domingo, 6 de enero de 2019

Vicios

-Che, ¿tenés fuego?
Maite asintió con la cabeza y sacó el encendedor del bolsillo chiquito de su mochila. Sabía perfectamente que le quedaban dos puchos en la caja y que los estaba guardando para más tarde, pero también quería una excusa para seguir cerca de este sujeto desconocido y compartir el vicio le parecía una buena entrada. Además, no estaba muy convencida de esa idea de “racionalizar” los cigarros como si estuvieran en la guerra; esa política había salido de la cabeza de Oli, su amiga, que dijo que así de a poco iban a dejar de fumar juntas -énfasis en juntas-. Mil disculpas a Oli, pensó Maite a la segunda pitada del anteúltimo mentolado que le quedaba. Sintió la necesidad de compartir ese pucho con el pibito lungo que le había dirigido la palabra. Los dos esperaban un bondi que solía hacerse esperar, así que entre pitada y pitada fueron mostrando un poco de su identidad. Entre líneas de diálogo inconclusas e inconexas, se contaron que él estaba volviendo de la Facultad de Derecho y ella yendo a lo de su primo a tomar unos mates. 
Maite tiró un comentario vacío de contenido al estilo de “ah, mirá vos” porque no quería pecar de intensa y él respondió con una mueca casi imperceptible. Fumaron callados por un rato. Él tenía miedo de que el maldito bondi juegue a ser puntual solo para arruinarles el momento, sabía que quería decir algo pero no encontraba la forma de volver a entablar conversación. Cada instante sin palabras que se agregaba hacía más difícil una retomada sutil. Venció ante sus pedidos internos de auxilio y dijo lo primero que se le ocurrió: algún comentario de la serie que estaba publicitando Netflix en esa parada. Ella le dijo que no la veía, que en realidad no veía mucha tele. “Pero Netflix no cuenta como tele”, refutó él. Maite se río y cambió de tema porque no le gustaban las discusiones banales. Siguieron hablando hasta el colectivo los interrumpió. Estaba estallado de gente así que cada uno encontró un lugar como pudo y se sostuvieron la mirada por un instante. Maite se puso los auriculares y calculó cuántas canciones faltaban hasta llegar a lo de su primo. Sonaron los primeros acordes de la tercer canción de su playlist y cerró los ojos por un rato. Alguien le tocó el hombro.
-Te jodo devuelta, ¿te puedo pedir tu número?
Maite asintió y se lo anotó. El lungo le prometió que le hablaba en la semana y ella sonrió fallando en el intento de disimular su cara de feliz cumpleaños. Sellaron el pacto con un guiño sutil pero pícaro y ella volvió a su música y él a su lugar. 

Terminó la canción y Maite abrió Whatsapp. “Oli, dejo de fumar”. Enviar. 

sábado, 5 de enero de 2019

Mentiras piadosas

“Es obvio que vas a flashear que flasheo”, dije susurrándole a la comisura de su sonrisa. Lo dije convencidísima, o por lo menos eso pareció, mientras internamente estaba queriendo absorber el momento más de lo humanamente posible. Si fuésemos una película, esa hubiese sido la escena en que el común de los espectadores piensa “por fin” y algún que otro romanticón llora un poquito de felicidad. Entre nuestras risas de siempre y una mirada distinta, me di cuenta que nunca estuve tan cómoda con otra persona. No era nada nuevo, todos sabían que entre Manu y yo siempre hubo un magnetismo incamuflable... pero esto era distinto. Callamos sin palabras todas las incógnitas que sonaban desde que comenzó nuestra amistad y, muy a mi pesar, abrimos nuevas. Nuevos interrogantes, nuevos miedos.
Miedo a que nada vuelva a ser como antes y, también, miedo a que todo vuelva a ser exactamente igual. Moría de ganas de congelar ese momento, quedarme a vivir en la parte de atrás de su auto, sacar una foto mental y que no pensemos en nuestro pasado ni mucho menos en nuestro misterioso futuro. “Vos sabés que yo no quiero nada serio”, me dijo él intentando pincharme la burbuja. Lo dijo con la misma cantidad de verdad que yo le dije que no me iba a enganchar. Dos mentirosos. Dos miedosos. Dos actores improvisando, buscando la forma de no hacernos cargo de las consecuencias de nuestras acciones.
Estiramos el final de esa noche como quien no quiere entregar un examen pensando que en algún momento esa respuesta que necesita va a caer como inspiración divina. No nos decíamos nada. Simplemente seguíamos en nuestro ahí, en ese ahora, en una canción que solo nosotros podíamos escuchar.
Eso de compartir el silencio me lo había enseñado él. Era la única persona con la que podía estar sentada horas sin la necesidad de llenar el momento con palabras. Estar con Manu calmaba mi típica ansiedad en la que mi cerebro y boca jugaban una carrera a ver cuál podía pensar o hablar más rápido. Con él, simplemente ponía pausa a ese constante tic tac y me dejaba llevar.
Estuvimos ahí hasta que las responsabilidades del día después se materializaban en alarmas, recordatorios y mensajes de Whatsapp. Era duro volver a la realidad. Sin muchas ganas, devolvimos nuestros cuerpos a sus posturas habituales, nos miramos una vez más y abrimos la puerta. Así sin más le dimos la bienvenida a ese futuro cercano que nos daba tanta intriga.
Fue un poco raro pero nos abrazamos para decirnos chau. Nos reímos porque no habían pasado dos segundos de que rompimos la armonía de nuestro encuentro y ya lo estábamos haciendo un poco incómodo. Empecé a caminar y sin darme vuelta le repetí: “Es obvio que vas a flashear que flasheo”. “Que no se dé cuenta que ya me hizo flashear”, pensé. Me subí a mi auto y miré el volante por una eternidad hasta que me animé a poner una tímida primera. Lo vi hacerse cada vez más chiquito en el espejo del lado del copiloto hasta que me alejé del todo. Ya no estaba más. Solo me quedó el recuerdo y la intriga de cómo será la próxima vez que nos veamos. Subí el volumen de la radio y dejé de pensar.