Mis viejos se despertaban tarde los domingos, así funcionaba la dinámica del fin de semana en casa. Había un acuerdo tácito de que ese último día de la semana comíamos un desayuno muy tardío, un almuerzo de sobras, un té tempranero y una cena inexistente todo mezclado en una misma sentada a la mesa a eso de las dos del mediodía. Era comer o comer, llenate porque se cierra la cocina hasta el lunes a la mañana.
Los domingos eran así y yo estaba encariñada con esa rutina sin corridas. Pero había una excepción que ameritaba ponernos la alarma a eso de las 11 de la mañana y sacarnos del amado pijama, uniforme para ciertos días de pachorra. Esa alteración al fluir dominguero sucedía cuando éramos invitados a algún asado familiar en la quinta de la familia de mi viejo en Bellavista.
Comía rápido porque quería mi postre: jugar a las escondidas con todo el primaje mientras los adultos charlaban en la sobremesa con palabras que no entendíamos. Era mi juego preferido, nunca me encontraban.
Más que la satisfacción de ganar, lo que más disfrutaba era la adrenalina de que tal vez me encuentren y de escuchar a lo lejos un "pica Juancho" o los pasos acelerados de alguien disparando a la pared bordó gastada que oficiaba de paraíso donde automáticamente se me iban las ganas de hacer pis porque ya estaba en casa, ya estaba a salvo. Me consagré licenciada en el juego porque, de todos los jugadores oficiales, fui la única cuyo recoveco secreto nunca se reveló.
No sé en qué día mis primos se convirtieron en adultos con trabajos estables ni en qué momento exacto pasaron a opinar en esas conversaciones con palabras extrañas que desconocíamos; pero hubo un domingo sin fecha en el que todos participamos de la sobremesa. Tomamos café sentados. Nadie jugó.
Pasaron dos mundiales desde que mis tíos vendieron esa quinta con olor a asado familiar. Se terminaron los domingos en Bellavista y me regalaron el invicto eterno: no hubo más reclamo de revancha. Lo miro con nostalgia y me doy cuenta que me merecía esa máxima, ese reconocimiento que en realidad no le importaba a nadie pero que a mí me importaba millones. Sabía que los deportes no eran lo mío, que no clasificaba ni para ser de las pataduras del fútbol mixto, que ni siquiera daba una buena competencia cuando jugábamos al goofy en la pileta, que no iba a tener otra posibilidad de laureles porque siempre había un primo más grande que lo hacía mejor; por lo que me esmeré mucho en saberme experta en las escondidas.
De hecho, me escondí tan bien que todavía no puedo encontrarme. Sigo invicta. ¿Pica?