martes, 15 de junio de 2021

Monoambiente

Se ve distinto el monoambiente de mamá sin muebles. Parece más grande, o tal vez solo soy yo que me siento más chiquita que nunca. La inmobiliaria se ocupó del grueso, por suerte ella ya había apalabrado todo cuando sintió en el cuerpo lo que se venía. Previsora hasta en las últimas, qué mujer. Me dijeron que pase a buscar lo que quedaba, que lo tire, que lo done, que lo que sea con tal de que lo saque de ahí y lo deje libre para el próximo que venga.

Un teclado. Supo ser mío en un principio. Empecé a tomar clases de piano a los 11 con un profesor que nos recibía a mí y a mi hermana en su altillo. Mamá quería que aprendiéramos. Me acuerdo del olor de ese rinconcito como si hubiese usado ese perfume toda la vida pero no lo sé describir. Camila no se lo acuerda y me frustré todas las veces que intenté explicárselo. No íbamos ni 2 clases que mi papá nos llevó un fin de semana al shopping a que elijamos un teclado para casa. Salió $2.300 en ese momento, de la etiqueta con el precio sí me acuerdo. A los 4 meses de tomar clases una vez por semana, una Camila de 8 años terminó de tocar una versión muy light de Para Elisa, levantó la cabeza y dijo “renuncio”. Nunca más volvimos. Debemos haber usado el teclado como mucho 2 o 3 veces por año. Cuando nos estábamos mudando de casa quisimos venderlo pero no hubo comprador o no le pusimos mucho énfasis a la venta. Se lo terminó quedando la vieja. Su médico le recomendó que toque una hora al día, que eso la iba a ayudar con el Alzheimer. Se olvidaba hasta su propio nombre de vez en cuando pero no el principio de Adiós Nonino. Me gustaría ver qué pasa si me siento a tocarlo, si a mí también me saldría de un tirón ese tango que ella me hizo practicar con tanto empeño. Me da miedo que no me salga nada. Prefiero tomar distancia respetuosa y ni siquiera intentar. El piano nunca fue para mí.

Una caja con mi nombre. Ella me había avisado que me la dejaba. Camila se llevó la suya ayer cuando vino con los de la inmobiliaria. Tiene unos álbumes de fotos que le vengo pidiendo hace rato. Que le venía pidiendo. ¿Que le pedía? No me acostumbro al pasado. No los voy a abrir ahora. Me gusta saber que los tengo. Que si algún día se me empiezan a borrar los recuerdos tengo un backup. Me los debería haber llevado antes, a mamá le frustraban. Al principio veía anotaciones con su letra y lloraba porque se sentía desdoblada. Al final ya no lloraba. No reconocía sus garabatos en cursiva y tinta azul.

Un tapado de invierno largo y bordó, muy abrigado. Era su uniforme para las idas y vueltas al colegio cuando refrescaba. Caminábamos las 4 cuadras hasta el San Ignacio con las manos entrelazadas, escondidas en esos bolsillos hondos. Me lo pruebo pero no hay espejos, hasta sacaron el del baño. Intento verme en la cámara selfie de mi celular y de repente me da miedo que entre alguien. Vergüenza, no miedo. No da sacarse selfies con la ropa de alguien que se acaba de morir. Me rio nerviosa. Lloro nerviosa. Me limpio los mocos con su tapado y le ensucio las mangas. Lloro un poco más. Si lo mando a la tintorería le van a sacar lo ultimísimo de su olor que queda. Me siento en el piso y pienso que llorar en un monoambiente vacío puede llegar a ser de las cosas más deprimentes que hay pero me lo permito. Me lo permito y sigo.

Un alhajero con su colección de anillos rotos. Tiene varios. Los fue guardando con la falsa promesa de mandarlos a arreglar algún día. También está la alianza de compromiso con papá en perfecto estado, el anillo más roto de todos. Nunca pudo tirarlos y yo no pienso ser la sicaria. Me encantaría decir que los voy a arreglar pero no puedo mentirle a un muerto. Voy a sumar la tarea a una lista de pendientes de 5 pisos y tal vez algún día lo haga. Y si no van a seguir rotos, tampoco me parece tan grave.


Un dibujo que hice en sala de 5 encuadrado. Es un señor de ojos grandes con sombrero y algunos pájaros en el fondo. Son algunos porque a la mitad me aburrí y decidí que estaba listo. Mamá siempre lo trató como si fuese su obra de arte más preciada. Lo tenía colgado al lado de la cama, donde antes tenía un espejo. Ese me lo llevo. Creo que ahora puedo ver lo que ella le vio. Algo en los ojos, en la mirada perdida, triste. Creo que últimamente era el único lugar en el que se reconocía.