“Es obvio que vas a flashear que flasheo”, dije susurrándole a la comisura de su sonrisa. Lo dije convencidísima, o por lo menos eso pareció, mientras internamente estaba queriendo absorber el momento más de lo humanamente posible. Si fuésemos una película, esa hubiese sido la escena en que el común de los espectadores piensa “por fin” y algún que otro romanticón llora un poquito de felicidad. Entre nuestras risas de siempre y una mirada distinta, me di cuenta que nunca estuve tan cómoda con otra persona. No era nada nuevo, todos sabían que entre Manu y yo siempre hubo un magnetismo incamuflable... pero esto era distinto. Callamos sin palabras todas las incógnitas que sonaban desde que comenzó nuestra amistad y, muy a mi pesar, abrimos nuevas. Nuevos interrogantes, nuevos miedos.
Miedo a que nada vuelva a ser como antes y, también, miedo a que todo vuelva a ser exactamente igual. Moría de ganas de congelar ese momento, quedarme a vivir en la parte de atrás de su auto, sacar una foto mental y que no pensemos en nuestro pasado ni mucho menos en nuestro misterioso futuro. “Vos sabés que yo no quiero nada serio”, me dijo él intentando pincharme la burbuja. Lo dijo con la misma cantidad de verdad que yo le dije que no me iba a enganchar. Dos mentirosos. Dos miedosos. Dos actores improvisando, buscando la forma de no hacernos cargo de las consecuencias de nuestras acciones.
Estiramos el final de esa noche como quien no quiere entregar un examen pensando que en algún momento esa respuesta que necesita va a caer como inspiración divina. No nos decíamos nada. Simplemente seguíamos en nuestro ahí, en ese ahora, en una canción que solo nosotros podíamos escuchar.
Eso de compartir el silencio me lo había enseñado él. Era la única persona con la que podía estar sentada horas sin la necesidad de llenar el momento con palabras. Estar con Manu calmaba mi típica ansiedad en la que mi cerebro y boca jugaban una carrera a ver cuál podía pensar o hablar más rápido. Con él, simplemente ponía pausa a ese constante tic tac y me dejaba llevar.
Estuvimos ahí hasta que las responsabilidades del día después se materializaban en alarmas, recordatorios y mensajes de Whatsapp. Era duro volver a la realidad. Sin muchas ganas, devolvimos nuestros cuerpos a sus posturas habituales, nos miramos una vez más y abrimos la puerta. Así sin más le dimos la bienvenida a ese futuro cercano que nos daba tanta intriga.
Fue un poco raro pero nos abrazamos para decirnos chau. Nos reímos porque no habían pasado dos segundos de que rompimos la armonía de nuestro encuentro y ya lo estábamos haciendo un poco incómodo. Empecé a caminar y sin darme vuelta le repetí: “Es obvio que vas a flashear que flasheo”. “Que no se dé cuenta que ya me hizo flashear”, pensé. Me subí a mi auto y miré el volante por una eternidad hasta que me animé a poner una tímida primera. Lo vi hacerse cada vez más chiquito en el espejo del lado del copiloto hasta que me alejé del todo. Ya no estaba más. Solo me quedó el recuerdo y la intriga de cómo será la próxima vez que nos veamos. Subí el volumen de la radio y dejé de pensar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario