Cuando mi abuela se murió estaba hirviendo. La acompañábamos mi tía y yo, que no podíamos distinguir si efectivamente se había ido entre tanto tuberío conectado. Su respiración era el silencio que viene antes de empezar a hablar. La enfermera había dejado la instrucción de que le tocáramos el cuello para ver si encontrábamos latidos pero yo solo escuchaba los míos que sonaban cada vez con más presencia y atropello. Sentí algo, después no sentí más nada. Con mi tía Vero le decíamos bajito que la queríamos, que se fuera en paz, que ya está. Yo pensaba en Guandacol, su pueblo natal, un lugar ínfimo en La Rioja; nunca fui, pero reciclé la idea genérica de pueblito argentino y la pensé fuerte, como si esa imagen pudiera llegarle, como si pudiera trasladar esa postal que indique que hay algo de origen en el final, que podía volver. Su cuerpo ocupaba un tercio de la cama del hospital, sobraba espacio a los costados y en los pies, se había desdibujado casi como nuestro árbol de Navidad que se achicaba año a año porque yo crecía en altura. Me detuve en su pelo: me sorprendí con la ausencia de canas, tenía muy pero muy pocas. Recordé que mi mamá decía que la genética de la abuela era envidiable, nunca un pelo gris, nunca un pocito de celulitis. No era momento para chequear ese último dato. Estaba caliente, ¿los muertos no deberían estar fríos? ¿Que si decíamos que se había muerto mientras seguía viva? Mi tía le acariciaba la frente con una ternura sacada de un libro de maternidad, yo le acariciaba el cuello y trataba de disimular mis nervios, mis latidos, algunos de mis pensamientos desubicados, mi mucha vida desordenada. En un momento nos miramos, hicimos gesto de ‘ya está’ y nos abrazamos hasta que Vero se rió y me dijo ‘llamá a una enfermera, ya veo que nos confundimos y tu mamá me mata’. La enfermera se tomó su tiempo (con sabiduría, supongo, ¿quién la apura?) y no dijo nada. Solo le sacó la máscara de oxígeno y bajó la frente, cerró los ojos y sonrió chiquito sin dientes. Pensé que no había diferencia, estaba igual viva que muerta. Seguía calentita, quieta, suave. Tenía los labios casi sin piel, su boca era una gran llaga seca. Quise mojarlos con una gasa húmeda, me sentí inútil. A los 5 minutos llegó mi tío Hugui, a los 10 mi vieja. Ambos entraron a la habitación y se encontraron con mi gesto mudo de pésame, ese que había aprendido de la enfermera. Él dijo ‘no llegué, no llegué’, llorando, abrazando a mi tía Vero. Mi mamá no nos creía, necesitaba confirmación de algún doctor. Yo dejé que fuera en busca de ese veredicto porque en el fondo seguía teniendo dudas. Pero sí, estaba muerta. ¿Qué hacemos con el abuelo?, preguntó alguien. Estaba en camino, se concluyó que lo mejor era que llegué al hospital para poder contenerlo y contarle sin que se ponga nervioso en la calle. Mi tío lo esperó en la puerta. Entró a la habitación como si fuera dueño de todo, con una autoridad que no le vi jamás. ‘Mi Sonia, mi chiquita, mi pequeñota, mi amor’. Sentí que podía llegar a escupir el corazón, que no me entraba en el cuerpo escucharlo en ese momento, que no existía amor como el de él por ella y que ese amor ahora estaba desparramado, perdiendo, gritando. Se inclinó sobre ella y levantó la cabeza para decir ‘está tibia’, aferrándose a esa última pulsión de vida dentro de su cuerpo, esa parte de ella que todavía no se había ido, buscando el rastro de sus últimas respiraciones. Me acerqué a abrazarlo, aproveché para tocarla: efectivamente estaba tibia, ya no hervía como hacía media hora. Se había ido. Mi abuelo le acomodó la sábana y agarró el bolso que trajo: 3 camisones limpios, pañales de adultos, medialunas para las enfermeras, dos botellas de agua grandes. Pidió que nos ocupemos de regalar todo, que él ya no necesitaba nada de eso. Vinieron los médicos que la atendieron durante su internación y mamá les agradeció en nombre de toda la familia. Le agradecía sobre todo a uno de los dos (al más lindo), haciendo énfasis en su labor y contención. La vieja estaba verborrágica y ¿chamuyera? Intercedí, di el gracias final y nos fuimos al pasillo como habían indicado. Mamá dijo que el médico lindo parecía Capitán América y nadie le dio bola. En esos pasillos estaba el verdadero dolor. Bastaba salir de la habitación por menos de 1 minuto para empezar a sentir que alguien metía una mano invisible por mi boca para hacer presión hacía abajo. Alguien me apretaba los pulmones, la garganta, el estómago. Alguien me callaba, me raspaba las cuerdas vocales. Me anclaba al ras del piso como si fuera el fondo del mar. Durante el tiempo que estuvo internada, salí a esos pasillos amarronados lo mínimo indispensable: para llamar a Pablo, contarle las novedades; escuchar audios en el grupo de la familia; tratar de encontrar una enfermera; ir a buscar un café. Cualquiera de esas acciones me resultaba más punzante que ver cómo mi abuela se preparaba para morir. En la habitación todo se ponía en pausa, hasta el dolor; estabas acompañando, no se podía hacer más. En cambio, esos pasillos con ruidos genéricos te decían que todo el resto seguía existiendo, que el mundo no frena por vos, que tu vidita es una más de tantas, que tu muerte es una más de tantas. Empezaron los llamados, los mensajes, los trámites. Antes de irnos fui a despedirme del cuerpo: tenía una parte de la cara fría y amarilla. Las manos estaban violetas hasta los codos, también heladas; parecían unos guantes finos del color que usa la realeza, tan coqueta que era ella. Estaba más muerta que antes; la muerte se apareció silenciosa, por goteo, cayó de a poquito como si fuera el suero que la mantuvo viva esta semana. La luz del día se colaba por la ventana tiñendo todo de un sepia clarito que vi en algunas películas. Solo quedaron sonando mis latidos como si buscaran llenar el silencio, el vacío, la angustia, la incertidumbre de no saber a dónde se fue eso que no está más.