jueves, 16 de mayo de 2019

Mi mesita de colores

En la casa donde crecí había una mesita ratona de plástico. Era mía. En realidad, la compartía con mi hermano más grande pero como yo pasaba más tiempo ahí, habíamos arreglado que podíamos decir que esa era mía y el sillón del living era de él. No había tal necesidad de dividir las propiedades pero se sentía bien la pertenencia, el deberse a algo, tener una conexión distinta y especial. Esa mesa era mía y yo la cuidaba y la quería y me instalaba feliz todas las tardes. Estaba puesta en una esquina de la galería, cerca de la pileta. El mejor momento era cuando atardecía y la luz del sol se colaba de coté medio amarillenta: eso significaba que en un ratito iba a aparecer mi vieja con un licuado de banana y leche en un vasito azul de plástico diciéndome que entre, que iba a empezar Art Attack. Al principio me jodía tener que suspender la obra de arte de turno que estaba haciendo o dejar de organizar el show de canto, baile y más canto que iba a hacerles a los pobres mortales que vivían en casa; pero una vez que entendí que si los rayitos de sol atravesaban las ramas del árbol de ciruelas ya era hora de ir cerrando ideas y guardando todo en la cartuchera, podía esperar lista cual sargento al llamado de ir adentro y llegar puntual a la cita que tenía con Rui Torres y sus manualidades.

6 años después ya no usaba esa mesita. Mi cuerpo torpe y adolescente no entraba ni me interesaba tampoco. Estaba en Secundaria, muy ocupada en ver cómo acortarme la pollera cuadrillé, hacerme licenciada en la banda de rock que el pibito que me gustaba era fan y en pensar distintas maneras de gritarle al mundo que había crecido. La usaba mi hermana que sí tenía edad, que era chiquita. La pendeja la amaba. Creo que hasta más que yo. Tenía su propia rutina, sus códigos, sus señales para saber que se terminaba el momento de crear y había que guardar la plastilina. Era suya. Ni siquiera tenía que ganársela a otro hermano de la edad porque era la última de la familia. No sufrió el derecho de piso, no, ella nació y esa mesita ya tenía su nombre. La esperaba para que alguien le siga dando vida.


Hace unos meses mi vieja la donó sin previo aviso. Mi hermana, con las uñas pintadas de negro y rimmel en las pestañas, hizo un escándalo porque le sacaron "su" mesita sin preguntarle. Se acordó de que toda su infancia la vivió apoyada en ese plástico grueso y amarillo. Lloró un poquito y todos le preguntamos cómo estaba. Se quería hacer la adolescente rebelde pero seguía siendo una beba que quería garabatear sin responsabilidades.

Obvio que no lloré. La mesa era de ella. No daba que aparezca yo con el duelo que no hice cuando, en mi rol de hermana mayor, se la cedí en silencio. El escándalo legítimo que tenía permitido había vencido hace varios veranos. "Donaron la mesa de Clara", era claro el mensaje.

Otro pequeño humano la estará usando en este momento, quién sabe. Ojalá sepa que tiene su cuerpito talle 4 apoyado en un lugar sagrado. Ojalá la haga propia. Y ojalá me cuente dónde la encontró, porque yo también estoy buscando una de esas.


Hace más de 9 años que vendieron mi casa de la infancia, creo que Rui Torres está muerto, no es época de ciruelas y la mesita, me doy cuenta ahora, nunca fue mía. Me queda el recuerdo de las ganas de dibujar sin que me corrijan, la imaginación para montar shows en mi mente y la valentía para inventar historias y contárselas a cualquiera que pasaba cerca mío. En algún momento fui libre y creativa y me extraño.

¿Dónde hay mesitas de mi tamaño?