—Hagamos una que diga yo te quiero con limón y saaaal —desafinaba con énfasis y nulo percate del mundo exterior.
Vos un poco que te reías y otro poco que te daba vergüenza. Reunía todas las características para ser un personaje de una comedia teatral bien bien argenta. Te hice señas de silencio para que me dejes escucharlas y seguiste enjuagando los pocos trastos sucios que quedaban silbando bajito.
La conversación de las viejas se iba desviando sin criterio: de enumerar los 12 signos del zodíaco para estampar remeras al novio de una sobrina que sabe hablar ucraniano a la teoría de los terraplanistas explicada por alguien de la radio, sin escalas. Empecé siguiéndoles el hilo pero de a poco me fui yendo por mis propias ramas. Lo único que podía pensar era en cómo hace un rato sonaba Parcels y que la luz amarillenta de tu cuarto podía ser parte del videoclip. Nosotros flotábamos sin hacer caso omiso de la melodía de fondo pero estoy segura que vibrábamos a ritmo. Me enredé en un loop secreto de detalles muy tuyos, muy nuestros, mientras tu vecina seguía monologueando de fondo sobre que Shakira bajó la calidad de sus letras desde que no está con Antonito De La Rúa.
Me tildé pensando en cada uno de tus tatuajes, siempre me dieron intriga. Sobretodo el que tenés en las costillas. Lo vi la primera vez que estuvimos juntos y me dieron ganas de pegarme lo más que pueda a vos como para calcármelo en la piel. Nunca me animé a preguntarte qué significan. Tenés mucha info en el cuerpo y preferí esperar a que vos elijas contarme -o no- de qué tratan esos garabatos que vestís en todos lados. Los repasé mentalmente mientras te pispeaba silbando de reojo hasta que la vieja pegó un grito y se quejó de algo que la mojó.
—¡O está lloviendo o es un perro meando del cielo! —coronó. Nos miramos y nos tentamos.
Cerraste la ventana y me dijiste que se terminó la función. Me agarraste de la mano y caminamos en cámara lenta hasta tu cuarto. Te sacaste la remera, volví a ver ese símbolo místico en líneas negras y finitas, esa especie de árbol otoñal con ramas que forman otra cosa. Lo recorrí con mi dedo índice como si lo estuviera remarcando, como si quisiera aprendérmelo para poder estamparlo en otro lado. Sin moverte demasiado, te estiraste y me pasaste el portarretrato de tu mesa de luz: reconocí el dibujo al instante en la popa del barco; al que no reconocí fue al hombre de remera manga corta y ojotas sonriéndole a la cámara. Me imaginé que era tu papá, no solemos hablar mucho de él. Como si fuésemos una película muda, nos acercaste todavía más la foto y señalaste la tinta negra que se colaba por abajo de la remera. Tiene un aire a vos y cara de bueno.
Devolviste el portarretrato a su lugar y soltaste la lengua. Me contaste su historia, la tuya. Que le gustaba dibujar, que su lugar en el mundo era el río, que silbaba cuando estaba contento. Cómo conoció a tu vieja y le cambió la vida. Que caminaban siempre de la mano. Cuántos años tenías cuando partió. Que te hacés el que no, pero que lo extrañás todos los días. Que la vecina de arriba fue con él al colegio y aunque no te la fumes, una vez por mes subís a que te cuente anécdotas. También me pediste que algún día escriba un cuento de él, que te gustaría regalárselo a tu vieja. Me parece muy bien, te dije. Todavía no sé cómo empezarlo ni cómo hacerle justicia. Mientras tanto, este es para vos. Te cuento que vos también silbás cuando estás contento.
—¡O está lloviendo o es un perro meando del cielo! —coronó. Nos miramos y nos tentamos.
Cerraste la ventana y me dijiste que se terminó la función. Me agarraste de la mano y caminamos en cámara lenta hasta tu cuarto. Te sacaste la remera, volví a ver ese símbolo místico en líneas negras y finitas, esa especie de árbol otoñal con ramas que forman otra cosa. Lo recorrí con mi dedo índice como si lo estuviera remarcando, como si quisiera aprendérmelo para poder estamparlo en otro lado. Sin moverte demasiado, te estiraste y me pasaste el portarretrato de tu mesa de luz: reconocí el dibujo al instante en la popa del barco; al que no reconocí fue al hombre de remera manga corta y ojotas sonriéndole a la cámara. Me imaginé que era tu papá, no solemos hablar mucho de él. Como si fuésemos una película muda, nos acercaste todavía más la foto y señalaste la tinta negra que se colaba por abajo de la remera. Tiene un aire a vos y cara de bueno.
Devolviste el portarretrato a su lugar y soltaste la lengua. Me contaste su historia, la tuya. Que le gustaba dibujar, que su lugar en el mundo era el río, que silbaba cuando estaba contento. Cómo conoció a tu vieja y le cambió la vida. Que caminaban siempre de la mano. Cuántos años tenías cuando partió. Que te hacés el que no, pero que lo extrañás todos los días. Que la vecina de arriba fue con él al colegio y aunque no te la fumes, una vez por mes subís a que te cuente anécdotas. También me pediste que algún día escriba un cuento de él, que te gustaría regalárselo a tu vieja. Me parece muy bien, te dije. Todavía no sé cómo empezarlo ni cómo hacerle justicia. Mientras tanto, este es para vos. Te cuento que vos también silbás cuando estás contento.