Cuando mi viejo no estaba de viaje, mi casa era una fiesta. Con Mateo teníamos un instinto casi perruno para percibir cuando estaba por llegar del laburo y empezábamos a correr en círculos alrededor de la puerta principal. Se escuchaba el llavero del otro lado de la madera que retrasaba el reencuentro y desplegabámos todo lo que teníamos para mostrarle. Papá mirá acá, escuchá este ruido que aprendí a hacer, hoy en el colegio me saque un 10, ya estoy bañada como dijo mamá, mirá me re sale la vertical, papá no sabés Mateo aprendió a multiplicar, hoy fui a lo de una amiga a jugar, mirá pá ya me crecieron un montón las paletas. Después, entre hermanos compartíamos un cuchicheo cómplice para ver quién hacía el pedido que fundamentaba tanta alegría, quién iba a ser el encargado de convencerlo, quién iba a obtener ese sí para irnos a dormir más felices de lo normal. Tácitamente accedíamos a decirlo juntos, pero en lo concreto debo confesar que mi ansiedad arruinaba la armonía de pronunciar la pregunta al mismo tiempo porque siempre me adelantaba; las palabras se me salían de la boca, me pisaban los talones, rebotaban acompañando el torbellino de endorfinas que me inyectaba la situación.
—Pá, ¿nos querés contar un cuento de Paco y Toto hoy?
Y obvio que después rellenábamos el pedido con porfas, plichu plichu y caritas de ángel que nos salían bastante mal. Eventualmente el hombre terminaba cediendo a nuestros deseos porque si teníamos claro algo era que íbamos a aprovechar a papá las noches que esté en casa y no nos dábamos por vencidos.
Paco y Toto eran dos personajes inventados, protagonistas de todas las historias que nos relataba el viejo. Nos daba a elegir entre distintos títulos que se le ocurrían en el momento y a partir de ahí, estos dos muchachos tenían vida propia en nuestra mente. “Paco y Toto van al parque de diversiones”, “Paco y Toto viajan a la Costa”, “Paco y Toto intentan cocinar un omelette”. Paco y Toto crecían y conocían el mundo unos pasos adelantados a mí, me allanaban el terreno. Se mandaban todas las cagadas posibles y me mostraban cómo arreglarlas. Esa dupla era, para mí, una especie de primos más grandes que me tiraban la posta de lo que no había que hacer o de cómo zafar de situaciones cotidianamente complicadas.
Los cuentos tenían una constante: cuando Paco le preguntaba a Toto qué le parecía, si les convenía meter primera con la idea de turno (casi siempre condenada a que les salga mal), Toto le respondía “y daaaaaale”. Y eso nos contestaba papá después de tanta insistencia. Y daaale, así, medio cantado.
Escuché muchos episodios de Paco y Toto a lo largo de mi infancia pero me faltó un último capítulo. El viejo nunca nos contó el que se llama “Paco y Toto crecen”. En mi mente siguen siendo torpes adolescentes que están descubriendo el mundo y me da miedo pensar que, de repente, soy más grande que ellos. En algún punto, dejamos de insistirle a papá para que nos siga contando sus historias. Nos quedaron chicas, esos cuentos eran para bebés. Sus vidas quedaron suspendidas, hasta diría que olvidadas. Crecimos y Paco y Toto se convirtieron en una anécdota oxidada, una foto en blanco y negro archivada en un cajón.
Me gustaría ser Paco y preguntarle a Toto si está para que dejemos de crecer por un rato, que me mire de reojo levantando un poco las manos y que diga lo suyo. Tengo muchas ganas de escuchar ese “y daaale” cantado. Qué lástima que a los grandes no les cuenten historias antes de irse a dormir.
martes, 30 de julio de 2019
miércoles, 10 de julio de 2019
Sonaban los decadentes
Mateo miraba atento por la ventana y leía con una dicción casi perfecta los carteles que decían cuántos kilómetros faltaban hasta llegar a Buenos Aires. Para mí era lo mismo que nada, solo quería saber cuántos minutos faltaban para llegar o, en su defecto, cuántos cds de la colección de papá iban a sonar hasta llegar a destino.
Casi todas las veces que nos subíamos a la Blazer del viejo para hacer los 1200 km de San Juan hasta la casa de los abuelos era o porque habían empezado las vacaciones, porque nos tocaba ir a visitar o por razones que no comprendía o elegían no contarme. Sea el motivo que fuere, teníamos una rutina que se repetía religiosamente: a eso de las 4 de la mañana, mamá y papá se despertaban para cargar la camioneta; al ratito nos despertaban, nos abrigaban mucho y, sin despabilarnos, nos alzaban y nos ponían en la parte de atrás del auto. La indicación de los viejos en ese momento era que sigamos durmiendo lo más que podamos y con Mateo teníamos la habilidad de convertirnos en un nudo, en dos cuerpitos hermanados que se servían de colchón mutuamente. Nos despertábamos cuando ya era de día y yo preguntaba cuánto faltaba para llegar, a lo que mamá me respondía poéticamente que estábamos haciendo el camino inverso al que hacía el sol: que cuando el sol llegue a San Juan y se esconda en nuestras montañas, nosotros íbamos a llegar a lo de los abuelos. Papá, en cambio, me respondía que faltaban más o menos 850 km por lo que claramente me quedaba con la contestación de la vieja y prestaba una atención muy cuidada a los pasitos que daba mi amigo amarillo. Eventualmente frenábamos a comer en alguna parrilla de mala muerte en medio de la ruta y yo sabía que podía pedirme un flan mixto de postre porque esos boliches por definición hacen los flanes con dulce de leche y crema más ricos de Argentina.
Retomábamos la ruta y ese era el momento en que Mateo entusiasmado nos mostraba lo bien que le salía leer carteles que pasaban a 120 km por hora. Al ratito, mamá nos repetía que intentemos dormir, entonces volvíamos a enlazarnos y a los pocos segundos ya lo escuchaba suspirar profundo. Qué fácil le salía conciliar el sueño. Yo ya no podía dormirme pero tampoco podía moverme: entonces contra todo pronóstico de los que me conocen y saben que soy un alma inquieta, permanecía inmóvil para que mi hermano grande no se despertara y pueda dormir. Sentía que crecía un poco al tener ese gesto, que maduraba de a puchitos. Para entonces, esa era la demostración más grande de amor que podía hacer. Ser su almohada era un privilegio, un honor. Era ser parte del mundo de los grandes que se ocupan de cuidar desinteresadamente a otros aunque les quede incómodo. No podía pedir más. Y, mientras pensaban que estaba dormida, espiaba a los viejos en su dinámica, me fascinaba verlos complementarse en la ruta: papá manejaba todo el trayecto pero mamá nunca se dormía, le cebaba mates, oficiaba de dj, abría el paquete de Lays en el momento justo y un segundo antes de que él lo pida, ya le estaba pasando la botella de agua que tenía al costado de la puerta.
Una vez los caché cantándose una de Los Auténticos que decía a mí me volvió loco tu forma de ser y desde ahí, por mucho tiempo, cada vez que escuché ese tema imaginé a los viejos en una especie de videoclip, actuando la historia de la canción. Arrancaba bastante visual diciendo que ella entró al bar del brazo de un amigo, pero después la película mental entraba en cortocircuito porque al Cucho Parisi se le ocurría cantar “me tiraste el pingüino, me tiraste el sifón y estallaron los vidrios de mi corazón” y la literalidad que venía dirigiendo la pieza audiovisual metía un pingüino en medio del bar y chau al verosímil; la ilusión de mis papás jóvenes se tornaba onírica, surreal; se suspendía la magia de creer que los hechos se habían dado así de verdad.
Podían estar en silencio largo rato o podían hablar horas. Me gustaba pescar fragmentos de conversaciones y tratar de entender de qué hablaban porque muchas veces, en ese ir y venir de palabras, estaba la pista de porqué estábamos yendo a Buenos Aires esa vez. No siempre me gustaba la información pero prefería el pinchazo de realidad a escondidas y pícaro que la incertidumbre que le correspondía a un niño. Una vez pesqué que era porque mamá tenía cáncer. Hablaron mucho de esa palabra pero yo no sabía qué era y no entendí. Pensé que era un trabajo que no le gustaba. No podía preguntar porque supuestamente estaba dormida: me quedé con la intriga hasta que un par de años después, cuando ya estaba curada, vi una película de alguien que moría de un cáncer de sangre y tuve una pequeña epifanía. Qué bueno que no pregunté en el momento porque creo que no hubiese podido lidiar con el miedo de que a la vieja le pase lo que le pasó al de la película. Otra vez los escuché hablar de que noséquién le metía los cuernos a la mujer y, en mi literalidad infantil e inocente, trataba de entender qué podía significar eso. Lejos estaba de la triste, agria, realidad.
Hubo un viaje que mamá tenía a Clara en la panza pero todavía no tenía nombre. Estaban analizando opciones: Olivia, Sol, Clara o Rocío. Papá le decía que también había que pensar de pibe y mamá insistía que estaba segura que era nena. Yo escuchaba eso y me quería morir: quería ser la princesa de la familia, la reina de la casa, la dueña de todo lo rosa. Quería que piensen nombres de varón también. Ese día rompí mi silencio, confesé que nunca me había dormido, que fui testigo atenta de toda la conversación. Les pedí, por favor, que también consideren el nombre Félix porque a mi me gustaba (y porque creía que así iban a haber más chances de que no me roben el trono). Mamá le sacó gravedad al asunto, que si era nena iba a tener una aliada para jugar siempre, que iba a tener con quien compartir todas las historias de princesas y castillos que tanto me gustaba contar y me amigué con la idea.
En otro viaje me acuerdo también que los escuché mencionar a un abogado. Y un divorcio. Fue el último compartido. Nos quedamos en Buenos Aires; papá volvió manejando solo. Sonaban los Decadentes.
Una vez los caché cantándose una de Los Auténticos que decía a mí me volvió loco tu forma de ser y desde ahí, por mucho tiempo, cada vez que escuché ese tema imaginé a los viejos en una especie de videoclip, actuando la historia de la canción. Arrancaba bastante visual diciendo que ella entró al bar del brazo de un amigo, pero después la película mental entraba en cortocircuito porque al Cucho Parisi se le ocurría cantar “me tiraste el pingüino, me tiraste el sifón y estallaron los vidrios de mi corazón” y la literalidad que venía dirigiendo la pieza audiovisual metía un pingüino en medio del bar y chau al verosímil; la ilusión de mis papás jóvenes se tornaba onírica, surreal; se suspendía la magia de creer que los hechos se habían dado así de verdad.
Podían estar en silencio largo rato o podían hablar horas. Me gustaba pescar fragmentos de conversaciones y tratar de entender de qué hablaban porque muchas veces, en ese ir y venir de palabras, estaba la pista de porqué estábamos yendo a Buenos Aires esa vez. No siempre me gustaba la información pero prefería el pinchazo de realidad a escondidas y pícaro que la incertidumbre que le correspondía a un niño. Una vez pesqué que era porque mamá tenía cáncer. Hablaron mucho de esa palabra pero yo no sabía qué era y no entendí. Pensé que era un trabajo que no le gustaba. No podía preguntar porque supuestamente estaba dormida: me quedé con la intriga hasta que un par de años después, cuando ya estaba curada, vi una película de alguien que moría de un cáncer de sangre y tuve una pequeña epifanía. Qué bueno que no pregunté en el momento porque creo que no hubiese podido lidiar con el miedo de que a la vieja le pase lo que le pasó al de la película. Otra vez los escuché hablar de que noséquién le metía los cuernos a la mujer y, en mi literalidad infantil e inocente, trataba de entender qué podía significar eso. Lejos estaba de la triste, agria, realidad.
Hubo un viaje que mamá tenía a Clara en la panza pero todavía no tenía nombre. Estaban analizando opciones: Olivia, Sol, Clara o Rocío. Papá le decía que también había que pensar de pibe y mamá insistía que estaba segura que era nena. Yo escuchaba eso y me quería morir: quería ser la princesa de la familia, la reina de la casa, la dueña de todo lo rosa. Quería que piensen nombres de varón también. Ese día rompí mi silencio, confesé que nunca me había dormido, que fui testigo atenta de toda la conversación. Les pedí, por favor, que también consideren el nombre Félix porque a mi me gustaba (y porque creía que así iban a haber más chances de que no me roben el trono). Mamá le sacó gravedad al asunto, que si era nena iba a tener una aliada para jugar siempre, que iba a tener con quien compartir todas las historias de princesas y castillos que tanto me gustaba contar y me amigué con la idea.
En otro viaje me acuerdo también que los escuché mencionar a un abogado. Y un divorcio. Fue el último compartido. Nos quedamos en Buenos Aires; papá volvió manejando solo. Sonaban los Decadentes.
jueves, 4 de julio de 2019
Arena
El dulce de leche tenía sabor a arena pero no nos importaba. Lo habíamos llevado a la playa a la mañana y, para el momento que el sol, ya cansado, teñía todo de dorado, estábamos en el auto dejando ese paréntesis en el espejo retrovisor. Tenía gustito a arena y lo cuchareamos sin vergüenza porque sabía a un recuerdo que no queríamos que se nos escape. Lo comimos mientras jugábamos al de encontrar palabras en orden alfabético en los carteles de la ruta. Obvio que ganó el Chino. Devuelta. Los de atrás estábamos convencidos de que su lugar de copiloto le daba ventaja. Yo me sumé a defendernos, a argumentar que era un afano y no dije lo que verdaderamente pensaba: que la posta era que el Chino era muy bueno y yo adelante también me hubiese estancado en la ele, dejando pasar cuatro carteles de La Pataia sin registrarlos. Qué sé yo. Más fácil decir que atrás no se ve nada y negar mi miopía.
El viaje en auto fue eterno pero no me di cuenta. Estábamos divertidos. Me dejaron en la puerta de casa y me bajé hecha un equeco: bolso sin cerrar, matera, libro, cartera rebalsada de cosas, auriculares colgando, celular en el bolsillo de atrás del short. Maniobré un pseudo chau con la mano izquierda, así como pude, y los vi subir la ventana a medida que avanzaban. Andá a saber dónde había dejado las llaves de casa. Estaba en pleno momento de organización para encontrarlas cuando escuché que me gritaban desde el Gol Country. No se escuchaba muy bien pero decían algo así como que me quede el dulce de leche, que ellos no lo querían y le quedaba más de la mitad como para tirarlo. Me acerqué al auto pausado con balizas en la vereda y me lo pasaron. Estaba todo pegoteado. Esta vez tenía solo el frasco en la mano así que pude saludarnos con un poco más de entusiasmo y ahí sí que nos dijimos chau por unos días.
Volví en vano a mi búsqueda un poco frenética de las llaves. No estaban por ningún lado.
Me senté al pie de la puerta a esperar que llegue alguno de mis hermanos a salvarme. Miré de reojo el dulce de leche y la cuchara. Imposible negarme.
Tenía sabor a arena y no me importó. Qué ricos son los recuerdos.
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