Real envido contestó y pensó que me iba a apichonar. A esa altura del partido, yo andaba rozando las buenas y arriba por más de 10 puntos, tenía margen para despilfarrar. Quiero, 29 canté. Se le desfiguró la cara y pareció que putió porque yo era mano. Me creí el acting y ya estaba a punto de anotar cinco palitos para casa cuando se vanaglorió de sus 31 tantos. A partir de ahí, empezó a cambiarle el juego. José me había invitado a salir un par de veces el año pasado pero por una mezcla de excusas, desencuentros y otras cuestiones nunca concretamos esas birras mano a mano. Seguimos compartiendo grupo de amigos y siendo muy políticamente correctos en las juntadas. Si nos cruzábamos en algún boliche se acercaba con su metro 90, ponía voz grave y se le escapaba algún que otro tirito o mano en la cintura de más, pero nada que no pueda ser disfrazado de un ‘estaba re en pedo’. Había ganas, siempre lo supe. Cada vez que podía me lo hacía notar y yo sorteaba la situación haciéndome olímpicamente la boluda. Ese papel me quedaba bastante bien. No sé por qué nunca me gustó José. Era mi amigo, punto. Él insistió por unos buenos meses y eventualmente la dio de baja y se resignó a la amistad que teníamos. Y ahí estábamos, compartiendo un pareo cerca del mar y aislados del resto, 100 por ciento concentrados en la revancha. El primer partido lo gané yo. Nunca tuve tanto culo como ese día. Estaba meta vale cuatro, que envido envido, que la primera es de oro y luciéndome con todos los refranes boludos que heredé de mi viejo que no sabe jugar callado. Me hice buena fama y José me reclamó la revancha por cuatro meses. Siempre la propuesta venía acompañada de unas birras o, en su defecto, unos mates. La conclusión es que terminó el año y no nos hicimos (o no me hice, en realidad) un lugar para ver si me destronaban. Pude seguir alimentando mi ego con el invicto de ese día por un sólido tiempo, canchereando por deporte, hasta que José me agarró en la playa con unas Bridge arenosas y un mazo en mano y me dijo “cortá”. Arranqué muy bien, robando 5 puntos en la primera mano. Él seguía confiado y sumando de a poquito pero sumando al fin. A la mitad del partido se iluminó y empezó a alcanzarme. Estábamos codo a codo y cuando me clavé en 25 no pude sumar más. El sol estaba empezando a abrigarse en el mar y él estaba en 29, a uno de ganar. Y, bueno, yo andaba complicada, a todo quiero con dos 6 y un 11 que ni siquiera sumaban. Si no me cantaba envido podía llegar a asustarlo para el truco, que se vaya al mazo y ver si podía robar una mano más con otro azar.
—Uf, qué mal te veo— dijo vuelteando, disfrutando su momento en la cresta de la ola, evitando hacer un primer movimiento.
—Dale, gil. ¿Vas a jugar?
—Ojo que no podés decir que no a nada...
—Dale, que me pesan las cartas— dije, a ver si podía llegar a funcionar el plan que había pensado—Te escucho.
—Si gano, te invito una birra.
—Salís perdiendo.
—¿Es un sí?
—Te tenés mucha fe.
José sonrió. Envido. Tiene linda sonrisa. Quiero. El atardecer le resaltaba los ojos verdes. 25. Son buenas. Ganó.
Él estaba jugando a otra cosa, no sabría decir bien a qué. Creo que con sus reglas, ganamos los dos.
martes, 31 de diciembre de 2019
jueves, 26 de diciembre de 2019
Ubicados
Estacionamos sobre Pizarro y Albarellos y me dijiste que lo anote porque nos íbamos a olvidar. Te dije que no hacía falta, que confiaras en mi sentido de la ubicación. Tres horas y media después y con cuatro pintas encima no me acordaba ni el color del auto. Te podrías haber enojado pero me dijiste que te daba ternura cuando estaba borracha. Que te caigo bien cuando mi superyó se toma licencia. Yo también me caigo bien, te dije, y nos sentamos en una vereda cualquiera, resignados a buscar tu Ford Fiesta por un buen rato.
Charlamos largo y tendido. Ese fue el día que me contaste lo de tu vieja. Obvio que yo ya lo sabía, me había enterado porque una amiga es amiga de tu hermano. Nunca creí que me iba a dar tanta impotencia ver a alguien llorar. Mirá que te abracé con todas mis fuerzas, todas, pero en el momento fui muy consciente de que no había gesto suficiente que pudiera llegar a suspender tu dolor aunque sea por un instante.
Ya te quería pero en ese momento te quise más. Te quise bien, te quise sincera, te quise como nunca había querido a alguien. Te pregunté si todos los días pensás en ella y asentiste con la cabeza. Te pregunté si la extrañás. Ajam. Te pregunté si estás bien. Me agarraste la mano y entrelazamos los dedos.
—Si algún día me ves de mal humor dame un abrazo— dijiste bajito y con los ojos cristalizados mirándome con timidez.
Te paraste y me ofreciste la mano para que me levante yo también. Caminaste un par de cuadras a la izquierda y yo te seguí sin cuestionarme. Pizarro y Albarellos, dijiste mientras señalabas el cartel de las calles, guiñaste un ojo y me abriste la puerta. Sos chamuyero hasta cuando estás triste.
A la vuelta cambiaste de tema, estabas verborrágico. Que el partido de River, que la nueva de Woody Allen, que un libro de Sacheri. Nunca te escuché hablar tanto y tan atolondrado. Veníamos con la onda verde hasta que nos topamos con un semáforo en rojo. Te quedaste en silencio y te largaste a llorar. Estacionaste y me pediste que te acompañe a caminar unas cuadras porque necesitabas despejar un poco más. Asentí y nos bajamos del auto. Empecé a seguirte y de repente volví sobre mis pasos. Te diste vuelta y me viste concentrada con el celular. Te acercaste y miraste sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo. Tenía la aplicación Notas abierta y estaba anotando que estacionamos en Blanco Encalada y Vidal. Me diste un abrazo de atrás, me llenaste de tu perfume y me susurraste que no hacía falta, que te gustó perderte.
—A veces perderse sirve para encontrar otras cosas— retrucaste mientras me abrazabas más fuerte. Reitero lo de chamuyero. Me pareció que la mejor respuesta posible era quedarme en silencio, encastrándome en tus brazos.
Caminamos sobre Vidal sin rumbo específico porque la noche estaba fresquita y lo ameritaba. Era un jueves de septiembre en Buenos Aires pero parecía cualquier día de enero en una ciudad costera con gusto a vacaciones. Me estabas contando la anécdota de la última navidad de tu vieja en la que se disfrazó de Papá Noel porque ninguno de tus familiares varones había querido ponerse el disfraz y te interrumpiste.
—Che, negri...—miraste tus Converse desgastadas, suspiraste hondo y te diste impulso para terminar la frase que habías empezado. Me confesaste como con culpa que siempre supiste que habíamos estacionado en Pizarro y Albarellos. Me diste ternura, pensaste que yo no lo sabía. Me hice la sorprendida y seguimos caminando un rato más.
Siempre tuviste buen sentido de la ubicación. En ese momento, por ejemplo, estábamos dónde teníamos que estar.
Charlamos largo y tendido. Ese fue el día que me contaste lo de tu vieja. Obvio que yo ya lo sabía, me había enterado porque una amiga es amiga de tu hermano. Nunca creí que me iba a dar tanta impotencia ver a alguien llorar. Mirá que te abracé con todas mis fuerzas, todas, pero en el momento fui muy consciente de que no había gesto suficiente que pudiera llegar a suspender tu dolor aunque sea por un instante.
Ya te quería pero en ese momento te quise más. Te quise bien, te quise sincera, te quise como nunca había querido a alguien. Te pregunté si todos los días pensás en ella y asentiste con la cabeza. Te pregunté si la extrañás. Ajam. Te pregunté si estás bien. Me agarraste la mano y entrelazamos los dedos.
—Si algún día me ves de mal humor dame un abrazo— dijiste bajito y con los ojos cristalizados mirándome con timidez.
Te paraste y me ofreciste la mano para que me levante yo también. Caminaste un par de cuadras a la izquierda y yo te seguí sin cuestionarme. Pizarro y Albarellos, dijiste mientras señalabas el cartel de las calles, guiñaste un ojo y me abriste la puerta. Sos chamuyero hasta cuando estás triste.
A la vuelta cambiaste de tema, estabas verborrágico. Que el partido de River, que la nueva de Woody Allen, que un libro de Sacheri. Nunca te escuché hablar tanto y tan atolondrado. Veníamos con la onda verde hasta que nos topamos con un semáforo en rojo. Te quedaste en silencio y te largaste a llorar. Estacionaste y me pediste que te acompañe a caminar unas cuadras porque necesitabas despejar un poco más. Asentí y nos bajamos del auto. Empecé a seguirte y de repente volví sobre mis pasos. Te diste vuelta y me viste concentrada con el celular. Te acercaste y miraste sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo. Tenía la aplicación Notas abierta y estaba anotando que estacionamos en Blanco Encalada y Vidal. Me diste un abrazo de atrás, me llenaste de tu perfume y me susurraste que no hacía falta, que te gustó perderte.
—A veces perderse sirve para encontrar otras cosas— retrucaste mientras me abrazabas más fuerte. Reitero lo de chamuyero. Me pareció que la mejor respuesta posible era quedarme en silencio, encastrándome en tus brazos.
Caminamos sobre Vidal sin rumbo específico porque la noche estaba fresquita y lo ameritaba. Era un jueves de septiembre en Buenos Aires pero parecía cualquier día de enero en una ciudad costera con gusto a vacaciones. Me estabas contando la anécdota de la última navidad de tu vieja en la que se disfrazó de Papá Noel porque ninguno de tus familiares varones había querido ponerse el disfraz y te interrumpiste.
—Che, negri...—miraste tus Converse desgastadas, suspiraste hondo y te diste impulso para terminar la frase que habías empezado. Me confesaste como con culpa que siempre supiste que habíamos estacionado en Pizarro y Albarellos. Me diste ternura, pensaste que yo no lo sabía. Me hice la sorprendida y seguimos caminando un rato más.
Siempre tuviste buen sentido de la ubicación. En ese momento, por ejemplo, estábamos dónde teníamos que estar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)