lunes, 27 de enero de 2020

Mi gigante

"Si me domesticas, tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo...", Saint-Exupery

En la esquina de casa hay una placita. Una de esas con juegos para chicos. Tiene varias instalaciones de madera y hierro oxidado, llenas de polvo y con poca vida; pero también tiene unas hamacas que se hacen nuevas cada vez que alguien las usa. Son el Disney de mi cuadra. Hay unos hermanitos que están abonados, son los reyes de los columpios. Me podría llegar a preocupar mucho si algún día vuelvo a casa a eso de las 7 de la tarde y no lo veo a él, a ese pequeño señorcito, empujándola a ella, una rubiecita medio redonda con su canastita de rulos de tirabuzón rubios bamboléandose de acá para allá. Ellos nunca me ven, en su mundo de fantasía no existen los grandes que vuelven de trabajar en auto. No me registran pero a mí me hace bien que ellos existan. Me gusta creer que son una versión más blonda de lo que fuimos nosotros alguna vez, Mateo.

No sé en qué momento nos pasamos de bando y nos convertimos en esos "grandes" que ya no tienen tiempo para jugar. Que tienen trabajos, rutinas. Que usan palabras serias y se cocinan solos. Ya sé que tu memoria no es muy privilegiada, pero no me digas que no te acordás de que la mitad de nuestra infancia nos la pasamos hamacándonos juntos. Bueno, está bien, confieso: vos me hamacabas a mí. No sé si alguna vez te dije gracias por eso, creo que lo daba por sentado. Mi hermano grande me cuidaba, me salvaba, me hamacaba. Lógico. Esa era nuestra dinámica, vos eras mi gigante y yo, la más suertuda de todas. ¿Vale decir gracias ahora?

Jugábamos a que yo me hacía la que no sabía nadar en la pileta de casa y vos eras mi guardavidas que venía al rescate, no nos cansábamos de ese sketch. Me acuerdo que un verano, estábamos en pleno acting y antes de tirarme a la pileta sin querer pisé una abeja y me alzaste a upa y me llevaste corriendo con cuidado al sillón para asistir todo mi show de drama queen. Ahí no estábamos jugando, me cuidabas en nuestras ficciones y en la realidad también. Claro, desde que naciste me tenés paciencia. Tengo el recuerdo de que por una época bastante larga, en la que compartíamos cuarto y yo no sabía leer (o tal vez me daba fiaca, no me retes) vos me leías en voz alta el libro de turno que concentraba tu atención porque yo quería ser parte de ese mundo que tanto te interesaba, por más de que no entendiera la mitad de las palabras. Y me acuerdo que cuando estaba por empezar primaria lo que más más quería era tener una mochila con rueditas como vos, aunque me doblara en tamaño. Ese primer día de clases vos llevaste la tuya con la izquierda y la mía con la derecha porque a mí me pesaba mucho y no la podía maniobrar. Caminaba atrás tuyo, con pasitos llenos de vértigo y adrenalina, pero tranquila porque sabía que ibas a estar ahí, unas clases cerca mío. Cuando termine el día vos me ibas a ayudar a llevar esa mochila que me quedaba grande y eso era todo lo que necesitaba saber.

Hoy hay muchas cosas que me siguen quedando grandes y hace un rato ya que no jugamos al guardavidas en la pileta. Un poco que lo extraño, un poco que nos extraño. Pero a vos nada te queda grande, Mateo. Naciste gigante. Creo que te pasaste una gran parte de tu vida cuidando que yo no me tropiece, empujándome el columpio para que vuele más alto. Me animaste todos los cumpleañitos. Me parece justo que ahora te toque divertirte a vos. Que encuentres tu juego, que saltes, que vueles cada vez más libre. Que seas chiquito. Suerte en este viaje, prometeme que vas a usar toda tu energía en hamacarte a vos y solo a vos. Y no te preocupes, que si te extraño, tengo dos amiguitos en la plaza de la esquina de casa para ir a jugar.

jueves, 9 de enero de 2020

Trato hecho

Las sábanas estaban frías. O por lo menos esa fue la excusa de Oli para pegarse más a Marcos. En cierto modo estaban rompiendo el pacto implícito que habían sellado hace unos meses cuando empezó todo. Nada de encariñarse, ni de golosinadas. Y ahí estaban, cuchareando clandestinamente, valiéndose de excusas invisibles para negociar con lo prohibido. 

Un pájaro se chocó contra la ventana y el ruido despertó a Marcos. Le gustó verla descansando en él. La abrazó un poco más fuerte y se esforzó por volver a dormirse a pesar de no tener sueño para congelar el momento. Así tiraron hasta las 2 del mediodía, más o menos, cuando las responsabilidades típicas de un domingo empezaron a manifestarse en WhatsApps del chat familiar con una selfie (de esas que saca la vieja de Oli, con la papada en primer plano) en un asado en lo de sus primos y el grupo de los pibes, los amigos de Marcos, preguntándole a dónde había desaparecido después del boliche. 

Costó unos minutos pero Oli decidió activar.

Cuando se vio en el espejo se encontró con el flequillo despeinado, el rimmel corrido y los cachetes más inflados que de costumbre, ¿por qué nadie le avisó que tenía esa cara de matada?
Marcos la vio de espaldas sacándose la remera que le robó para usar de pijama y tuvo un mini instante epifánico en que se dio cuenta que le gustaba. La puta madre. Ella se lavó la cara y rogó no cruzarse con nadie de camino a su auto. Se saludaron con un beso en el cachete y Oli se fue rajando. Es gracioso porque de noche actúan cómo si se conocieran de toda la vida pero de día se intimidan, no pueden mantener una conversación en plena luz solar. Tienen el manual para los encuentros a oscuras y lo vienen perfeccionando desde agosto. Pero hay lagunas en el contrato y se empiezan a notar. Se habían prometido diversión sin rótulos, lejos de las etiquetas y del qué dirán. Negociaron y Oli cedió dejar la cabeza en otro lado; le venía saliendo muy bien. 

Marcos salió de bañarse y se decidió a mandarle un mensaje. Sin mucho preámbulo, sin anestecia, él nunca fue muy ducho para las palabras. Lo suyo fue más bien un che te quiero a cara de perro. Flechita verde. Doble tic. Visto azul. Yo también. Cagamos. Que alguien llame a los abogados.