Como todos los miércoles, a la hora habitual, puso agua para el mate. Colocó la yerba como él le había enseñado. Eligió la bombilla celeste porque disfrutaba que combine con los ojos de su compañero, su mejor amigo, el posible amor de su vida y se sentó donde siempre. Era su momento preferido de la semana. Una postal de felicidad. Solo necesitaba un muelle, un lago, el mate... y él. Cerró los ojos y respiró profundo. Se imaginó esa misma escena a lo largo de los años. Cambiaban los temas de conversación, pasaban las estaciones, envejecían físicamente, pero en espíritu seguían igual. Ella conocía su constante: estaba indudablemente enamorada.
Abrió los ojos y se cebó un mate. Al terminarlo, una lágrima mojó su costado derecho. Sabía que también le tocaba el próximo.
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