Charlamos largo y tendido. Ese fue el día que me contaste lo de tu vieja. Obvio que yo ya lo sabía, me había enterado porque una amiga es amiga de tu hermano. Nunca creí que me iba a dar tanta impotencia ver a alguien llorar. Mirá que te abracé con todas mis fuerzas, todas, pero en el momento fui muy consciente de que no había gesto suficiente que pudiera llegar a suspender tu dolor aunque sea por un instante.
Ya te quería pero en ese momento te quise más. Te quise bien, te quise sincera, te quise como nunca había querido a alguien. Te pregunté si todos los días pensás en ella y asentiste con la cabeza. Te pregunté si la extrañás. Ajam. Te pregunté si estás bien. Me agarraste la mano y entrelazamos los dedos.
—Si algún día me ves de mal humor dame un abrazo— dijiste bajito y con los ojos cristalizados mirándome con timidez.
Te paraste y me ofreciste la mano para que me levante yo también. Caminaste un par de cuadras a la izquierda y yo te seguí sin cuestionarme. Pizarro y Albarellos, dijiste mientras señalabas el cartel de las calles, guiñaste un ojo y me abriste la puerta. Sos chamuyero hasta cuando estás triste.
A la vuelta cambiaste de tema, estabas verborrágico. Que el partido de River, que la nueva de Woody Allen, que un libro de Sacheri. Nunca te escuché hablar tanto y tan atolondrado. Veníamos con la onda verde hasta que nos topamos con un semáforo en rojo. Te quedaste en silencio y te largaste a llorar. Estacionaste y me pediste que te acompañe a caminar unas cuadras porque necesitabas despejar un poco más. Asentí y nos bajamos del auto. Empecé a seguirte y de repente volví sobre mis pasos. Te diste vuelta y me viste concentrada con el celular. Te acercaste y miraste sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo. Tenía la aplicación Notas abierta y estaba anotando que estacionamos en Blanco Encalada y Vidal. Me diste un abrazo de atrás, me llenaste de tu perfume y me susurraste que no hacía falta, que te gustó perderte.
—A veces perderse sirve para encontrar otras cosas— retrucaste mientras me abrazabas más fuerte. Reitero lo de chamuyero. Me pareció que la mejor respuesta posible era quedarme en silencio, encastrándome en tus brazos.
Caminamos sobre Vidal sin rumbo específico porque la noche estaba fresquita y lo ameritaba. Era un jueves de septiembre en Buenos Aires pero parecía cualquier día de enero en una ciudad costera con gusto a vacaciones. Me estabas contando la anécdota de la última navidad de tu vieja en la que se disfrazó de Papá Noel porque ninguno de tus familiares varones había querido ponerse el disfraz y te interrumpiste.
—Che, negri...—miraste tus Converse desgastadas, suspiraste hondo y te diste impulso para terminar la frase que habías empezado. Me confesaste como con culpa que siempre supiste que habíamos estacionado en Pizarro y Albarellos. Me diste ternura, pensaste que yo no lo sabía. Me hice la sorprendida y seguimos caminando un rato más.
Siempre tuviste buen sentido de la ubicación. En ese momento, por ejemplo, estábamos dónde teníamos que estar.
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