón y pegué mi sticker preferido al lado del punto final.
—Tengo una amiga de 16 —les dije a mis compañeras en el recreo, cuando retomamos las clases en marzo. Me miraron parpadeando mucho.
—A ver, qué hacen las chicas de 16, a que no sabés nada —dijo Milagros enfrente de todas, haciéndose la canchera. Ser canchera era otra cosa pero me quedé callada.
Llegué a casa, agarré un portarretratos que estaba en el living y lo metí en mi mochila con rueditas. Cuando mamá me preguntó qué hacía dije rápido “tarea, mamá” y me creyó. Mientras izaban la bandera el día después, mostré mi evidencia. Caro y yo sonriendo en la galería. Milagros seguía desconfiando.
Quería contarles todo para que sepan que no mentía pero no podía. Le había prometido a Caro que no iba a decir nada. “Las amigas se guardan los secretos”, me dijo una tarde y nosotras éramos amigas. No les conté que Carolina tenía novio y se daban besos en la boca con lengua y que no le daba asco porque a los grandes no les da asco. Tampoco les conté lo de la foto con su celular.
Cuando volvimos a la clase, la Miss nos dijo que escribamos qué aprendimos en el verano. Todo en cursiva. ¿Escribir era distinto a contar? No quería romper la promesa que le había hecho uno de los últimos días en la quinta.
Carolina se había llevado Matemática a febrero así que todas las tardes, cuando había silencio de siesta, se encerraba en el cuarto de las chicas a estudiar. No la podíamos molestar, se lo aclaraba a todos en la sobremesa pero me miraba fijo cuando lo decía. A mí me encantaba que me mire.
Los varones se iban a jugar a la pelota afuera y yo me quedaba dibujando. A veces en la galería y a veces en la mesa del comedor. Un día, más o menos a la mitad del verano, copié una foto de mi abuela que me quedó igual y le quise pegar uno de mis stickers antes de regalársela. Fui en puntitas de pie hasta el fondo para no hacer crugir el piso de madera e interrumpir la siesta familiar. Me encontré con la puerta de nuestro cuarto cerrada. Del otro lado, se escuchaba a Carolina riéndose y poniendo su voz de grande.
—Uf, Rama, lo que me calentás —dijo después de un ratito de silencio y, aunque no parecía enojada, me fui porque no la quería calentar más.
Esa noche cuando nos estábamos yendo a dormir le pregunté si su novio sabía de matemática y si a veces la ayudaba. Ella no entendió porqué le pregunté. “No, Rama estudia Letras”, me dijo. Será por eso que se enojó, porque a Rama solo le gustaban las letras y no los números. Claro. Debe haber sido eso. Nos dormimos.
Una tarde tenía la piel pegajosa del calor y cero ganas de pintar. Los varones estaban en la pileta y mamá no me dejaba meterme si no había ningún adulto cerca. Quise ir a mi cuarto porque tenía un ventilador que daba vueltas re rápido justo arriba de mi cama.
Cuando abrí la puerta la vi a Carolina, desnuda, sacándose una foto con el celular en el espejo. Solo tenía puesta una bombacha rosa oscura con bordes de flores. Yo pensé que me iba a gritar. Quería salir corriendo pero me quedé estacada al piso de madera con las manos tapándome los ojos. Ella, en milésimas de segundos, cerró la puerta conmigo adentro, se puso una de sus remeras cortas y me dijo bajito pero firme que no le podía contar a nadie. A nadie, ¿okay? Ahí fue cuando me dijo que las amigas compartían secretos y que nosotras éramos amigas. Yo le dije que bueno pero que me explique qué estaba haciendo. “Cosas de grandes”, dijo. No le pregunté más nada porque las amigas entienden.
Abrí mi cuaderno y volví a leer la consigna. ¿Aprendiste algo en el verano? En mi mejor intento de cursiva, escribí con una lapicera de brillitos celeste: “Aprendí cosas de grandes“.
Lo taché porque no quise romper mi promesa.
Di vuelta la hoja. “En las vacaciones aprendí a hacerme rodetes con lápices, a hacer globos con el chicle sin que se me exploten y también cómo ser una amiga canchera”. Dibujé un corazón y pegué mi sticker preferido al lado del punto final.
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