martes, 15 de junio de 2021

Monoambiente

Se ve distinto el monoambiente de mamá sin muebles. Parece más grande, o tal vez solo soy yo que me siento más chiquita que nunca. La inmobiliaria se ocupó del grueso, por suerte ella ya había apalabrado todo cuando sintió en el cuerpo lo que se venía. Previsora hasta en las últimas, qué mujer. Me dijeron que pase a buscar lo que quedaba, que lo tire, que lo done, que lo que sea con tal de que lo saque de ahí y lo deje libre para el próximo que venga.

Un teclado. Supo ser mío en un principio. Empecé a tomar clases de piano a los 11 con un profesor que nos recibía a mí y a mi hermana en su altillo. Mamá quería que aprendiéramos. Me acuerdo del olor de ese rinconcito como si hubiese usado ese perfume toda la vida pero no lo sé describir. Camila no se lo acuerda y me frustré todas las veces que intenté explicárselo. No íbamos ni 2 clases que mi papá nos llevó un fin de semana al shopping a que elijamos un teclado para casa. Salió $2.300 en ese momento, de la etiqueta con el precio sí me acuerdo. A los 4 meses de tomar clases una vez por semana, una Camila de 8 años terminó de tocar una versión muy light de Para Elisa, levantó la cabeza y dijo “renuncio”. Nunca más volvimos. Debemos haber usado el teclado como mucho 2 o 3 veces por año. Cuando nos estábamos mudando de casa quisimos venderlo pero no hubo comprador o no le pusimos mucho énfasis a la venta. Se lo terminó quedando la vieja. Su médico le recomendó que toque una hora al día, que eso la iba a ayudar con el Alzheimer. Se olvidaba hasta su propio nombre de vez en cuando pero no el principio de Adiós Nonino. Me gustaría ver qué pasa si me siento a tocarlo, si a mí también me saldría de un tirón ese tango que ella me hizo practicar con tanto empeño. Me da miedo que no me salga nada. Prefiero tomar distancia respetuosa y ni siquiera intentar. El piano nunca fue para mí.

Una caja con mi nombre. Ella me había avisado que me la dejaba. Camila se llevó la suya ayer cuando vino con los de la inmobiliaria. Tiene unos álbumes de fotos que le vengo pidiendo hace rato. Que le venía pidiendo. ¿Que le pedía? No me acostumbro al pasado. No los voy a abrir ahora. Me gusta saber que los tengo. Que si algún día se me empiezan a borrar los recuerdos tengo un backup. Me los debería haber llevado antes, a mamá le frustraban. Al principio veía anotaciones con su letra y lloraba porque se sentía desdoblada. Al final ya no lloraba. No reconocía sus garabatos en cursiva y tinta azul.

Un tapado de invierno largo y bordó, muy abrigado. Era su uniforme para las idas y vueltas al colegio cuando refrescaba. Caminábamos las 4 cuadras hasta el San Ignacio con las manos entrelazadas, escondidas en esos bolsillos hondos. Me lo pruebo pero no hay espejos, hasta sacaron el del baño. Intento verme en la cámara selfie de mi celular y de repente me da miedo que entre alguien. Vergüenza, no miedo. No da sacarse selfies con la ropa de alguien que se acaba de morir. Me rio nerviosa. Lloro nerviosa. Me limpio los mocos con su tapado y le ensucio las mangas. Lloro un poco más. Si lo mando a la tintorería le van a sacar lo ultimísimo de su olor que queda. Me siento en el piso y pienso que llorar en un monoambiente vacío puede llegar a ser de las cosas más deprimentes que hay pero me lo permito. Me lo permito y sigo.

Un alhajero con su colección de anillos rotos. Tiene varios. Los fue guardando con la falsa promesa de mandarlos a arreglar algún día. También está la alianza de compromiso con papá en perfecto estado, el anillo más roto de todos. Nunca pudo tirarlos y yo no pienso ser la sicaria. Me encantaría decir que los voy a arreglar pero no puedo mentirle a un muerto. Voy a sumar la tarea a una lista de pendientes de 5 pisos y tal vez algún día lo haga. Y si no van a seguir rotos, tampoco me parece tan grave.


Un dibujo que hice en sala de 5 encuadrado. Es un señor de ojos grandes con sombrero y algunos pájaros en el fondo. Son algunos porque a la mitad me aburrí y decidí que estaba listo. Mamá siempre lo trató como si fuese su obra de arte más preciada. Lo tenía colgado al lado de la cama, donde antes tenía un espejo. Ese me lo llevo. Creo que ahora puedo ver lo que ella le vio. Algo en los ojos, en la mirada perdida, triste. Creo que últimamente era el único lugar en el que se reconocía.

lunes, 26 de abril de 2021

El primer chico que me tocó

Benjamín fue el primer chico que me tocó. “Me tocó” es ser demasiado generosa con el recuerdo. Fue el primero que me puso piel de gallina, me rozó suavecito la pierna con el índice. El primero que me hizo sentir grande. También fue el primero que me sacó todo eso y me devolvió a la tierra insulsa de lo que pudo ser pero al final no.
Llovía en Punta del Este y nos habíamos quedado solos por pura casualidad. Yo tenía 14 y parecía que me habían apretado con un pulgar para abajo; el famoso estirón todavía no figuraba ni por asomo y emanaba redondeces por donde se me mire. Todas las de nuestro grupo de la playa usaban bikinis triangulito y se les marcaban los huesos de la cadera. Yo seguía usando las que me elegía mi mamá en las ferias de navidad. Tenía dos obsesiones: chapar por primera vez y preguntarme todos los días cuándo me iba a venir. Él era el más alto y más grande de los varones, daba en la tecla de todos los clichés rubios pelilargos que me podían gustar. “El potro”, así lo apodamos ese verano. La versión oficial era porque una vez en una joda cantó a los gritos una canción de Rodrigo, pero cuando se iba a surfear secreteábamos la verdadera razón como si nadie se diera cuenta de que moríamos por él.
Ese día de lluvia mi vieja quizo ir a tomar café al Estrella de Mar porque había un rejunte de sus amigas de la playa. Habían mandado a toda la pendejada a tomar un helado al shopping pero yo llegué tarde. Las viejas querían hablar cosas de adultos y necesitaban borrarme del plano. Le tocaron la puerta a Benjamín, que había ido ese verano de prestado a lo de su tía, y le encajaron el paquete: yo. Me miró con cara de culo al principio pero yo me conformaba con que me esté mirando. “Vayan a ver una peli abajo, jueguen a las cartas, algo”, le dijeron. No le puso mucha cabeza al programa, se agarró de la primera orden e hizo zapping en la tele que estaba en el SUM de planta baja.
Nos sentamos en el medio del sillón: ni muy lejos ni muy cerca entre nosotros. Los dedos le bailaban arriba del control remoto y dudé si él también estaba nervioso. Cambió un par de canales y enganchó una de Marvel doblada al español. “¿Te jode?”, me preguntó y se me enredó la lengua queriendo hacerme la relajada. Seguro se podía poner subtítulos pero mi cerebro soltó la orden de decir “todo bien”. Miramos media escena y la cambió susurrando que era una verga en gallego. Puso una de las típicas de Adam Sandler.
—Esta va, ¿no? —me dijo apoyándome la mano en la rodilla. Creo que también metió un guiño de ojos y alguna que otra mueca con el labio. Yo me quedé estática, en posición de firmes cual abanderada de colegio en pleno himno. De a poco le empezaban a temblar los dedos, los movía con mucha sutileza en el lugar, como rozando sus yemas con la capa más externa de mi piel. Era como un zumbido silencioso y lento. Ninguno de los dos sacaba los ojos de la película. Yo tenía puesta una pollera corta de bambula que heredé de una prima y tenía los rulos en Saturno por la humedad. En esa época todavía no me depilaba la parte de arriba de las piernas y lo único que podía pensar era qué si le daban asco mis pelos. Él no parecía registrarlos. Parecía disociado. Por arriba, miraba la película, se reía de los chistes y tiraba comentarios sin mover la cabeza, casi sin mirarme; por abajo, una de sus manos jugaba con los bordes de mi pollera con vida propia y con la otra me había acercado más a él. Me latía todo el cuerpo. Todo.
Él se enredaba y desenredaba con mi pollera y en una de esas idas y vueltas se animó a esconder un dedo abajo de la bambula. Lo dejó ahí un rato. Después siguió el franeleo en cámara lenta. Entre mis nervios y el cuerpo enchufado a 220, sentí algo distinto. Me había venido. Estaba segura. ¿Qué era esa sensación si no? Bancame que voy al baño, le dije y miré de reojo desesperada a ver si había manchado el sillón blanco. Nada. Llego al toilette de la planta baja, me veo la bombacha. Nada. Rarísimo. Me lavé la cara, me acomodé el flequillo con humedad y me hice una media cola que sentí que me favorecía. Chequié devuelta. Nada. Seguía sintiendo algo ahí. Me busqué en el espejo casi sin poder mirarme a los ojos y traté de calmarme: es hoy. Vos podés. No la cagues. Me acomodé el pelo y salí convencida. 
No había llegado al SUM que ya sentí desde el pasillo el murmullo concentrado de todo el grupete retumbando en las paredes. Habían vuelto del shopping porque los helados estaban muy caros o algo así. Cami estaba apoyada en uno de sus hombros y Luli se había puesto del otro lado, con una pierna medio subida arriba de él. El resto de los pibes estaban dispersos en el living y un par encararon la mesa de ping pong. Lo llamaron y lo perdí. Esa noche los más grandes hacían un fogón en la playa y mi mamá no me dejó ir.



domingo, 11 de abril de 2021

Los espejos no existen

Leo con un lápiz en la mano, no me sale de otra forma. Sufro cuando me prestan libros: no puedo gritar con tres signos de admiración ni dejarle una marca cómplice al próximo lector. Soy caprichosa. Me compro el libro después de devolverlo para rayonearlo a mi gusto.

Leo con un lápiz porque es mi manera de llevar esas frases a todas partes en una especie de valija mental. Hay algunas que me las sé de memoria, no me las puedo olvidar ni aunque intente. Margarita García Robayo, una colombiana que no ubico de cara pero es básicamente todo lo que quiero ser, dice que siempre que se muda, “elige” una ventana de su nueva casa con linda luz para que sea suya: esa idea me salvó en los primeros días viviendo en mi departamento nuevo. Zambra y sus definiciones borrosas de felicidad siempre me son un mimo: “Y si alguien los hubiera visto habría pensado que esa era la felicidad: bailar en pelotas en el living, sin música, interminablemente”. Me quedo con una sensación amarga y un poco de dolor de corazón cada vez que pienso en este microcuento de Cortázar: “Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son”. Me mata eso de volver a ser lo que no soy. Leo con un lápiz porque soy (o creo ser) esas frases subrayadas: si algún día me siento perdida solo tengo que buscarme en esa biblioteca, la mía, y empezar a abrir libros al azar. Lo que elijo y lo que no de quién soy está garabateado por ahí.

Subrayo mis libros porque en el fondo hay una Susanita que espera que alguien quiera leer esas marcas para entenderla, para encontrarse con las frases que le frenaron el mundo, para hacerle doble clic. Leo con un lápiz porque es mi manera de ir dibujando un caminito a mi persona más secreta. Ahí estoy, ahí estuve todo este tiempo: en el grafito gris claro, en títulos tan imponentes como “La insoportable levedad del ser” o títulos que todavía no escribí como “Mi colección de anillos rotos”.

Leo con un lápiz porque me hago la película de que mis nietos van a heredar mis libros y van a encontrarse con esa abuela que no llegaron a conocer de joven y tal vez entiendan un poco más de dónde vienen, de dónde sale su nariz medio fea, los ojos caídos para abajo, sus rulos castaños y su imán por las palabras. Juego a que van a sentir una conexión conmigo, no como yo con mis abuelos que digo que sí a todo cuando en realidad no los estoy escuchando. Tal vez las próximas generaciones sean mejores. No lo sé. Leo con un lápiz en un acto de egoísmo puro, porque creo que en el fondo necesito que todo hable de mí. Busco las flores y los aplausos hasta cuando me imagino muerta. Me agota.

Leo con un lápiz porque necesito ir haciendo ruido para sentir que existo.

Tengo una nota en el celular que dice: “Soy el peor retrato de mí mismo”. No sé si la escuché en un bondi o si es de algún literato. Siempre vuelvo a esa nota de menos de un renglón. Me da más incertidumbre que otra cosa. Y miedo. ¿Que si en realidad esa que dejé marcada por ahí no soy yo? ¿Que si alguien se enamora de esa farsa que inventé? ¿Que si nunca se arma el rompecabezas? ¿Que si lo arman y no se parece a mí?

Leo con un lápiz porque no tengo respuestas a ninguna pregunta.

Leo con un lápiz porque es más fácil que escribir y quiero dejar mi firma en algún lado. No tengo talentos: no me salen los deportes, me da vergüenza actuar, canto solo el feliz cumpleaños y cuando escribo, miento. Todo lo que está acá puede ser mentira. No hay nada para subrayar. Mis nietos no existen y los espejos tampoco.

viernes, 19 de marzo de 2021

Las dos solas

Mi mamá sabe todo. Me ayuda con la tarea de matemática sin usar los dedos, me enseña a pintar tranquila por adentro de los bordes, conoce los detalles de las historias de princesas que me gustan. Saluda a todos los de nuestra cuadra por el nombre y siempre sabe si hay que agarrar saquito o no antes de salir de casa. Tiene curitas en la cartera para que las frutillas de mis rodillas sanen más rápido y si me duele la cabeza o la panza tiene unos remedios que son especiales, solo para mí. También tiene remedios especiales para ella. Los toma cuando llora mucho o cuando le cuesta dormir, pero esos son para grandes, me dijo. Yo creo que también los toma cuando extraña mucho aunque eso no lo dice la caja de palabras complicadas y ella me diga que estamos bien así, las dos solas. “Las dos juntas”, pienso para adentro pero no se lo digo. Las dos juntas queda más lindo.

Yo hay muchas cosas que no sé todavía. Por qué los varones no pueden usar pollera, por qué los árboles están desnudos, por qué no tenemos celulares adentro de la cabeza, por qué papá no duerme más en casa. Algún día voy a ser grande y mamá me las va a explicar, me prometió.

Es verdad que desde hace como dos inviernos, se ríe menos y se dejó de poner perfume. Está más tiempo en pijama y a veces habla en voz alta de lachedepé y dice malas palabras que no me deja repetir. Le salieron mechones grises al costado de las orejas y aunque yo me mire todos los días al espejo no me salen esos pelos blancos como a ella.

Ayer me desperté a la mitad de la noche y vi un cenicero con muchos cigarrillos aplastados, una botella de vino vacía y pañuelitos con mocos en la mesa de la cocina. Ella hablaba por teléfono en el balcón. “No vas a volver, ¿no?” fue lo único que entendí y me empezó a doler la garganta como si me la estuviesen apretando desde adentro.

Busqué en puntitas de pie las pastillas esas que le sacan la tristeza a mamá y me tomé una. En la caja quedaban 4. Volví a guardarla prolija en el fondo del primer cajón y me acosté en su cama sin hacer ruido repitiendo para adentro “las dos juntas”. Me desperté mareada porque me daba el sol del mediodía en la cara y mamá, aunque estaba dormida, me estaba abrazando. Ella siempre sabe cuando necesito un abrazo.

La intenté despertar y no me dio bola. En la mesa de luz estaba la tirita de sus pastillas vacía. Ojalá no se haya dado cuenta que le robé una cuando se tomó las que quedaban. Lo debe saber igual, mamá sabe todo. ¿O no, má?

¿Mamá?

domingo, 21 de febrero de 2021

El sindicato

Un martes me largué a llorar lavando los platos. Ese fue el día que me uní al sindicato de las amas de casa infelices. Mi bautismo se hizo oficial con la entrada al grupo de Whatsapp. Damas de Casa y una copita de vinito rezaba el título que, como un paraguas, amparaba a todas, reunidas, pegadas, hermanadas, contra los desvaríos del contexto.

La que tuvo la iniciativa de sumarme fue Claudia, mi vecina. Compartimos medianera y le pusimos una ligustrina para que quede más estético. Más armónico, feng shui, ruido visual y no sé qué más me dijo Claudia cuando se me apareció, invasiva, por el costado de casa. Coincido cien por cien, le dije yo con mi mejor cara de primera dama, apretando los cachetes, asintiendo suavecito y sonriendo en línea recta; al poco tiempo de vivir en Los Naranjos ya había perfeccionado la expresión hasta -casi- parecer una nativa.

El primer día que la conocí me dio un paneo general de todo el barrio. Chismes, apodos, normas de comportamiento que tenía que saber. Lo importante. De a poco y en distintos eventos me fue presentando en persona a todas las integrantes del sindicato que ya me había dado a conocer a través de cuentos de mala fe. Ahí viene la del marido falopero, me susurraba para adentro con sus ojos verdes, saltones y llenos de rimmel grumoso. Automáticamente yo sabía de quién me estaba hablando y tenía una pauta para saber qué sí y qué no. Porque con Claudia aprendí que lo que uno calla es más importante que lo que uno dice y gracias a ella pasé con honores la ronda de primeras impresiones.

Ella quería saber cómo lo conocí a Matías, mi marido. Siempre que podía sacaba data de cómo era la dinámica acá en casa y si nos decíamos cosas como gordi o amor mío. La primera vez que salí con él, le contaba a Claudia, conoció a mi familia de una y lo demás salió solo. Hubo una segunda parte casi involuntaria, improvisada, en esa cita de inauguración. Dos birras cada uno, un par de carcajadas en voz alta, qué linda sos y la cuenta por favor. Estábamos por volver del bar y mi celular vibró fuerte con el nombre de mi hermano. Me hice la boluda dos veces y a la tercera atendí. No me solía llamar de noche y mucho menos un día de semana. Hola, sí, qué tal, sí, soy yo.
—Es la enfermería de un boliche —le conté a Matías tapando el micrófono del celular.
Juan Ignacio estaba en una fiestita de egresados y en plena fase de rebeldía, excesos y toda la bola, había tomado de más. Estábamos cerca así que partimos al rescate. Hecho el tramiterío para llevarme al menor de edad ebrio, cayó la vieja. Así que ahí sin más, se conocieron. Mamá, Tute. Tute, mamá. Coni, mi madre, es conocida por ser una radio. La mujer puede hablar largo y tendido con una planta, el cajero de un supermercado, un bebé de 2 años e, inclusive, un pobre pibe que acababa de conocer. Juanchi estaba en el nivel de pedo babosa, ese que no tiene articulaciones ni hilos conductores. Había pasado por todos los estados: el “esto no me pega”, el “es la mejor noche de mi vida”, el pedo un poco violento, el famoso “cómo te quiero, hermano” hasta llegar al momento icónico, deplorable y del que probablemente no hay retorno: abrazar el tacho de basura de un boliche. Terminó el rescate con los cuatro en casa y cuando se fueron todos a dormir, Matías me robó lo que se congeló en el recuerdo como nuestro primer beso. Ese día me gustó todo de él: su inteligencia práctica, su espontaneidad, el hecho de que se haya parlado a mi vieja con una sonrisa y, sobre todo, lo que más me gustó fue ese beso. Mi vieja en el café de la mañana, el día después, me retó porque no le avisé que estaba con compañía y ella había ido sin tapaojeras y con el camisón debajo del tapado. No le llegué a responder y con una sonrisa de oreja a oreja me preguntó de qué signo era. “Me encanta un ariano para vos”, dijo después.

Ni el horóscopo ni la predicción más pesimista me hubiesen advertido de que esa inteligencia práctica se iba a volver frialdad; la espontaneidad y la charla políticamente correcta, en conveniencia; y, que, ya pasado el quinto aniversario de casados, el cariño físico se redujo a cumpleaños y efemérides varios, dejó de ser gratis y al azar. No había forma que mi yo veinteañera, tan virgen de desilusiones y cargada de expectativas, hubiese visto venir esa evolución del -abro signo de preguntas- amor. Tal vez hubo señales a lo largo del camino y no las supe registrar, ni yo ni nadie. Matías nos tenía embelesados; cayó tan bien al principio que se compró mi lealtad y la de mi familia en tiempo récord.

Nos gustaba escuchar conversaciones vecinas de rebote, no necesitábamos mucho más que eso al principio para divertirnos. Cuando cumplimos un mes de novios fuimos a un restaurant cerca de casa. En la mesa de al lado había una pareja de viejos pidiendo la cuenta, le estaban contando al mozo una anécdota de un cumpleaños sorpresa para uno de sus nietos que salió mal. El mozo se reía genuinamente, no por compromiso. Era una carcajada real, de esas que salen de la panza. Me acuerdo que me dieron ganas de ser como ellos cuando sea grande. Pagaron y se fueron caminando de la mano. El cuento a medias nos sirvió de inspiración barata para imaginarnos a nosotros más grises y blanditos, con infinitos pliegues en la piel. Jugamos a ser ellos porque a Matías también le habían dado ganas. “Dale, querida, apurate”, me dijo en un susurro áspero, frunciendo el ceño mientras señalaba su reloj y encaraba la salida. Yo me reía en mi mejor carcajada de setentona. Había algo en su mirada bruta, sincera, que se mantenía vigente con el supuesto pasar del tiempo. Nos sentamos en la vereda a ser testigos de la madrugada, Dalís pincelando un cuadro con recuerdos derretidos que todavía no habíamos vivido. Hubo algún que otro beso pasajero pero siempre concentrados en no romper la nube de teorías tibias, cálidas, que estábamos diagramando. Teorías efímeras pero concretas. Perfumadas con olor a jazmín. Hasta pensamos un hipotético árbol genealógico y alguna sorpresa de cumpleaños que podía llegar a fallar. Fuimos raíces, techo. Fuimos familia. Cómplices del amanecer, teñidos de dorado y en silencio, le guiñamos un ojo al destino y caminamos a casa. Caminamos de la mano, pero creo que le dimos la espalda a la dirección correcta y en algún momento nos perdimos.

Mirando en retrospectiva, le decía yo a Claudia, puede ser que sí, que las señales estaban ahí. Cuando todavía seguíamos haciendo el baile de la cuenta hubo una pequeña advertencia, un ruidito que desentonó pero ignoré. En pleno juego del pago-yo, no-dejá-yo-te-invité, no-enserio, bueno-está-bien-vos-la-propina, tuve un mini instante epifánico. Él pagó el vino que tomamos en una vereda de Caballito, en mesitas de plástico, en sillas de plástico, en vasos -también- de plástico. Yo dejé 100 pesos para la propina porque hace poco había cobrado y me sentía generosa. La moza se confundió en algo mínimo al final y él hizo jugar mi billete de Roca diciendo en un inglés británico muy bien pronunciado: “oh, oh, no tip for the girl”, y metió mi aporte en su billetera. Me puso incómoda pero me reí para quedar bien. Esa noche volví a casa y soñé que le cortaba. Cuando me desperté decidí que iba a dejar que fluya y así fluimos por muchos, muchos, años más.

Nuestra vida en Los Naranjos era una obra de teatro de mal gusto pero eso no se lo conté a Claudia de una. Desencontrados en el deseo, discutiendo si azúcar o edulcorante en las recetas y solitarios, cada uno con un momento de soliloquio, monologueábamos sin escucharnos. Me dio pudor contarle eso. También había algo de resignación, de no aceptarlo. De no aceptarnos. Por eso es que de una no me agregaron al grupo de Whatsapp de las infelices. Pero Claudia era viva, era bicha, tenía un sexto sentido para olfatear a las suyas y de a poco me sacó la ficha. De hecho, estoy segura que nos escuchó pelearnos más de una vez porque que las paredes de casa no son muy gruesas y, las pocas veces que me levantó la voz, lo hizo con determinación. Igual Claudia siempre fue muy prudente con eso, nunca hizo referencia directa a algo que haya escuchado de rebote, que no le haya contado yo. Y tampoco es que discutíamos tanto con Matías, lo que en cierto punto me molestaba un poco más. La indiferencia era peor.

A veces lo pincho un poco, a ver si reacciona, le conté a Claudia y se rió de costado. Se sacó los anteojos de sol para responderme pausado mirándome a los ojos. “Ay, gordita, todas lo hacemos”, me dijo. Me acomodó un mechón de pelo atrás de la oreja. Supongo que creyó que me estaba dando tranquilidad, no sé. ¿Quién era ese todas? ¿Las infelices? ¿Las de los matrimonios rotos?

En el grupo había, sin contarme a mí, cuatro minas en sus treintaitantos. Y Claudia, la administradora, la única arriba de los 40. Divorciada, con dos mellizos que desde que empezaron la facultad vivían en la casa del padre. Se quedó embarazada de muy chica y se casó de apuro con el noviecito de turno porque la familia de él, unos doble apellido de Recoleta, no podían con el qué dirán. El matrimonio duró hasta que los chicos festejaron sus 12 años y ella se llevó una torta de guita. Nunca me dio mucho detalle sobre el tema pero se puede ver perfectamente en sus tetas hechas, la casa de tres pisos con pileta que nadie usa, las mucamas con asistencia perfecta hasta los fines de semana -que más que ir a limpiar, le brindan compañía- y la camioneta Dodge, siempre impecable, estacionada en su garage.

El resto era un mix interesante. Camila, una mami fit que iba al gimnasio cinco veces a la semana para descargar la bronca que se comía en silencio desde que se enteró que su marido la cagaba. La Tana, una abogada que supo ser muy exitosa en lo suyo pero que ahora organizaba eventos de tanto en tanto porque el marido le pidió que renuncie. ¿La razón? Porque ganaba más que él. Mechi, una viuda reciente que no hablaba casi nunca y salía de su casa solo para ir al mercadito del barrio. Pilar, la que estaba casada con el falopero (y, creo yo, también adicto al juego). Y, por último, Luisa, la más pendeja, la más flaca, la más hegemónica: la que le metía los cuernos al marido con todo macho que entre en su radar para llenar el vacío de sentirse invisible.

Las Damas de Casa tenían una dinámica diagramada para acompañar en la soledad e ingratitud ajena. Pero a pesar de que los chistes y los consejos de autoayuda eran constantes, su caballito de batalla eran las juntadas de los martes. El sindicato se reunía con copa de vino en mano y no había marido, ni hijo, ni ex (muerto o vivo) que pudiera impedirlo. Ese martes que me largué a llorar frente a una pila de platos sucios, hablé con Claudia y propuso mi incorporación al grupo. A algunas les sorprendió, pensaron que yo era del bando de las que la pegaron en la vida. Qué ilusas.

Esa misma noche, Claudia estaba afuera de casa tocando bocina con su Dodge para que vayamos juntas al Club House. Les conté mi historia y me compartieron de su tinto. Les hablé de Matías, del silencio de casa, hasta les conté el episodio de la propina. Ellas me contaron en primera persona lo que Claudia me había resumido en charlas de vereda. Eran buena gente. Luisa y la Tana lloraron un poco y tres Malbecs después, solo se escuchaban carcajadas. Ahí no eran tan infelices; tal vez un poco alcohólicas pero, aunque sea por un rato, infelices no.

Les conté también que yo quería tener hijos y que Matías no quería saber nada. Es mi culpa igual, aclaré rápido. Él me había sido muy franco cuando cumplimos tres años de novios y la cosa se había puesto más seria. Fue un baldazo de agua fría. Hice un mini ping pong de pros y contras en mi mente y al final la variable que empardó fue, lamentablemente, el miedo a quedarme sola. El miedo a quedarme sola para siempre. Creo que desde ese día guardo un poco de resentimiento. No quería sentir que esos últimos tres años habían sido una pérdida de tiempo, un desperdicio, no sé. Sentí que si le cortaba había muchas chances de que no vuelva a encontrar a otra persona. Lo decía en voz alta y me daba cuenta que era una boludez. Claudia me lo confirmó, me dijo que sí, que efectivamente era una boludez. Claudia era así, medio bruta pero sincera. Y así fue cómo resigné el ser madre con tal de tener un compañero y ahora ya no le podía decir nada porque el que avisa no traiciona y él me había avisado.
—Los estrategas son los peores —dijo Cami mientras descargaba la cenizas del cigarrillo en el cenicero. Todas asentían.
—Es que él no es malo —suspiré hondo dos veces antes de seguir hablando—, solo que...
—¿Solo que qué? —interrumpió la Tana. Debe haber sido una excelente abogada.
—No estamos enamorados.
Abrimos otra botella.

Volví caminando a casa. Claudia insistió que me suba a su camioneta y después de un rato de tire y afloje entendió que necesitaba caminar. Airear. Pensar. Me acordé que mi vieja solía contar que en su primer año de casada, recién mudada a otra provincia siguiendo a papá en su laburo, anotó que solo hubo 11 días nublados. Me lo había dicho una vez hace mucho, a modo anecdótico, y nunca me lo olvidé.

Caminé un rato más. Seguía pensando en los 11 días nublados en un año. Me empezó a llamar la atención que no me haya contado que fueron 344 días de sol. La pobre porteña encerrada en San Juan extrañaba la humedad que le inflaba el pelo, el pegote en la piel los días de calor subida a la línea D y, sobre todas las cosas, añoraba los domingos de lluvia que ameritaban estar todo el día en pijama. Supongo que ese registro del clima no era más que un débil grito de nostalgia.

Hace poco había pasado más de una semana en Los Naranjos sin que salga el sol. Fueron días fríos, grises. Bajos de energía. Yo me excusé con que el clima no aportaba y me di de baja de varios programas que no me tentaban. Era un sentimiento colectivo, legítimo. Una excusa válida. Supongo que la vieja habrá extrañado no poder echarle la culpa al día nublado para disfrazar sus pocas ganas de estar ahí. Supongo que durante un año esperó un changüí de arriba que le regale la posibilidad de descansar, de decir basta por un ratito, de volver a lo cómodo y conocido. De poner pausa al frenesí de una rutina que no sentía propia, que no la tenía contenta. Supongo que se debería haber dado cuenta que había algo que no estaba funcionando y no era precisamente el clima. ​

Supongo que yo debería haber entendido que entre mis papás algo estaba roto y que, también, me habían dado señales a lo largo de mi infancia. No entiendo por qué me sorprendí tanto cuando me anunciaron lo inevitable y volvimos con mamá a Buenos Aires, por qué me costó tanto lidiar con el asunto. Su agenda lo tenía anotado, lo había visto venir allá por 1982: en ese primer año de casados hubo solo 11 días nublados.

También hubo 344 días de sol; aunque eso no importó. No se puede cambiar el título de esa historia. Algunos dicen que el destino está escrito y lo buscan desesperados en la palma de una mano, en el cosmos o en árboles genealógicos infinitos... y todo este tiempo había estado anotado con tinta azul en el margen de un cuadernito Rivadavia perdido entre cajas de mudanza. Con letras desprolijas, chiquitas, garabateadas casi al azar. Hay verdades que se esconden en jeroglíficos intraducibles al qwerty pero también supongo que quedan algunos márgenes sin escribir. Mamá se dio cuenta tarde de eso, pero se dio cuenta al fin.

Siempre tuve miedo de espejar esa historia, la de mis papás. Eso tampoco se lo conté a Claudia. No quería sumarle otro matrimonio fracasado al historial de nuestro apellido. No quería ser otra mina sola. Y por no querer heredar ese titular en mayúsculas, la copié inconscientemente en todo lo otro. Lo de ignorar las señales, lo de negadora. Yo no estaba aislada en otra provincia ni conté la cantidad de días lluviosos en un año, pero sí estaba encerrada en una casa que me quedaba grande, sintiéndome ajena a mi propia vida y conformándome con la idea de que el amor sea sinónimo de piloto automático. Me senté en la vereda y me puso piel de gallina preguntarme en cómo llegué hasta ahí. A Los Naranjos, a elegir a Matías. A esa vida conformista, de revista, estática y estética. Vacía y aburrida.

Cuando mamá y papá se peleaban cerraban la puerta de su cuarto pero los escuchábamos igual. Me daba mucha bronca no poder cerrar las orejas, no poder apagar el sonido. Metía la cabeza abajo de la almohada y apretaba con fuerza para desaparecerme, flotar en algún universo subalterno, onírico, lejos de ahí. Se me hacía imposible detectar el momento exacto en que empezaban a discutir. Qué rica está la comida, pasame la sal, qué onda la oficina y no sé cómo, cinco oraciones después, el tono había escalado. Juanchi se metía en mi cama y llorábamos hasta quedarnos dormidos. Una de esas noches de frío nos juramos que no íbamos a dejar que nuestras vida sean eso. Perdón a esa chiquita sin paletas, una vez más la decepcioné.

Repasé mentalmente ese martes cargado. Todo empezó mientras lavaba los platos porque me acordé de cuando lo conocí a Matías. Estaba terminando mi primer año de facultad. Yo hacía teatro con su primo, éramos pareja en la ficción. Me vio en esa obra y le pidió mi número. Me acordé que tenía un carry on con las cosas de Irene, mi personaje. Lo llevaba siempre en el baúl del auto y la mayoría del tiempo me olvidaba que estaba ahí. Los miércoles a la noche y algunos domingos al mediodía, Irene me dejaba abrirlo y jugaba a ser ella por un rato. Me prestaba sus zapatos para que se los camine. Usaba su vestido, me peleaba con su marido, ordenaba las cosas de su hijo y, por un rato cortito, chancleteaba sus pantuflas. Me caía bien Irene pero me daba pena. Me parecía que no era feliz, que no estaba conforme. Tenía la sensación de que se había acostumbrado a que algo no funcione y ya no era más consciente de ese ruidito interno que te avisa que cambies algo. Pobre Irene. Había naturalizado que la maltraten, se había enajenado. Había perdido su identidad. Yo se la buscaba, le prestaba carácter y gesticulaciones pero su modus operandi ganaba todas las pulseadas: sumisa, volvía a ordenar en silencio.

Mientras más usaba sus cosas me daba cuenta cuánto más cómoda me quedaba mi ropa. Me gustaba abrir su carry on porque significaba que podía quererla hasta cansarme, guardar todo devuelta donde corresponde y distanciarme de ella con un cierre y un candado azul que había encontrado por ahí. Sabía que nadie me lo iba a robar pero igual lo cerraba cuidadosamente con candado.

Algún día me debo haber olvidado de cerrar esa valijita porque, sin darme cuenta, Irene se había expandido. Estaba desparramada en mi vida. Me encontré siendo ella un martes al mediodía frente a una pila de platos sucios. Por eso lloré y por eso me agregaron a ese grupo de minas solitarias en el que odié sentirme cómoda.

Cuando llegué a casa Matías estaba tirado en el sillón escuchando un podcast de finanzas. Nos dimos un beso por inercia. Insípido y sin amor. Lo miré un rato, él no me miró. Qué pasa, me dijo de reojo. Yo lagrimeaba en silencio. Me quiero separar. Me preguntó por qué y no se lo supe explicar bien. No quiero ser más infeliz, no quiero ser más infeliz, repetía yo, como una especie de mantra, entre sollozos.
—¿No sos feliz? —preguntó sin parpadear.
—¿Vos sí?

Nos miramos fijo. Se escuchaba muy fuerte el silencio. Los dos nos mordimos el labio de abajo; yo para no llorar, él no sé porqué.

martes, 9 de febrero de 2021

Solfa

El pasto estaba pinchudo pero nos acostamos panza arriba a mirar las estrellas. Mirar las estrellas es un decir porque estaba nublado e igual tampoco íbamos a encontrar tantas en una placita rodeada de edificios altísimos. Como mucho me podría haber hecho la canchera reconociendo la Cruz del Sur o inventando alguna constelación con un nombre tipo el minotauro o el escorpión, pero no mucho más. Tampoco te podía hablar de las cumulonimbus o esa terminología inútil de nubes que aprendí en primaria porque el cielo era una gran masa uniforme color azul profundo y grisáceo. Vos quisiste que nos quedemos ahí, que respiremos el olorcito a pasto medio mojado, que nos refresque el viento que silbaba pre tormenta. En ningún momento pensé en agarrar un paraguas porque a vos mojarte no te parecía un problema y me suele gustar cómo te tomás la vida en solfa. Cerré los ojos para concentrarme en lo que estaba por largarse, traté de ignorar tupresenciatuolortumirada y conectarme con algo más grande que nosotros, como me habías propuesto. Cada tanto te pispeaba de reojo a ver qué tan metido estabas. Siempre me estabas mirando y parecías no disimular. Te agarré la mano y me quedé en silencio. De lejos se escuchaban autos, voces desarmadas y algún que otro perro. También se escuchaban nuestros latidos que, para esa época, ya estaban sincronizados. Cayeron un par de gotas y escondieron mis lagrimitas de haber conseguido, finalmente, la sensación de estar en paz.

lunes, 25 de enero de 2021

Ramas

Terminamos de comer un omelette hecho en el microondas y me ganaste de mano para lavar los platos. Se escuchaba a tu vecina hablando a los gritos por el balcón. Estaba en altavoz con otra vieja, parecía ser la socia de un emprendimiento de decoraciones o remeras medio cliché.
—Hagamos una que diga yo te quiero con limón y saaaal —desafinaba con énfasis y nulo percate del mundo exterior.
Vos un poco que te reías y otro poco que te daba vergüenza. Reunía todas las características para ser un personaje de una comedia teatral bien bien argenta. Te hice señas de silencio para que me dejes escucharlas y seguiste enjuagando los pocos trastos sucios que quedaban silbando bajito.

La conversación de las viejas se iba desviando sin criterio: de enumerar los 12 signos del zodíaco para estampar remeras al novio de una sobrina que sabe hablar ucraniano a la teoría de los terraplanistas explicada por alguien de la radio, sin escalas. Empecé siguiéndoles el hilo pero de a poco me fui yendo por mis propias ramas. Lo único que podía pensar era en cómo hace un rato sonaba Parcels y que la luz amarillenta de tu cuarto podía ser parte del videoclip. Nosotros flotábamos sin hacer caso omiso de la melodía de fondo pero estoy segura que vibrábamos a ritmo. Me enredé en un loop secreto de detalles muy tuyos, muy nuestros, mientras tu vecina seguía monologueando de fondo sobre que Shakira bajó la calidad de sus letras desde que no está con Antonito De La Rúa. 

Me tildé pensando en cada uno de tus tatuajes, siempre me dieron intriga. Sobretodo el que tenés en las costillas. Lo vi la primera vez que estuvimos juntos y me dieron ganas de pegarme lo más que pueda a vos como para calcármelo en la piel. Nunca me animé a preguntarte qué significan. Tenés mucha info en el cuerpo y preferí esperar a que vos elijas contarme -o no- de qué tratan esos garabatos que vestís en todos lados. Los repasé mentalmente mientras te pispeaba silbando de reojo hasta que la vieja pegó un grito y se quejó de algo que la mojó.
—¡O está lloviendo o es un perro meando del cielo! —coronó. Nos miramos y nos tentamos.

Cerraste la ventana y me dijiste que se terminó la función. Me agarraste de la mano y caminamos en cámara lenta hasta tu cuarto. Te sacaste la remera, volví a ver ese símbolo místico en líneas negras y finitas, esa especie de árbol otoñal con ramas que forman otra cosa. Lo recorrí con mi dedo índice como si lo estuviera remarcando, como si quisiera aprendérmelo para poder estamparlo en otro lado. Sin moverte demasiado, te estiraste y me pasaste el portarretrato de tu mesa de luz: reconocí el dibujo al instante en la popa del barco; al que no reconocí fue al hombre de remera manga corta y ojotas sonriéndole a la cámara. Me imaginé que era tu papá, no solemos hablar mucho de él. Como si fuésemos una película muda, nos acercaste todavía más la foto y señalaste la tinta negra que se colaba por abajo de la remera. Tiene un aire a vos y cara de bueno.

Devolviste el portarretrato a su lugar y soltaste la lengua. Me contaste su historia, la tuya. Que le gustaba dibujar, que su lugar en el mundo era el río, que silbaba cuando estaba contento. Cómo conoció a tu vieja y le cambió la vida. Que caminaban siempre de la mano. Cuántos años tenías cuando partió. Que te hacés el que no, pero que lo extrañás todos los días. Que la vecina de arriba fue con él al colegio y aunque no te la fumes, una vez por mes subís a que te cuente anécdotas. También me pediste que algún día escriba un cuento de él, que te gustaría regalárselo a tu vieja. Me parece muy bien, te dije. Todavía no sé cómo empezarlo ni cómo hacerle justicia. Mientras tanto, este es para vos. Te cuento que vos también silbás cuando estás contento. 

lunes, 4 de enero de 2021

Protagonista

No le puedo poner número a la cantidad de veces que me pediste ser el protagonista de una de mis historias. Me cansé de explicarte que no funciona así y que, además, no te convenía. No te importaba, me decías. Te encaprichaste con que querías ver tu nombre, tu cabeza rapada, la manera que tenías de agarrarme la mano cuando cruzábamos la calle y tus imanes de personajes de Pulp Fiction garabateados en mi cursiva desprolija. Reclamabas inmortalidad en mis cuadernos. Que ojo con lo que deseás, que lo que pedimos en voz alta tiene una potencia especial, que de tanto repetir algo se puede cumplir, intenté advertirte en vano. “Es la idea”, me decías mientras tratabas de resaltar algún gesto heroico que valga la pena dedicarle unas líneas.

Felicitaciones, conseguiste el papel principal. Lástima que no estuviste prestando atención. En todo este tiempo no te diste cuenta que solo escribo cuentos sobre desamor.