sábado, 3 de junio de 2017

Animal de costumbres 2.0

Marcos,
Me da vergüenza la cantidad de minutos que contemplé esta hoja en blanco, analizando si escribir “querido” o no. Dudé... porque quererte te quiero, pero te quiero porque te quise. Como verás, opté por no ponerlo porque el fin de estas líneas no es ese, no sos vos. Tal vez podría haber empezado con un “querida vida: hoy tomé mate” o algo parecido. Pero, ¿por qué te hablo a vos, entonces? No creas que es una pregunta retórica. Realmente me lo cuestiono. Creo que en el fondo tiene que ver con exteriorizar y hacerlo real, palpable, compartido.

Hoy, miércoles 28 de octubre, fue un día distinto. Como vos bien te acordarás (espero), los miércoles era nuestro día, la “mateada semanal” a la cual asistíamos religiosamente desde el auge de esta amistad y durante el año y medio que estuvimos de novios. Momento sagrado de la semana para cortar la semana, parar el bochín, respirar un poco de aire fresco, estar cara a cara, adentrarme en una mirada (la tuya) y charlar de la vida. Cuanta simpleza en un encuentro que, a grandes rasgos, parecía siempre igual pero que sorprendía cada vez. Cambiábamos mate por tereré, bufanda por gorra, manta por pareo... hasta nosotros fuimos cambiando, pero la bombilla seguía intacta. Seguíamos absorviéndonos de a sorbitos a nosotros mismos y lo bueno del otro, disfrutando el gustito de estar vivos.

La primera vez que viniste a casa teníamos los dos uniforme, cada uno con su respectivo buzo de último año, tímidos de apuntar a algo que no sea el monotema del viaje o la fiesta de egresados que tanto se hablaba en esos días. Nos creíamos los más grandes del mundo, que las sabíamos todas. No nos duró mucho, ¿te acordás del golpazo de realidad que te diste cuando no pasaste tu primer parcial? Bastantes mates después ya eramos dos personas totalmente distintas. Físicamente no tanto... vos un poco más flaco, yo unos tres kilos arriba. De repente ya no estaba todo servido, nos vimos obligados a decirle chau a la zona de confort y empezamos a hacernos de abajo. Todo era nuevo, todo un comienzo. Todo menos vos. Vos y nuestro ritual de los miércoles donde el mate dejó de ser yerba con agua caliente y pasó a significar comodidad, lo conocido. La vida nos estaba cagando a golpazos que nos hacían crecer pero teníamos la certeza de que había algo que nos hacía bien, que estaba bien. Así como un nene cuando juega a la mancha corre hasta la pared y grita “casa”, nosotros nos refugiamos en nuestro espacio semanal cuando la rutina se nos hacía difícil. Hasta que un día los dos nos quedamos con sabor amargo. El mate estaba lavado, tapado, roto, tal vez. Seguimos forzando una bombilla, acomodando la yerba, calentando más el agua hasta que tuviste el coraje de decir que ya no estaba rico, que no querías tomar más. Y hoy te confieso que también lo creí así en ese momento... pero no me animé a admitirlo, y mucho menos a mí misma.

Por mucho tiempo después de las lágrimas que te dediqué ese día, no lloré. No fue porque no haya estado triste, si no por la mediocridad de no animarme a sentir. Tampoco tomé más mate. Pero ojo, como soy un animal de costumbres, los miércoles llenaba la pava eléctrica en piloto automático y a mitad de camino me acordaba que no ibas a venir y dejaba el litro de agua sin calentar. Eso las primeras tres semanas... después la pobre pava se comía alto boludeo porque la llenaba para simplemente dejarla ahí y comer un yogur Ser sentada en la mesada, mirándola de reojo. La próxima semana me animé a calentarla y osé prepararme unos mates, pero cuando lo iba a buscar, inconscientemente agarré una taza y me preparé un café con leche de esos que le hago a mi hermano.

Pero hoy, miércoles 28 de octubre, bajé a la hora de siempre, llené la pava eléctrica, cargué el termo de agua caliente y agarré el set de camino a mi jardín. Me senté en mi lugar preferido, el que está cerca de la Santa Rita que le regalamos a mi vieja en su cumpleaños, me cebé un mate y se me humedecieron los ojos. Una lágrima que se mantuvo siempre al margen pero presente se animó a cobrar protagonismo y me nubló la visión. Cebé y me tocó a mí devuelta. Esa lágrima redescubrió la geografía de mi cara deslizándose por mi perfil izquierdo... hasta perderse en uno de mis hoyuelos. Estaba sonriendo. Disfruté dejarme sentir y entendí que la felicidad pasa por serle fiel al sentimiento que nos domine en el momento. Liberé esa lágrima que me estaba pesando y volví a disfrutar de mi mate. Espero que vos lo estés disfrutando también.

María

jueves, 30 de marzo de 2017

Soñar en blanco y negro


Hola Pancho
No te conozco y vos tampoco a mí.
Te freno de antemano, no estoy loca. Estoy tan lúcida que sí, a veces, puedo parecerlo. Y esta lucidez tan loca me trae a este instante, a estas líneas.

Arranco por el principio así me entendés.
Te cuento, hago yoga con tu vieja. ¡Qué personaje Sandra! El día que fui a probar, estaba a mi derecha y me sacó charla al toque nombrando a sus hijos al pasar: Juana, de 24, y Pancho, 21. En ese momento no te registré y ella me pareció una señora divina, macanuda. Ese primer día hablamos de que estaba imposible estacionar; al próximo martes, de la indignación que le brotó cuando Trump ganó las elecciones; a la semana siguiente de que estábamos en temporada de frutillas. No sé cómo, un día me surgió comentarle que hago apoyo escolar los lunes, ahí, en el Lucero. A tu vieja se le subieron cinco revoluciones pensando que, tal vez, vos y yo nos conocíamos, porque desde hace seis meses vos estabas ayudando en el mismo lugar, pero no estaba segura de que días. ¡Pobre! ¡La decepción que se pegó cuando le dije que no te ubicaba! Hizo puchero como si fuese una chiquita en jardín de infantes y reanudamos nuestra conversación. Era octubre, me acuerdo porque empezaba a hacer calor, y le conté que estaba terminando de hacer mis trámites del curso de ingreso a la facultad. Me dijo que me re veía en Ciencias de la Educación y yo le confesé que, aunque me encantaba la carrera que había elegido, siempre me iba a quedar en el tintero estudiar Antropología. ¡Para qué...! Resulta ser que vos estudiás Antropología y, cito a tu madre: “estás como perro con dos colas”. El calendario marcó el fin del verano, de las vacaciones y retomamos la rutina.
Martes, nueve y cuarto, yoga. Aunque la clase arranque y media, nosotras vamos quince minutos antes para ponernos al día. Así fue como tu vieja, entre comentario y comentario, siguió dándote a conocer. Sé que sos de River pero no te gusta mucho el fútbol. Escuchás a Jorge Drexler con auriculares porque te da un poquito de vergüenza y, una vez, te pescó escuchando una de Shakira en su época con Antonito de la Rúa. Te gusta tanto “Los justos” de Borges que tenés el último verso escrito en tu pared (yo tengo un pedacito de una de Mairal). Tenés debilidad por Angelito, uno de los chicos de apoyo escolar, mi preferido... tu vieja lo reconoció en el fondo de mi teléfono porque vos tenés una foto muy parecida. Te da un poco de miedo Alicia en el País de las Maravillas (no te preocupes, a mí un montón). Te emocionás cuando ves una pareja de abuelos caminando de la mano. Te comés las uñas, te da erizo el volumen en número impar y, a veces, te chocás con las paredes. Hacés café rico y no comés pasta.
Y así como sé esto de vos, te doy a conocer algo mío: me gusta mucho la vida.
Y cuando uno gusta de la vida, el universo se organiza para que todo tenga sentido o eso parezca. Cuando uno gusta de la vida se ve impulsado a hacer estas “locuras”, a vivirla.

Hoy mi vieja arrancó Fotografía y me contó que en el curso hay un chico de mi edad que se llama Pancho. No mucho más. Bastó con que le hayas confesado que a veces soñás en blanco y negro. Nunca le conté a nadie que yo también aunque... eso vos ya lo sabías, ¿no?

María

miércoles, 15 de marzo de 2017

Por lo menos

Cuando mis viejos se separaron me encontré con la necesidad de escribir, ponerle palabras a mi sensación de vacío y descargar todo ese dolor. Encontraba felicidad en agarrar mi lapicera, abrir mi cuaderno y llorar en tinta; irónico, ¿no? Sin darme cuenta en esa época gesté lo que es hoy mi concepto de "felicidad": dejarse sentir, manifestar el sentimiento. Un abrazo cuando estás angustiada, una risa cuando estás de buen humor, una reflexión cuando ansiás profundizar.
Llené hojas y hojas con mis palabras adolescentes de una nena sufriendo al creer que su familia estaba rota en un escenario caótico en el cual se esperaba que actúe como adulta. Escribir me salvó creo. No se si adjudicarle todo el valor que tiene la palabra "salvar", pero que me hizo bien, me hizo bien. Me enamoré de poder trasladar a letras una al lado de la otra un pedazo de mi corazón. Dejé parte de mi alma en cada renglón que escribí. Descubrí lo que soy, me entregué al papel y me enamoré de este universo.
Pero acá es donde la vida se vuelve jodida. Porque gracias a este cable a tierra que me hizo volar sumado al paso del tiempo, empecé a gustar de la vida. Salí de mi tristeza crónica, supere la separación de los viejos, acepté y quise mi contexto. Encontré paz en un horizonte que en la primer hoja de mi cuadero ABC azul parecía no pronosticarse. ¿Y la parte que me jode de todo esto? Que dejé de tener la "necesidad" de escribir. Sí, sé que me gusta... pero no lo hago tanto. Ya no tengo que "descargar", me autoconvenzo inútilmente, reduciendo el verbo a eso. Hay una mediocridad latente de mi parte en no animarme a ahondar en lo que hoy está dentro mío.
Claro, era mucho más fácil antes. Estoy triste por "x" motivo, y tengo derecho para estarlo. Hoy, en cambio, me considero una persona feliz... ¿qué tanto puede escribir alguien feliz? ¿No era mi mayor aspiración? ¿Con qué tupé oso ponerla en duda? ¿En qué momento me convencí de que los felices no tienen "derecho" a exteriorizar lo interior? Pero si el arte es la manifestación del sentimiento, y la felicidad es puro sentimiento... entonces claramente hay algo que está fallando en mí. ¿Por qué me niego el sentimiento? ¿Qué tengo miedo de escribir?
¿Tendré miedo de empezar a descargar tanto hasta el punto de quedarme vacía? O peor, ¿miedo a darme cuenta que ya lo estoy?
A esa última pregunta la combato escribiendo estas líneas. No estoy vacía, ni hay palabras que puedan vaciarme. Me sigue faltando el trabajo de encontrarme. Pero por lo menos estoy escribiendo. 

domingo, 12 de marzo de 2017

Animal de costumbres

    Como todos los miércoles, a la hora habitual, puso agua para el mate. Colocó la yerba como él le había enseñado. Eligió la bombilla celeste porque disfrutaba que combine con los ojos de su compañero, su mejor amigo, el posible amor de su vida y se sentó donde siempre. Era su momento preferido de la semana. Una postal de felicidad. Solo necesitaba un muelle, un lago, el mate... y él. Cerró los ojos y respiró profundo. Se imaginó esa misma escena a lo largo de los años. Cambiaban los temas de conversación, pasaban las estaciones, envejecían físicamente, pero en espíritu seguían igual. Ella conocía su constante: estaba indudablemente enamorada.
     Abrió los ojos y se cebó un mate. Al terminarlo, una lágrima mojó su costado derecho. Sabía que también le tocaba el próximo.

Bello el desencuentro

    Me gusta cuando las películas no tienen final feliz. Cuando los libros te dejan con impotencia. cuando el arte hace bellos los desencuentros. Alabada sea la realidad, las mismísima vida.
    ¿Cuántas veces habré escuchado la frase "quiero una historia de amor de película" acompañada por un suspiro cargado de cansancio y esperanza?
    Pero no quiero esa clase de ficción.
    Quiero amor. Amor de ese que solo suele verse en la vida. Amor con desencuentros. Amor con finales no tan felices. Amor que duele. Que duele pero que existe.
    Y por eso me gustan esas películas, esos libros y ese arte. Porque puedo suspirar y anhelar algo no ficticio.
     31.1.17

viernes, 10 de febrero de 2017

Lo ajeno


Sumergida entre renglones y universos, un beso y una declaración la empapan de pies a cabeza. De piel a alma. Los carceleros del paraíso festejan. Sumaron otra victoria. A la nueva víctima de sus palabras le nacen de los costados alas y se proyecta y así es como pone su bandera en horizontes lejanos del cielo, azules y naranjas, jamás explorados. Ella vuela, realmente, vuela, vuela alto, altísimo, y se encuentra más feliz que nunca. Dejó de buscar. Entendió, por fin, en ese instante lo que es el amor. El amor fuerte que abarca por completo y se hace tangible en su interior. Un amor que  palpa y huele y ve. Y su corazón despierta y vive. Experimenta con intensidad cada clase de sensación y, por vez primera, comprende asombrada que no existe el sentimiento bueno ni el malo. Se suelta y destruye cada una de las barreras que minuciosamente construyó para no sentir el dolor, para ignorar y aislar la soledad y, a todo, deja atrás. Y supera su peor miedo: un pequeño corazón con su nombre expuesto a la intemperie. Vulnerable, sin paraguas y con pronóstico de tormentas entre las nubes y la paranoia, un rayito lo señala y la elige: siente el sol, la risa, un poco de llovizna y más sol. ¡Qué lindo es sentir! Y sigue volando y sintiendo.
Vuela sintiendo hasta que se rompe o el libro termina, sumergida entre los renglones y universos. Se ahogó de renglones y universos ajenos.

Ventanilla baja

En búsqueda de lo más alto del cielo
y de lo más profundo de la tierra, el reloj hizo presencia.
Charcos de luz sobre el pavimento se deslizaban
inseguros sobre cuál sería su lugar.


El gris del asfalto jugaba a las escondidas con movedizas chapas de colores,
el mismo tráfico de siempre, las mismas personas ignorantes las unas de las otras.
Engranajes armónicos de una gran máquina que se reinicia en cada oscuridad.
El tictaqueo de la rutina dictando las normas como de costumbre.


La inminente luz que atraviesa los parabrisas da señal a la coreografīa automática:
Mano derecha, sube el volúmen de la canción de turno; izquierda, despliega el visor.
Los inclementes rayos de sol son vencidos por el rectángulo solucionador inmediato.
Belgrano, víctima de otro amanecer.


Él, con sus seis décadas y monedas, bajó su ventanilla para fumar su cigarrillo.
Ella prendió el suyo buscando convencerse a sí misma de que ya no era más una niña.
La oferta insalubre del semáforo de las 6:41 de Vidal y Blanco Encalada,
ritual religioso de los quehaceres diarios.


Ensimismados en su propio tabaco, jamás reconocieron la presencia del otro;
desconocen que están por siempre en la misma ruta.