jueves, 30 de marzo de 2017

Soñar en blanco y negro


Hola Pancho
No te conozco y vos tampoco a mí.
Te freno de antemano, no estoy loca. Estoy tan lúcida que sí, a veces, puedo parecerlo. Y esta lucidez tan loca me trae a este instante, a estas líneas.

Arranco por el principio así me entendés.
Te cuento, hago yoga con tu vieja. ¡Qué personaje Sandra! El día que fui a probar, estaba a mi derecha y me sacó charla al toque nombrando a sus hijos al pasar: Juana, de 24, y Pancho, 21. En ese momento no te registré y ella me pareció una señora divina, macanuda. Ese primer día hablamos de que estaba imposible estacionar; al próximo martes, de la indignación que le brotó cuando Trump ganó las elecciones; a la semana siguiente de que estábamos en temporada de frutillas. No sé cómo, un día me surgió comentarle que hago apoyo escolar los lunes, ahí, en el Lucero. A tu vieja se le subieron cinco revoluciones pensando que, tal vez, vos y yo nos conocíamos, porque desde hace seis meses vos estabas ayudando en el mismo lugar, pero no estaba segura de que días. ¡Pobre! ¡La decepción que se pegó cuando le dije que no te ubicaba! Hizo puchero como si fuese una chiquita en jardín de infantes y reanudamos nuestra conversación. Era octubre, me acuerdo porque empezaba a hacer calor, y le conté que estaba terminando de hacer mis trámites del curso de ingreso a la facultad. Me dijo que me re veía en Ciencias de la Educación y yo le confesé que, aunque me encantaba la carrera que había elegido, siempre me iba a quedar en el tintero estudiar Antropología. ¡Para qué...! Resulta ser que vos estudiás Antropología y, cito a tu madre: “estás como perro con dos colas”. El calendario marcó el fin del verano, de las vacaciones y retomamos la rutina.
Martes, nueve y cuarto, yoga. Aunque la clase arranque y media, nosotras vamos quince minutos antes para ponernos al día. Así fue como tu vieja, entre comentario y comentario, siguió dándote a conocer. Sé que sos de River pero no te gusta mucho el fútbol. Escuchás a Jorge Drexler con auriculares porque te da un poquito de vergüenza y, una vez, te pescó escuchando una de Shakira en su época con Antonito de la Rúa. Te gusta tanto “Los justos” de Borges que tenés el último verso escrito en tu pared (yo tengo un pedacito de una de Mairal). Tenés debilidad por Angelito, uno de los chicos de apoyo escolar, mi preferido... tu vieja lo reconoció en el fondo de mi teléfono porque vos tenés una foto muy parecida. Te da un poco de miedo Alicia en el País de las Maravillas (no te preocupes, a mí un montón). Te emocionás cuando ves una pareja de abuelos caminando de la mano. Te comés las uñas, te da erizo el volumen en número impar y, a veces, te chocás con las paredes. Hacés café rico y no comés pasta.
Y así como sé esto de vos, te doy a conocer algo mío: me gusta mucho la vida.
Y cuando uno gusta de la vida, el universo se organiza para que todo tenga sentido o eso parezca. Cuando uno gusta de la vida se ve impulsado a hacer estas “locuras”, a vivirla.

Hoy mi vieja arrancó Fotografía y me contó que en el curso hay un chico de mi edad que se llama Pancho. No mucho más. Bastó con que le hayas confesado que a veces soñás en blanco y negro. Nunca le conté a nadie que yo también aunque... eso vos ya lo sabías, ¿no?

María

miércoles, 15 de marzo de 2017

Por lo menos

Cuando mis viejos se separaron me encontré con la necesidad de escribir, ponerle palabras a mi sensación de vacío y descargar todo ese dolor. Encontraba felicidad en agarrar mi lapicera, abrir mi cuaderno y llorar en tinta; irónico, ¿no? Sin darme cuenta en esa época gesté lo que es hoy mi concepto de "felicidad": dejarse sentir, manifestar el sentimiento. Un abrazo cuando estás angustiada, una risa cuando estás de buen humor, una reflexión cuando ansiás profundizar.
Llené hojas y hojas con mis palabras adolescentes de una nena sufriendo al creer que su familia estaba rota en un escenario caótico en el cual se esperaba que actúe como adulta. Escribir me salvó creo. No se si adjudicarle todo el valor que tiene la palabra "salvar", pero que me hizo bien, me hizo bien. Me enamoré de poder trasladar a letras una al lado de la otra un pedazo de mi corazón. Dejé parte de mi alma en cada renglón que escribí. Descubrí lo que soy, me entregué al papel y me enamoré de este universo.
Pero acá es donde la vida se vuelve jodida. Porque gracias a este cable a tierra que me hizo volar sumado al paso del tiempo, empecé a gustar de la vida. Salí de mi tristeza crónica, supere la separación de los viejos, acepté y quise mi contexto. Encontré paz en un horizonte que en la primer hoja de mi cuadero ABC azul parecía no pronosticarse. ¿Y la parte que me jode de todo esto? Que dejé de tener la "necesidad" de escribir. Sí, sé que me gusta... pero no lo hago tanto. Ya no tengo que "descargar", me autoconvenzo inútilmente, reduciendo el verbo a eso. Hay una mediocridad latente de mi parte en no animarme a ahondar en lo que hoy está dentro mío.
Claro, era mucho más fácil antes. Estoy triste por "x" motivo, y tengo derecho para estarlo. Hoy, en cambio, me considero una persona feliz... ¿qué tanto puede escribir alguien feliz? ¿No era mi mayor aspiración? ¿Con qué tupé oso ponerla en duda? ¿En qué momento me convencí de que los felices no tienen "derecho" a exteriorizar lo interior? Pero si el arte es la manifestación del sentimiento, y la felicidad es puro sentimiento... entonces claramente hay algo que está fallando en mí. ¿Por qué me niego el sentimiento? ¿Qué tengo miedo de escribir?
¿Tendré miedo de empezar a descargar tanto hasta el punto de quedarme vacía? O peor, ¿miedo a darme cuenta que ya lo estoy?
A esa última pregunta la combato escribiendo estas líneas. No estoy vacía, ni hay palabras que puedan vaciarme. Me sigue faltando el trabajo de encontrarme. Pero por lo menos estoy escribiendo. 

domingo, 12 de marzo de 2017

Animal de costumbres

    Como todos los miércoles, a la hora habitual, puso agua para el mate. Colocó la yerba como él le había enseñado. Eligió la bombilla celeste porque disfrutaba que combine con los ojos de su compañero, su mejor amigo, el posible amor de su vida y se sentó donde siempre. Era su momento preferido de la semana. Una postal de felicidad. Solo necesitaba un muelle, un lago, el mate... y él. Cerró los ojos y respiró profundo. Se imaginó esa misma escena a lo largo de los años. Cambiaban los temas de conversación, pasaban las estaciones, envejecían físicamente, pero en espíritu seguían igual. Ella conocía su constante: estaba indudablemente enamorada.
     Abrió los ojos y se cebó un mate. Al terminarlo, una lágrima mojó su costado derecho. Sabía que también le tocaba el próximo.

Bello el desencuentro

    Me gusta cuando las películas no tienen final feliz. Cuando los libros te dejan con impotencia. cuando el arte hace bellos los desencuentros. Alabada sea la realidad, las mismísima vida.
    ¿Cuántas veces habré escuchado la frase "quiero una historia de amor de película" acompañada por un suspiro cargado de cansancio y esperanza?
    Pero no quiero esa clase de ficción.
    Quiero amor. Amor de ese que solo suele verse en la vida. Amor con desencuentros. Amor con finales no tan felices. Amor que duele. Que duele pero que existe.
    Y por eso me gustan esas películas, esos libros y ese arte. Porque puedo suspirar y anhelar algo no ficticio.
     31.1.17