lunes, 26 de abril de 2021

El primer chico que me tocó

Benjamín fue el primer chico que me tocó. “Me tocó” es ser demasiado generosa con el recuerdo. Fue el primero que me puso piel de gallina, me rozó suavecito la pierna con el índice. El primero que me hizo sentir grande. También fue el primero que me sacó todo eso y me devolvió a la tierra insulsa de lo que pudo ser pero al final no.
Llovía en Punta del Este y nos habíamos quedado solos por pura casualidad. Yo tenía 14 y parecía que me habían apretado con un pulgar para abajo; el famoso estirón todavía no figuraba ni por asomo y emanaba redondeces por donde se me mire. Todas las de nuestro grupo de la playa usaban bikinis triangulito y se les marcaban los huesos de la cadera. Yo seguía usando las que me elegía mi mamá en las ferias de navidad. Tenía dos obsesiones: chapar por primera vez y preguntarme todos los días cuándo me iba a venir. Él era el más alto y más grande de los varones, daba en la tecla de todos los clichés rubios pelilargos que me podían gustar. “El potro”, así lo apodamos ese verano. La versión oficial era porque una vez en una joda cantó a los gritos una canción de Rodrigo, pero cuando se iba a surfear secreteábamos la verdadera razón como si nadie se diera cuenta de que moríamos por él.
Ese día de lluvia mi vieja quizo ir a tomar café al Estrella de Mar porque había un rejunte de sus amigas de la playa. Habían mandado a toda la pendejada a tomar un helado al shopping pero yo llegué tarde. Las viejas querían hablar cosas de adultos y necesitaban borrarme del plano. Le tocaron la puerta a Benjamín, que había ido ese verano de prestado a lo de su tía, y le encajaron el paquete: yo. Me miró con cara de culo al principio pero yo me conformaba con que me esté mirando. “Vayan a ver una peli abajo, jueguen a las cartas, algo”, le dijeron. No le puso mucha cabeza al programa, se agarró de la primera orden e hizo zapping en la tele que estaba en el SUM de planta baja.
Nos sentamos en el medio del sillón: ni muy lejos ni muy cerca entre nosotros. Los dedos le bailaban arriba del control remoto y dudé si él también estaba nervioso. Cambió un par de canales y enganchó una de Marvel doblada al español. “¿Te jode?”, me preguntó y se me enredó la lengua queriendo hacerme la relajada. Seguro se podía poner subtítulos pero mi cerebro soltó la orden de decir “todo bien”. Miramos media escena y la cambió susurrando que era una verga en gallego. Puso una de las típicas de Adam Sandler.
—Esta va, ¿no? —me dijo apoyándome la mano en la rodilla. Creo que también metió un guiño de ojos y alguna que otra mueca con el labio. Yo me quedé estática, en posición de firmes cual abanderada de colegio en pleno himno. De a poco le empezaban a temblar los dedos, los movía con mucha sutileza en el lugar, como rozando sus yemas con la capa más externa de mi piel. Era como un zumbido silencioso y lento. Ninguno de los dos sacaba los ojos de la película. Yo tenía puesta una pollera corta de bambula que heredé de una prima y tenía los rulos en Saturno por la humedad. En esa época todavía no me depilaba la parte de arriba de las piernas y lo único que podía pensar era qué si le daban asco mis pelos. Él no parecía registrarlos. Parecía disociado. Por arriba, miraba la película, se reía de los chistes y tiraba comentarios sin mover la cabeza, casi sin mirarme; por abajo, una de sus manos jugaba con los bordes de mi pollera con vida propia y con la otra me había acercado más a él. Me latía todo el cuerpo. Todo.
Él se enredaba y desenredaba con mi pollera y en una de esas idas y vueltas se animó a esconder un dedo abajo de la bambula. Lo dejó ahí un rato. Después siguió el franeleo en cámara lenta. Entre mis nervios y el cuerpo enchufado a 220, sentí algo distinto. Me había venido. Estaba segura. ¿Qué era esa sensación si no? Bancame que voy al baño, le dije y miré de reojo desesperada a ver si había manchado el sillón blanco. Nada. Llego al toilette de la planta baja, me veo la bombacha. Nada. Rarísimo. Me lavé la cara, me acomodé el flequillo con humedad y me hice una media cola que sentí que me favorecía. Chequié devuelta. Nada. Seguía sintiendo algo ahí. Me busqué en el espejo casi sin poder mirarme a los ojos y traté de calmarme: es hoy. Vos podés. No la cagues. Me acomodé el pelo y salí convencida. 
No había llegado al SUM que ya sentí desde el pasillo el murmullo concentrado de todo el grupete retumbando en las paredes. Habían vuelto del shopping porque los helados estaban muy caros o algo así. Cami estaba apoyada en uno de sus hombros y Luli se había puesto del otro lado, con una pierna medio subida arriba de él. El resto de los pibes estaban dispersos en el living y un par encararon la mesa de ping pong. Lo llamaron y lo perdí. Esa noche los más grandes hacían un fogón en la playa y mi mamá no me dejó ir.



domingo, 11 de abril de 2021

Los espejos no existen

Leo con un lápiz en la mano, no me sale de otra forma. Sufro cuando me prestan libros: no puedo gritar con tres signos de admiración ni dejarle una marca cómplice al próximo lector. Soy caprichosa. Me compro el libro después de devolverlo para rayonearlo a mi gusto.

Leo con un lápiz porque es mi manera de llevar esas frases a todas partes en una especie de valija mental. Hay algunas que me las sé de memoria, no me las puedo olvidar ni aunque intente. Margarita García Robayo, una colombiana que no ubico de cara pero es básicamente todo lo que quiero ser, dice que siempre que se muda, “elige” una ventana de su nueva casa con linda luz para que sea suya: esa idea me salvó en los primeros días viviendo en mi departamento nuevo. Zambra y sus definiciones borrosas de felicidad siempre me son un mimo: “Y si alguien los hubiera visto habría pensado que esa era la felicidad: bailar en pelotas en el living, sin música, interminablemente”. Me quedo con una sensación amarga y un poco de dolor de corazón cada vez que pienso en este microcuento de Cortázar: “Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son”. Me mata eso de volver a ser lo que no soy. Leo con un lápiz porque soy (o creo ser) esas frases subrayadas: si algún día me siento perdida solo tengo que buscarme en esa biblioteca, la mía, y empezar a abrir libros al azar. Lo que elijo y lo que no de quién soy está garabateado por ahí.

Subrayo mis libros porque en el fondo hay una Susanita que espera que alguien quiera leer esas marcas para entenderla, para encontrarse con las frases que le frenaron el mundo, para hacerle doble clic. Leo con un lápiz porque es mi manera de ir dibujando un caminito a mi persona más secreta. Ahí estoy, ahí estuve todo este tiempo: en el grafito gris claro, en títulos tan imponentes como “La insoportable levedad del ser” o títulos que todavía no escribí como “Mi colección de anillos rotos”.

Leo con un lápiz porque me hago la película de que mis nietos van a heredar mis libros y van a encontrarse con esa abuela que no llegaron a conocer de joven y tal vez entiendan un poco más de dónde vienen, de dónde sale su nariz medio fea, los ojos caídos para abajo, sus rulos castaños y su imán por las palabras. Juego a que van a sentir una conexión conmigo, no como yo con mis abuelos que digo que sí a todo cuando en realidad no los estoy escuchando. Tal vez las próximas generaciones sean mejores. No lo sé. Leo con un lápiz en un acto de egoísmo puro, porque creo que en el fondo necesito que todo hable de mí. Busco las flores y los aplausos hasta cuando me imagino muerta. Me agota.

Leo con un lápiz porque necesito ir haciendo ruido para sentir que existo.

Tengo una nota en el celular que dice: “Soy el peor retrato de mí mismo”. No sé si la escuché en un bondi o si es de algún literato. Siempre vuelvo a esa nota de menos de un renglón. Me da más incertidumbre que otra cosa. Y miedo. ¿Que si en realidad esa que dejé marcada por ahí no soy yo? ¿Que si alguien se enamora de esa farsa que inventé? ¿Que si nunca se arma el rompecabezas? ¿Que si lo arman y no se parece a mí?

Leo con un lápiz porque no tengo respuestas a ninguna pregunta.

Leo con un lápiz porque es más fácil que escribir y quiero dejar mi firma en algún lado. No tengo talentos: no me salen los deportes, me da vergüenza actuar, canto solo el feliz cumpleaños y cuando escribo, miento. Todo lo que está acá puede ser mentira. No hay nada para subrayar. Mis nietos no existen y los espejos tampoco.