Llegaste tarde. Te bajaste del 60, te acercaste caminando sin apuro y hasta frenaste para cambiar la canción que sonaba en tus auriculares. Estabas descombinado. ¿Quién se pone cuadrillé con cuadrillé? Te quedaba simpático, igual. No entiendo cómo hiciste, pero todo vos, esa esencia desprolijamente mansa, tiñió tus acciones de algo encantador. Hay que saber llevar esa vida a dos por hora y que los demás no cambien de canal.
Me dabas tanta intriga que me llegué a estresar. Y así como quien no quiere la cosa, te instalaste a una cálida distancia y se te escapó tu hoyuelo izquierdo. Esa auténtica templanza me calmó, me distrajo. Me convenciste sin siquiera intentarlo de que una tardanza no es la muerte de nadie y en silencio contabilicé la cantidad de amarguras que me podría haber ahorrado de entender esto tiempo antes. Y ahí, sin conocerme mucho, me dijiste que te hacía acordar a una canción que escribiste hace algunos otoños y que algún día me la ibas a mostrar.
Tardé un poco en sacarte la ficha pero di en la tecla: sos un constante ahora, un eterno presente que se va alargando de a poquito. A veces siento que no tenés noción del pasado y mucho menos del futuro. Que no adherís a la convención que algunos conocen como “tiempo” y simplemente te desplazás por el mundo. Paseás.
Qué distintos somos, che. No sabría cómo explicarte que soy puro pensamiento, energía, plan, estructura, control. Intensidad. No sé cómo hacer énfasis en la dicotomía que seríamos, fuimos, somos, no sé. Tampoco sé quién me mandó a interesarme en un hippie que parece no usar relojes ni calzado, pero, bueno, pasaste.
Igual así como apareciste paseando, paseando te fuiste también. Y está bien. Me regalaste un rato de acción en cámara lenta y me gustó. Así que gracias, querido hippie, tu juego me pareció divertido y ahora me dieron ganas de seguirlo en otro lado. Me toca. Ya me descalcé.
Creo que voy entendiendo cómo funciona. Es mi turno, no tengo dudas: toca moverme porque el asfalto me quema si me quedo mucho tiempo en el mismo lugar. Qué bien se siente estar descalza.
——
Siete birras
Me dijeron que arme un cuento de esto. Que le meta un nudo, algún que otro rococó. Más acción. Lo releí un par de veces e, inevitablemente, me acordé de él. No puedo escribir un cuento sin serle infiel a esa dulce nada que compartimos. Creo que ahí estaba su magia: a veces hace bien una nada cargada de sentido para desprenderse, aunque sea un rato, de todo.
Además, el hippie se adhirió a mi lógica en la que no hace falta involucrarse demasiado. En algo de eso sí coincidíamos: yo abuso de pensar en el futuro y por ende, lo evito, y él no lo registra y por ende, no existe. Estábamos condenados, entonces, a no tener más que esos instantes efímeros que tarde o temprano, iban a quedar solamente en el recuerdo. En el recuerdo y en estas líneas que a medida que las trazo se vuelven ajenas a mí.
En total, compartimos siete cervezas. Cuatro pintas tiradas y tres Quilmes de litro en un bar que le gusta a él. La primera vez que salimos hicimos un desfile por bares cerrados (porque se ve que los lunes no es día para chamuyar y él no lo sabía) hasta dar con un cuarto bolichín que nos hizo de anfitrión. No llegaba a leer el menú en la pizarra atrás de las canillas de birra artesanal y me dijo que era porque no veía nada de lejos. Le pregunté si era miope y no entendió. Puede que haya estado fumado pero prefiero el beneficio de la duda. Se olvidó los auriculares en mi auto dos veces y la billetera –por suerte– solo una vez. De hecho, lo de la billetera fue la última vez que nos vimos. Ya nos habíamos despedido y la vi reposando ahí, tranquila como su dueño, sin llamar mucho la atención. Ahora que lo pienso, si no lo hubiera alcanzado para dársela en ese instante, deberíamos haber tenido que vernos una vez más para que se la devuelva. Y lo nuestro hubiese tenido un poco menos de fugacidad, un capítulo más. Tal vez una octava birra. Pero no, no. Las tramoyas quedaron un par de personajes atrás. No me hacía falta una excusa para volvernos a ver. En realidad, no me hacía falta volverlo a ver.
Ahora entiendo por qué no puedo escribir un cuento. Con siete birras me basta.