jueves, 22 de agosto de 2019

11 días nublados

Mi vieja cuenta que el primer año de casada anotó que solo hubo 11 días nublados. Me lo dijo una vez hace mucho a modo anecdótico y nunca me lo olvidé. Creo que, hoy, mirándolo con un poco de retrospectiva, me llama la atención que no me haya contado que fueron 344 días de sol.

La pobre porteña encerrada en San Juan, extrañaba la humedad que le inflaba el pelo, el pegote en la piel los días de calor subida a la línea D y, sobre todas las cosas, añoraba los domingos de lluvia que ameritaban estar todo el día en pijama. Supongo que ese registro del clima no era más que un débil grito de nostalgia.

Hace poco hubo una semana (o un poco más) sin que salga el sol. Fueron días fríos, grises. Bajos de energía. Me excusé con que el clima no aportaba y me di de baja de varios programas que no me tentaban. Estuvo bueno, era un sentimiento colectivo, legítimo. Era válida mi excusa.

Supongo que la vieja extrañaba no poder echarle la culpa al día nublado para disfrazar sus pocas ganas de estar ahí. Supongo que durante un año esperó un changüí de arriba que le regale la posibilidad de descansar, de decir basta por un ratito, de volver a lo cómodo y conocido. De poner pausa del frenesí de una rutina que no sentía propia, que no la tenía contenta. Supongo que se debería haber dado cuenta que había algo que no estaba funcionando y no era precisamente el clima.

Supongo que yo debería haber entendido que entre mis papás algo estaba roto y que me habían dado señales a lo largo de mi infancia. No entiendo por qué me sorprendí tanto cuando me anunciaron lo inevitable, por qué me costó tanto lidiar con el asunto. La agenda de mamá lo tenía anotado, lo había visto venir allá por 1992: en ese primer año de casados hubo 11 días nublados.

También hubo 344 días de sol; aunque eso no importó. No se puede cambiar el título de esta historia, qué se le va a hacer. Algunos dicen que el destino está escrito en la palma de la mano, en el cosmos o en el árbol genealógico. Yo digo que el destino no está tan lejos: está anotado con tinta azul en el margen de algún cuaderno Rivadavia. Con letras desprolijas, chiquitas, garabateadas casi al azar. Hay verdades que se esconden en jeroglíficos intraducibles al qwerty pero, por suerte, también quedan márgenes sin escribir.

Le voy a comprar un cuaderno nuevo a mi mamá, ojalá que este año tome mucho sol.

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