Anoche me fui de tu casa con sabor a nada. Bajaste a abrirme y ese último chau de vereda fue una coreografía que nos quedó incómoda a los dos. Apuré la despedida con la excusa de que se estaba por largar la tormenta y te colgué ese beso a la mitad. Decime la verdad: ¿qué te gusta de mí, de nosotros? Tengo serias sospechas de que te enamoraste del concepto de estar conmigo, no de lo que soy. Creo que yo también caí en ese vicio. Me gustás pero no me gusta lo que somos.
Nos faltó un clic y no hay culpas, son los famosos gajes del oficio. Yo estaba para que me duela la panza de la risa y vos querías que escuchemos tu playlist de culto en silencio tirados en tu sillón nuevo. Querías descorchar siempre tu tinto preferido y yo, probar todos los tipos de birra habidos y por haber. Si era por mí, me hubiese pasado una noche entera charlando de anécdotas de la infancia pero vos solo me hablabas de un futuro compartido y proyecciones que adjetivaste como nuestras. Fuimos demasiado contraste y no del bueno.
Me fui de tu casa con sabor a nada. ¿Será Covid o es que ya no me gustás? Quiero esperar a ver si en unos días pierdo el olfato, aunque no creo que pase. No, no creo. El silencio en tu puerta desafinó en mayúscula. No supe decirte en ese instante húmedo pre-tormenta que estoy desenganchada. Que ya no siento tu perfume porque dejé de prestarle atención a tus detalles. Que el mate lavado me aburre. Y que, aunque lo niegues, hace mucho tiempo no nos reímos en voz alta. Perdón, todo sigue teniendo gusto salvo vos. Hubiese preferido que sea Covid.
martes, 13 de octubre de 2020
domingo, 4 de octubre de 2020
Mechón rosa
De chiquita jugaba a ser princesa, cantante, mamá. Caminaba los tacos de mi vieja aunque me quedaban enormes, hacía la mímica de fumar con lápices de colores, daba clases de lo que sea a un cuarto lleno de peluches, me metía abajo de la mesa a hacer shows todas las noches.
El playroom de mi casa de San Juan era un laboratorio: un laboratorio de piso de alfombra, hojas en blanco para dibujar y banda de juegos inventados en el momento. Me acuerdo que no me gustaba jugar a las Barbies como a mis amigas porque odiaba el después: ordenar. Ahí te das cuenta que hay cosas que no cambian porque lo sigo evitando. Una vez jugamos al ahorcado con mi hermano y yo perdí porque no sabía que la palabra psicólogo arrancaba con P. A partir de ahí creo que empecé a hacer trampa. Perdón, Mateo, hay otras cosas que por suerte sí cambiaron.
Al principio de la cuarentena me teñí un mechón de rosa y mamá me preguntó “¿te sentís libre?”. Creo que sí, le respondí. Me dio mucha pena que sea verdad. Que la libertad se reduzca a eso.
Hay algo raro en este mundo de los grandes en el que supuestamente nos tenemos que mover. Sus códigos me quedan un poco incómodos. Y entre tanta agenda, números y pretensiones mi chiquita interior se abruma. Me deja y me da mucho trabajo encontrarla. Trato de tentarla con lápices acuarelables, cuadernos nuevos a estrenar, pisos que resbalan para girar desprolijo pero aparece y en un instante se va. Se va y me deja a mí, en este cuerpo torpe y lungo, forzando algo que en algún momento salió solo. ¿En qué momento nos creímos que la creatividad no es productiva?
Me encantaría hacer mucho silencio y susurrarle un “hola, amiguita”. Decirle que la invito a casa para que venga a jugar cuando quiera. Que podemos hacer lo que a ella le divierta. Y que si no tiene ganas de jugar podemos charlar. Que me puede contar qué quiere ser de grande y que yo le prometo que esta vez la voy a escuchar con mucha mucha atención.
Y cuando ella me pregunte a mí le voy a decir que de grande quiero ser como ella. Y ahí nos vamos a abrazar y yo voy a tener el corazón más tranquilo por haberme dado cuenta de que no perdí el norte. Sí, de grande quiero ser como una chiquita. Ya no va a hacer falta teñirme otro mechón de rosa.
El playroom de mi casa de San Juan era un laboratorio: un laboratorio de piso de alfombra, hojas en blanco para dibujar y banda de juegos inventados en el momento. Me acuerdo que no me gustaba jugar a las Barbies como a mis amigas porque odiaba el después: ordenar. Ahí te das cuenta que hay cosas que no cambian porque lo sigo evitando. Una vez jugamos al ahorcado con mi hermano y yo perdí porque no sabía que la palabra psicólogo arrancaba con P. A partir de ahí creo que empecé a hacer trampa. Perdón, Mateo, hay otras cosas que por suerte sí cambiaron.
Al principio de la cuarentena me teñí un mechón de rosa y mamá me preguntó “¿te sentís libre?”. Creo que sí, le respondí. Me dio mucha pena que sea verdad. Que la libertad se reduzca a eso.
Hay algo raro en este mundo de los grandes en el que supuestamente nos tenemos que mover. Sus códigos me quedan un poco incómodos. Y entre tanta agenda, números y pretensiones mi chiquita interior se abruma. Me deja y me da mucho trabajo encontrarla. Trato de tentarla con lápices acuarelables, cuadernos nuevos a estrenar, pisos que resbalan para girar desprolijo pero aparece y en un instante se va. Se va y me deja a mí, en este cuerpo torpe y lungo, forzando algo que en algún momento salió solo. ¿En qué momento nos creímos que la creatividad no es productiva?
Me encantaría hacer mucho silencio y susurrarle un “hola, amiguita”. Decirle que la invito a casa para que venga a jugar cuando quiera. Que podemos hacer lo que a ella le divierta. Y que si no tiene ganas de jugar podemos charlar. Que me puede contar qué quiere ser de grande y que yo le prometo que esta vez la voy a escuchar con mucha mucha atención.
Y cuando ella me pregunte a mí le voy a decir que de grande quiero ser como ella. Y ahí nos vamos a abrazar y yo voy a tener el corazón más tranquilo por haberme dado cuenta de que no perdí el norte. Sí, de grande quiero ser como una chiquita. Ya no va a hacer falta teñirme otro mechón de rosa.
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