Tengo un carry on con las cosas de Irene. Lo llevo siempre en el baúl de mi auto y la mayoría del tiempo me olvido que está ahí. Los miércoles a la noche y algunos domingos al mediodía, Irene me deja abrirlo y jugar a ser ella por un rato. Literalmente, me presta sus zapatos para que se los camine. Uso su vestido, me peleo con su marido, ordeno las cosas de su hijo y, por un pequeño rato, chancleteo sus pantuflas.
Me cae bien Irene pero me da pena. Me parece que no es feliz, que no está conforme. Tengo la sensación de que se acostumbró a que algo no funcione y ya no es más consciente de ese ruidito interno que te avisa que cambies algo. Pobre Irene. Naturalizó que la maltraten, se enajenó. Perdió su identidad. Yo se la busco, le presto carácter y gesticulaciones pero su modus operandi gana todas las pulseadas: sumisa vuelve a ordenar en silencio. Y cuando soy ella, soy yo quien sumisa vuelve a ordenar en silencio el desorden ajeno.
Cuando uso sus cosas me doy cuenta cuánto más cómoda me queda mi ropa. Me gusta abrir su carry on porque significa que puedo quererla hasta cansarme, guardar todo devuelta donde corresponde y distanciarme de ella con un cierre y un candado azul que estaba en casa.
Sé que nadie me lo robaría pero igual lo cierro cuidadosamente con candado porque tengo miedo que en 10 años ese carry on en el baúl de mi auto se extienda al asiento del copiloto, a mi cuarto o a mi cocina. Tengo miedo de olvidarme de cerrar esa valijita y, sin darme cuenta, Irene se haya expandido a mi vida. Me da miedo que su presencia no se limite a miércoles y domingos a la mañana y encontrarme siendo ella un martes al mediodía frente a una pila de platos sucios o experimentar la soledad un viernes a la noche. Tengo miedo de convertirme en Irene.
Más que miedo, lo que siento es angustia. Angustia porque creo que, muy en el fondo y genuinamente, soy ella. Y de a ratitos juego a ser yo.