Llovía en Punta del Este y nos habíamos quedado solos por pura casualidad. Yo tenía 14 y parecía que me habían apretado con un pulgar para abajo; el famoso estirón todavía no figuraba ni por asomo y emanaba redondeces por donde se me mire. Todas las de nuestro grupo de la playa usaban bikinis triangulito y se les marcaban los huesos de la cadera. Yo seguía usando las que me elegía mi mamá en las ferias de navidad. Tenía dos obsesiones: chapar por primera vez y preguntarme todos los días cuándo me iba a venir. Él era el más alto y más grande de los varones, daba en la tecla de todos los clichés rubios pelilargos que me podían gustar. “El potro”, así lo apodamos ese verano. La versión oficial era porque una vez en una joda cantó a los gritos una canción de Rodrigo, pero cuando se iba a surfear secreteábamos la verdadera razón como si nadie se diera cuenta de que moríamos por él.
Ese día de lluvia mi vieja quizo ir a tomar café al Estrella de Mar porque había un rejunte de sus amigas de la playa. Habían mandado a toda la pendejada a tomar un helado al shopping pero yo llegué tarde. Las viejas querían hablar cosas de adultos y necesitaban borrarme del plano. Le tocaron la puerta a Benjamín, que había ido ese verano de prestado a lo de su tía, y le encajaron el paquete: yo. Me miró con cara de culo al principio pero yo me conformaba con que me esté mirando. “Vayan a ver una peli abajo, jueguen a las cartas, algo”, le dijeron. No le puso mucha cabeza al programa, se agarró de la primera orden e hizo zapping en la tele que estaba en el SUM de planta baja.
Nos sentamos en el medio del sillón: ni muy lejos ni muy cerca entre nosotros. Los dedos le bailaban arriba del control remoto y dudé si él también estaba nervioso. Cambió un par de canales y enganchó una de Marvel doblada al español. “¿Te jode?”, me preguntó y se me enredó la lengua queriendo hacerme la relajada. Seguro se podía poner subtítulos pero mi cerebro soltó la orden de decir “todo bien”. Miramos media escena y la cambió susurrando que era una verga en gallego. Puso una de las típicas de Adam Sandler.
—Esta va, ¿no? —me dijo apoyándome la mano en la rodilla. Creo que también metió un guiño de ojos y alguna que otra mueca con el labio. Yo me quedé estática, en posición de firmes cual abanderada de colegio en pleno himno. De a poco le empezaban a temblar los dedos, los movía con mucha sutileza en el lugar, como rozando sus yemas con la capa más externa de mi piel. Era como un zumbido silencioso y lento. Ninguno de los dos sacaba los ojos de la película. Yo tenía puesta una pollera corta de bambula que heredé de una prima y tenía los rulos en Saturno por la humedad. En esa época todavía no me depilaba la parte de arriba de las piernas y lo único que podía pensar era qué si le daban asco mis pelos. Él no parecía registrarlos. Parecía disociado. Por arriba, miraba la película, se reía de los chistes y tiraba comentarios sin mover la cabeza, casi sin mirarme; por abajo, una de sus manos jugaba con los bordes de mi pollera con vida propia y con la otra me había acercado más a él. Me latía todo el cuerpo. Todo.
Él se enredaba y desenredaba con mi pollera y en una de esas idas y vueltas se animó a esconder un dedo abajo de la bambula. Lo dejó ahí un rato. Después siguió el franeleo en cámara lenta. Entre mis nervios y el cuerpo enchufado a 220, sentí algo distinto. Me había venido. Estaba segura. ¿Qué era esa sensación si no? Bancame que voy al baño, le dije y miré de reojo desesperada a ver si había manchado el sillón blanco. Nada. Llego al toilette de la planta baja, me veo la bombacha. Nada. Rarísimo. Me lavé la cara, me acomodé el flequillo con humedad y me hice una media cola que sentí que me favorecía. Chequié devuelta. Nada. Seguía sintiendo algo ahí. Me busqué en el espejo casi sin poder mirarme a los ojos y traté de calmarme: es hoy. Vos podés. No la cagues. Me acomodé el pelo y salí convencida.
No había llegado al SUM que ya sentí desde el pasillo el murmullo concentrado de todo el grupete retumbando en las paredes. Habían vuelto del shopping porque los helados estaban muy caros o algo así. Cami estaba apoyada en uno de sus hombros y Luli se había puesto del otro lado, con una pierna medio subida arriba de él. El resto de los pibes estaban dispersos en el living y un par encararon la mesa de ping pong. Lo llamaron y lo perdí. Esa noche los más grandes hacían un fogón en la playa y mi mamá no me dejó ir.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario