martes, 6 de noviembre de 2018

Acarreando a Irene

Tengo un carry on con las cosas de Irene. Lo llevo siempre en el baúl de mi auto y la mayoría del tiempo me olvido que está ahí. Los miércoles a la noche y algunos domingos al mediodía, Irene me deja abrirlo y jugar a ser ella por un rato. Literalmente, me presta sus zapatos para que se los camine. Uso su vestido, me peleo con su marido, ordeno las cosas de su hijo y, por un pequeño rato, chancleteo sus pantuflas. 

Me cae bien Irene pero me da pena. Me parece que no es feliz, que no está conforme. Tengo la sensación de que se acostumbró a que algo no funcione y ya no es más consciente de ese ruidito interno que te avisa que cambies algo. Pobre Irene. Naturalizó que la maltraten, se enajenó. Perdió su identidad. Yo se la busco, le presto carácter y gesticulaciones pero su modus operandi gana todas las pulseadas: sumisa vuelve a ordenar en silencio. Y cuando soy ella, soy yo quien sumisa vuelve a ordenar en silencio el desorden ajeno. 

Cuando uso sus cosas me doy cuenta cuánto más cómoda me queda mi ropa. Me gusta abrir su carry on porque significa que puedo quererla hasta cansarme, guardar todo devuelta donde corresponde y distanciarme de ella con un cierre y un candado azul que estaba en casa.

Sé que nadie me lo robaría pero igual lo cierro cuidadosamente con candado porque tengo miedo que en 10 años ese carry on en el baúl de mi auto se extienda al asiento del copiloto, a mi cuarto o a mi cocina. Tengo miedo de olvidarme de cerrar esa valijita y, sin darme cuenta, Irene se haya expandido a mi vida. Me da miedo que su presencia no se limite a miércoles y domingos a la mañana y encontrarme siendo ella un martes al mediodía frente a una pila de platos sucios o experimentar la soledad un viernes a la noche. Tengo miedo de convertirme en Irene. 

Más que miedo, lo que siento es angustia. Angustia porque creo que, muy en el fondo y genuinamente, soy ella. Y de a ratitos juego a ser yo.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Dos perros por un hueso

“Donde pongo el ojo pongo la bala” piensan algunos confiados. Frente en alto, sonrisa matadora con un tinte de picardía y están listos para cualquier desafío.

Chamuyos, roces, secretos, redes.
Susurros explícitos y silencios tentadores.

Se repiten las historias. Cambia la persona, el boliche, las palabras; pero en el fondo la cuestión es constante. Hay alguien con un perfume especial que emana un magnetismo incontrolable. Basta con que alguien lo registre para que empiece la cacería. Tiro va, tiro viene. Entran balas de todos lados. Si la suerte está de tu lado, son solo dos perros por un hueso. En la mayoría de los casos la competencia es mayor y llega un punto que el todos contra todos se descontrola y no sabés para qué equipo jugás.
Ya me cansé de cazar. Estoy harta de ser parte de esa jauría que persigue lo mismo con un afán desesperado y vacío. Me gustaría ser lo suficientemente valiente para sacarme el chaleco anti balas y ver qué pasa si dejo que entre lo que siempre estuve evadiendo. Guardar la metralleta que siempre usé para evitarme la decepción de que si alguien no quería jugar mi juego, habían semillas plantadas en otros lados. Pero el que mucho abarca poco aprieta dicen las malas lenguas y tienen razón. Ya no quiero ser más parte de esta guerra. Me rindo. Es una búsqueda del tesoro en la que nadie busca ganar nada en serio y todos perdemos el tiempo.

Dos perros peleándose por el mismo hueso, mordisquéandolo hasta darse cuenta que no tiene gusto a nada, hasta que ese sinsabor se vuelva aburrido y a buscar otro juguetito a estrenar.

No quiero jugar más.