Leo con un lápiz en la mano, no me sale de otra forma. Sufro cuando me prestan libros: no puedo gritar con tres signos de admiración ni dejarle una marca cómplice al próximo lector. Soy caprichosa. Me compro el libro después de devolverlo para rayonearlo a mi gusto.
Leo con un lápiz porque es mi manera de llevar esas frases a todas partes en una especie de valija mental. Hay algunas que me las sé de memoria, no me las puedo olvidar ni aunque intente. Margarita García Robayo, una colombiana que no ubico de cara pero es básicamente todo lo que quiero ser, dice que siempre que se muda, “elige” una ventana de su nueva casa con linda luz para que sea suya: esa idea me salvó en los primeros días viviendo en mi departamento nuevo. Zambra y sus definiciones borrosas de felicidad siempre me son un mimo: “Y si alguien los hubiera visto habría pensado que esa era la felicidad: bailar en pelotas en el living, sin música, interminablemente”. Me quedo con una sensación amarga y un poco de dolor de corazón cada vez que pienso en este microcuento de Cortázar: “Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son”. Me mata eso de volver a ser lo que no soy. Leo con un lápiz porque soy (o creo ser) esas frases subrayadas: si algún día me siento perdida solo tengo que buscarme en esa biblioteca, la mía, y empezar a abrir libros al azar. Lo que elijo y lo que no de quién soy está garabateado por ahí.
Subrayo mis libros porque en el fondo hay una Susanita que espera que alguien quiera leer esas marcas para entenderla, para encontrarse con las frases que le frenaron el mundo, para hacerle doble clic. Leo con un lápiz porque es mi manera de ir dibujando un caminito a mi persona más secreta. Ahí estoy, ahí estuve todo este tiempo: en el grafito gris claro, en títulos tan imponentes como “La insoportable levedad del ser” o títulos que todavía no escribí como “Mi colección de anillos rotos”.
Leo con un lápiz porque me hago la película de que mis nietos van a heredar mis libros y van a encontrarse con esa abuela que no llegaron a conocer de joven y tal vez entiendan un poco más de dónde vienen, de dónde sale su nariz medio fea, los ojos caídos para abajo, sus rulos castaños y su imán por las palabras. Juego a que van a sentir una conexión conmigo, no como yo con mis abuelos que digo que sí a todo cuando en realidad no los estoy escuchando. Tal vez las próximas generaciones sean mejores. No lo sé. Leo con un lápiz en un acto de egoísmo puro, porque creo que en el fondo necesito que todo hable de mí. Busco las flores y los aplausos hasta cuando me imagino muerta. Me agota.
Leo con un lápiz porque necesito ir haciendo ruido para sentir que existo.
Tengo una nota en el celular que dice: “Soy el peor retrato de mí mismo”. No sé si la escuché en un bondi o si es de algún literato. Siempre vuelvo a esa nota de menos de un renglón. Me da más incertidumbre que otra cosa. Y miedo. ¿Que si en realidad esa que dejé marcada por ahí no soy yo? ¿Que si alguien se enamora de esa farsa que inventé? ¿Que si nunca se arma el rompecabezas? ¿Que si lo arman y no se parece a mí?
Leo con un lápiz porque no tengo respuestas a ninguna pregunta.
Leo con un lápiz porque es más fácil que escribir y quiero dejar mi firma en algún lado. No tengo talentos: no me salen los deportes, me da vergüenza actuar, canto solo el feliz cumpleaños y cuando escribo, miento. Todo lo que está acá puede ser mentira. No hay nada para subrayar. Mis nietos no existen y los espejos tampoco.
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