Me abrocho el cinturón en el penúltimo agujerito pensando en cómo tus manos gruesas van a deshacer mi acción. Me miro al espejo por última vez y, perfumada, salgo a encontrarte. Me siento completa, terminada, digna de enmarcar.
Toda esa completud se desarma cuando te acercás, de a poquito, y me decís algo al oído. Te distraés con mis argollas de plata, las descubrís y pasan a ser tu juguete preferido. Te encaprichás y afirmás que soy tuya. Que no me querés compartir. Me convertís en espectadora activa, viendo mi última media hora en marcha atrás: me despeinás, me desatás, me desacomodás. Te cedo el control remoto y apretás rewind a tu gusto. Pausa. Play devuelta. La película va y viene un rato más.
Cuando vuelvo a casa, el espejo me espera con una sonrisa. Me veo más alta y más llena que cuando me fui. Me gusto desarmada. Es algo nuevo y me da miedo, me da miedo que me rompas.
Más miedo me da que me guste estar rota.
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