—¿Ubicás el partido que te digo? —me preguntó entre pitada y pitada.
—Más vale, 9 de diciembre. River-Boca —tomé un traguito más de birra—. Seguí.
Se quedó mirándome fijo, como si de repente le hubiese hablado en arameo. Me miraba con los ojos abiertos, parpadeando lo justo y necesario. Siguió con su cuento. Al principio iba tanteando sus palabras como en puntitas de pie, a ver si lo seguía. Cuando se dio cuenta de que yo parlaba el ABC del fútbol, empezó a entregarse a la historia mucho más.
Él no estaba al tanto de que tengo un máster en acumulación de datos inútiles, imposibles de colar en conversaciones. No elijo acordarme, la información decide quedarse arbitrariamente y no borrarse nunca más de mi memoria. Digo arbitrariamente porque me encantaría poder elegir qué retener; pero lamentablemente no es el caso. De hecho, me suelo olvidar de lo importante -lo importante para mí. Los criterios de relevancia de mi cabeza no son de fiar.
Sé sin titubear los primeros quince dígitos del número Pi, el paso a paso detallado de cómo es el proceso de exportación del petróleo, cuándo se festeja la independencia en Argelia y todas las teorías conspiranóicas sobre la muerte de Lady Di detalladas. Son datos que quedan, que juntan polvo en algún cajón mental. Nunca les encontré vida útil, no voy por la vida contándole a la gente las capitales de África. Toda esa información convive en mi cabeza en una colección aleatoria y silenciosa.
Mientras me prendía otro pucho, por adentro me iba acordando. Armani, Montiel, Maidana, Pinola, Casco, Palacios, Ponzio, Pérez, Fernández, Martínez, Pratto. Sí, no podía explicar cómo pero me sabía la formación de los millonarios de ese 9 de diciembre. Él me seguía contando detalles del partido y, mientras gesticulaba, me miraba embelesado. No sé si me miraba a mí o si es que, en realidad, estaba viendo más allá; como si en su mente solo existiese esa cancha y pudiese repetir cada jugada en HD. Sí, Armani, Montiel, Maidana, Pinola, Casco, Palacios, Ponzio, Pérez, Fernández, Martínez, Pratto. Me los sabía. Podía ver muy claro los apellidos en un dibujo de una canchita que vi varios días seguidos en el noticiero.
Creo que en algún momento le tenía que aclarar que en realidad no me importa mucho el fútbol; pero había algo de esa final que me atrajo allá por 2018. En el momento fue imposible de ignorar. Digo “allá por” como si en estos dos años hubiese pasado una vida entera porque según mi concepción del tiempo así fue. Mi agenda de ese fin de año tuvo que bailar alrededor de los cambios de fecha constantes y esa final me terminó importando. Supongo que me atrajo eso: cómo todo un país tuvo que reacomodarse varios fines de semana seguidos. Me acuerdo que se reprogramaba cuándo rendir los finales, rodajes de cortos, festejos de cumpleaños y hasta casamientos. Será que lo consideré cultura general, no sé.
Él hizo una pausa en su verborragia y me preguntó si me estaba aburriendo. Negué con la cabeza y sonreí:
—¿Vas a contarme todo menos el último gol del Pity? ¿En serio?
Lo volví a sentir como descolocado, mirándome cada vez más de reojo. No entiendo si era la primera vez que una mina le podía mantener una conversación sobre fútbol, si pensó que lo estaba boludeando, si nunca había conseguido a alguien que escuche su monólogo en primera persona del Bernabéu hasta el tercer gol inclusive.
Me preguntó cómo sabía eso y estaba por empezar a enredarme en una explicación de por qué sé con detalle cómo se funde el oro. No, arrancar con lo del oro no era una buena explicación. Pi, petróleo, Argelia, Lady Di, capitales africanas. Ninguna de esas me convencía. Estaba a punto de intentar responderle y limitó su pregunta a un multiple choice, demasiado reducido para mi gusto:
—¿Tenés hermanos varones o te gusta el fútbol?
Me pegó un poco en el ego.
—¿Esas son las únicas opciones?
Él seguía con su parpadeo prólijo, rítmico, lento.
Me atolondré a decir algo, lo que sea, antes de que me responda.
—Armani, Montiel, Maidana, Pinola, Casco, Palacios, Ponzio, Pérez, Fernández, Martínez, Pratto —solté de un tirón sin respirar.
Se quedó congelado, como asintiendo en una especie de cámara lenta. Creo que en su mente quedaron flotando esos 11 titulares como eco.
Siguió en silencio un poco más y se sirvió el último culito de la birra que quedaba. Me tildé mirando la Quilmes vacía. Seguimos fumando sin hablarnos por un rato. Me quise acordar del nombre del alemán que la inventó. Soy hija única y el fútbol me da lo mismo. ¿O era sueco? El de la Quilmes, digo. Me pareció un poco boluda su pregunta. No, inmigrante alemán. Bemberg, creo. ¿Le digo algo? Bemberg, sí. Otto Bemberg.
Se quedó congelado, como asintiendo en una especie de cámara lenta. Creo que en su mente quedaron flotando esos 11 titulares como eco.
Siguió en silencio un poco más y se sirvió el último culito de la birra que quedaba. Me tildé mirando la Quilmes vacía. Seguimos fumando sin hablarnos por un rato. Me quise acordar del nombre del alemán que la inventó. Soy hija única y el fútbol me da lo mismo. ¿O era sueco? El de la Quilmes, digo. Me pareció un poco boluda su pregunta. No, inmigrante alemán. Bemberg, creo. ¿Le digo algo? Bemberg, sí. Otto Bemberg.
—¿En qué te quedaste pensando? —preguntó.
Sentí que me frenaban en seco. Levanté la mirada.
—En nada.
Fui adentro a buscar la última birra y ese fue el fin del verano.