domingo, 25 de agosto de 2019

Billetes en blanco y negro

Le pagué con una buena pila de billetes de 10 pesos desordenados y arrugados. Eran muchos porque habíamos estado unas cuatro horas que sumaban más de $250 y, además, nos queríamos sacar el cambio de encima. El señor que trabaja en la caja del estacionamiento de 9 de julio y Juncal me dijo que no me preocupe; que su abuelo, en uno de los pocos recuerdos en blanco y negro que le quedan, los entregaba así. En realidad, los daba más arrugados todavía. Me mostró con su mano surcada cómo su abuelo (que habrá nacido en 1850 me imagino) se aferraba al papel y lo hacía bolita antes del intercambio. Se le escapaba un hoyuelo entre sus arrugas y creo que también una lágrima.

Me charló un poquito más mientras se formaba fila atrás mío pero a él no le importaba. Mis amigas esperaban arriba del Ford Ka, con balizas. Un hombre de traje que me respiraba en la nuca me preguntó si ya había pagado porque estaba apurado. Le creí, no paraba de contar los segundos golpeando la suela de sus de zapatos de marca contra el piso y chequeaba su reloj como si fuese una coreografía. Me incomodé, me puso tan nerviosa que hice una mueca medio rara y dejé al viejo con las palabras en la boca.

Me subí al auto hecha un desastre, como de costumbre, y tardé unos segundos en arrancarlo. La copilota me preguntó por qué había tardado tanto y puse primera en silencio. Me hubiese gustado decirle que maneje ella, que yo después veo cómo me vuelvo. Segunda, flechas en el piso, la salida a la derecha. Que quería seguir charlando con el señor, que me dio ganas de saber más de él, que me pareció que estaba muy solo. Tercera, salí en Juncal, doblá a la derecha dice Google Maps. Que me di cuenta que en el fondo todos estamos un poco solos. Que al final somos una anécdota, o muchas, o ninguna. Cuarta. Panamericana. Quinta. Que no sé a dónde voy tan apurada. Estoy cansada. Que ese señor trabaja en una caja de vidrio en el subsuelo de una avenida y que su abuelo trabajaba al aire libre y que por eso le gustaba visitarlo al laburo y que lo extraña y que tiene miedo de olvidarse de él. Bajá en Capitan Juan, yo te pago el peaje, me dijo. Me dio un billete de $100 nuevito porque nos habíamos gastado todo el cambio y la chica de Autopistas del Sol me hizo cara de que le estaba cagando la vida. ¿Más chico no tenés? No, perdoná. Le puse cara al abuelo del tipo del estacionamiento y me lo imaginé arrugando la jeta de San Martín. Me devolvió tres billetes y dos monedas. ¿Desde cuándo hay monedas de 10 pesos? Apoyé todo arriba de la guantera y la copilota los ordenó con las caritas para el mismo lado y de menor a mayor.  
— No es de TOC— se apuró a decirme—, es que mi abuela me enseñó a ordenarlos así y bueno, cada loco con su tema, qué sé yo.
— ¿Te da miedo que se olviden de vos?
La descoloqué.
— Nada, nada, perdón— arremetí rápido— ¿Acá a la derecha, no?
Asintió.

Me quedé sola en el auto, puse balizas. Abrí la billetera y me fijé si guardo mi plata de alguna forma. Confirmé lo que intuía: pongo los billetes doblados a la mitad en fajos bastante aleatorios. No sé de quién lo heredé o a quién se lo copié. A veces no sé de dónde vengo. Saqué las balizas. Tampoco sé a dónde voy. 



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