Un martes me largué a llorar lavando los platos. Ese fue el día que me uní al sindicato de las amas de casa infelices. Mi bautismo se hizo oficial con la entrada al grupo de Whatsapp. Damas de Casa y una copita de vinito rezaba el título que, como un paragüas, amparaba a todas, reunidas, pegadas, hermanadas, contra los desvaríos del contexto.
La que tuvo la iniciativa de sumarme fue Claudia, mi vecina. Compartimos medianera y decidimos ponerle una ligustrina para que quede más estético. Más armónico, fen shui, ruido visual y no sé qué más me dijo Claudia cuando se me apareció, invasiva, por el costado de casa. Coincido cien por cien, le dije yo con mi mejor cara de primera dama, apretando los cachetes, asintiendo suavecito y sonriendo en línea recta; al poco tiempo viviendo en Los Naranjos perfeccioné la expresión hasta -casi- parecer una nativa.
Ese primer día que la conocí me dio un paneo general de todo el barrio. Chismes, apodos, normas de comportamiento que tenía que saber. Lo importante. De a poco y en distintos eventos me fue presentando en persona a todas las integrantes del sindicato que ya me había dado a conocer a través de cuentos de mala fe. Ahí viene la del marido falopero, me susurraba para adentro con sus ojos verdes, saltones y llenos de rimmel apretando los labios. Automáticamente yo sabía de quién me estaba hablando y tenía una pauta para saber qué sí y qué no. Porque con Claudia aprendí que lo que uno calla es más importante que lo uno dice y gracias a ella pasé con honores la ronda de primeras impresiones.
Ella quería saber cómo lo conocí a Matías, mi marido. Siempre que podía sacaba data de cómo era la dinámica acá en casa y si nos decíamos cosas como gordi o amor mío. La primera vez que salí con él, le contaba a Claudia, conoció a mi familia de una y lo demás salió solo. Hubo una segunda parte casi involuntaria, improvisada, en esa cita de inauguración. Dos birras cada uno, un par de carcajadas en voz alta, qué linda sos y la cuenta por favor. Estábamos por volver del bar y mi celular vibró fuerte con el nombre de mi hermano. Me hice la boluda dos veces y a la tercera atendí. No me solía llamar de noche y mucho menos un día de semana. Hola, sí, qué tal, sí, soy yo.
—Es la enfermería de un boliche —le conté a Matías tapando el micrófono del celular.
Juan Ignacio estaba en una fiestita de egresados y en plena fase de rebeldía, excesos y toda la bola, había tomado de más. Estábamos cerca así que partimos al rescate. Hecho el tramiterio para llevarme al menor de edad ebrio, cayó la vieja. Así que ahí sin más, se conocieron. Mamá, Tute. Tute, mamá. Coni, mi madre, es conocida por ser una radio. La mujer puede hablar largo y tendido con una planta, con el cajero de un supermercado, un bebé de 2 años e, incluso, un pobre pibe que acababa de conocer. Juanchi estaba en el nivel de pedo babosa, ese que no tiene articulaciones ni hilos conductores. Había pasado por todos los estados: el “esto no me pega”, el “es la mejor noche de mi vida”, el pedo un poco violento, el famoso “cómo te quiero, hermano” hasta llegar al momento icónico, deplorable y del que probablemente no hay retorno: abrazar el tacho de basura de un boliche. Terminó el rescate con los 4 en casa y cuando se fueron todos a dormir, Matías me robó lo que se congeló en el recuerdo como nuestro primer beso. Ese día me gustó todo de él: su inteligencia práctica, su espontaneidad, el hecho de que se haya parlado a mi vieja con una sonrisa y, sobre todo, lo que más me gustó fue ese beso. Mi vieja en el café de la mañana del día después me retó porque no le avisé que estaba con compañía y ella había ido sin rimmel y con el camisón abajo del tapado. No le llegué a responder y con una sonrisa de oreja a oreja me preguntó de qué signo era. Me encanta un ariano para vos, dijo después.
Ni el horóscopo ni la predicción más pesimista me hubiesen advertido de que esa inteligencia práctica se iba a volver frialdad; la espontaneidad y la charla políticamente correcta, en conveniencia; y, que, ya pasado el aniversario número 5 de casados, el cariño físico se redujo a cumpleaños y efemérides varios, dejó de ser gratis y al azar. No había forma que mi yo veintiañera, tan virgen de desilusiones y cargada de expectativas, hubiese visto venir esa evolución del -abro signo de preguntas- amor. Tal vez hubo señales a lo largo del camino y no las supe registrar, ni yo ni nadie. Matías nos tenía embelesados; cayó tan bien al principio que se compró mi lealtad y la de mi familia en tiempo récord.
Mirando en retrospectiva, le decía yo a Claudia, puede ser que sí, que las señales estaban ahí. Cuando todavía seguíamos haciendo el baile de la cuenta hubo una pequeña advertencia, un ruidito que desentonó pero ignoré. En pleno juego del pago-yo, no-dejá-yo-te-invité, no-enserio, yo-también-te-digo-enserio, bueno-está-bien-yo-la-propina, dale-hacemos-así, tuve un mini instante epifánico en el que hizo algo que me cayó mal y que nunca conté. Él pagó el vino que tomamos en una vereda de Caballito, en mesitas de plástico, con sillas de plástico, en vasos -también- de plástico. Yo dejé 100 pesos para la propina porque hace poco había cobrado y me sentía generosa. La moza se confundió en algo mínimo al final y él hizo jugar mi billete de Evita diciendo en un inglés británico muy bien pronunciado: “oh, oh, no tip for the girl”, y metió mi aporte en su billetera. Me puso incómoda pero me reí para quedar bien. Esa noche volví a casa y soñé que le cortaba. Cuando me desperté me di cuenta que todavía no éramos nada y que iba a dejar que fluya. Y así fluimos por muchos, muchos, años más.
Nuestra vida en Los Naranjos era una obra de teatro de mal gusto pero eso no se lo conté a Claudia de una. Desencontrados en el deseo, discutiendo si azúcar o edulcorante en las recetas y solitarios, cada uno con un momento de soliloquio, monologueábamos sin escucharnos. Me dio pudor contarle eso. También había algo de resignación, de no aceptarlo. De no aceptarnos. Por eso es que de una no me agregaron al grupo de Whatsapp de las infelices. Pero Claudia era viva, era bicha, tenía un sexto sentido para olfatear a las suyas y de a poco me sacó la ficha.
En el grupo había, sin contarme a mí, cuatro minas en sus treintitantos. Y Claudia, la administradora, la única arriba de los 40. Divorciada, con dos mellizos que desde que empezaron la facultad vivían en la casa del padre. Se quedó embarazada de muy chica y se casó de apuro con el noviecito de turno porque la familia de él, unos doble apellido de Recoleta, no podían con el qué dirán. El matrimonio duró hasta que los chicos festejaron sus 12 años y ella se llevó una torta de guita. Nunca me dio mucho detalle sobre el tema pero se puede ver perfectamente en sus tetas hechas, la casa de tres pisos con pileta que nadie usa, las mucamas hasta en el fin de semana -que más que limpieza su servicio es el de darle compañía- y la camioneta Dodge estacionada en su garage.
El resto era un mix interesante. Camila, una mami fit que iba al gimnasio cinco veces a la semana para descargar la bronca que se comía en silencio desde que se enteró que su marido la cagaba. La Tana, una abogada que supo ser muy exitosa en lo suyo pero que ahora organizaba eventos de vez en cuando porque el marido le pidió que renuncie porque estaba ganando más que él. Mechi, una viuda reciente que no hablaba casi nunca y salía de su casa solo para ir al mercadito del barrio. Pilar, la que estaba casada con el falopero (y creo yo, adicto al juego). Y, por último, Luisa, la más pendeja, la más flaca, la más hegemónica, la que le metía los cuernos al marido con todo macho que entre en su radar para llenar el vacío de sentirse invisible.
Las Damas de Casa tenían una dinámica diagramada para acompañar en la soledad e ingratitud ajena. Pero a pesar de que los chistes y los consejos de autoayuda eran constantes, su caballito de batalla eran las juntadas de los martes. El sindicato se reunía con copa de vino en mano y no había marido, ni hijo, ni ex (muerto o vivo) que pudiera impedirlo. Ese martes que me largué a llorar enfrente de una pila de platos sucios, hablé con Claudia y propuso mi incorporación al grupo. Esa misma noche fui hasta el Club House y me compartieron de su tinto. Les conté mi historia. Les hablé de Matías, del silencio de casa, hasta les conté el episodio de la propina. Ellas me contaron en primera persona lo que Claudia me había resumido en charlas de vereda. Luisa y la Tana lloraron un poco y tres Malbecs después, solo se escuchaban carcajadas. Ahí no eran tan infelices; tal vez un poco alcohólicas pero, aunque sea por un rato, infelices no.
Volví a casa y Matías estaba tirado en el sillón escuchando un podcast de finanzas. Nos dimos un beso por inercia. Insípido y sin amor. Lo miré un rato, él no me miró. Qué pasa, me dijo de reojo. Yo lloraba en silencio. Quiero el divorcio. Me preguntó por qué y no se lo supe explicar bien. No quiero ser más infeliz, no quiero ser más infeliz, repetía yo, como una especie de mantra, entre sollozos.
—¿No sos feliz? —preguntó sin parpadear.
—¿Vos sí?
Nos miramos fijo. Se escuchaba muy fuerte el silencio. Los dos nos mordimos el labio de abajo; yo para no llorar, él no sé porqué.
martes, 31 de marzo de 2020
lunes, 30 de marzo de 2020
Aunque
Me habló una mina por Instagram de la nada y me preguntó si alguna vez me había enamorado. Me descolocó un poco y me quedé tildada frente a las notificaciones por un rato. Primero necesité ponerme en contexto y entender por qué me preguntaba eso, por qué podía llegar a interesarle. Saqué conclusiones. Leyó mi blog, le dio intriga. Le di intriga. Sintió que me conocía, no sé. Me cuestioné un poco cuánta intimidad muestro en el mundo digital y tuve un momento de paranoia con lo transparentes y vulnerables que somos aunque no mostremos piel. Siguiente tema a resolver: qué le respondo a mi primera lectora. Bueno, primera lectora que no sea amiga o familiar. Primera lectora que me lee por voluntad propia, porque me buscó, porque le gusté. ¿Le miento? Me dio miedo pincharle la imagen mía que creó, aunque no sepa cuál es ni si es buena. Decidí que le iba a decir la verdad.
Creo que sí, le escribí. Y abajo me corregí, verborrágica y poco concisa como de costumbre, le dije que sí, que varias veces, que nunca correspondido. Era cierto eso, sí. Quise seguir explicándole que en realidad no sé bien qué es estar enamorada, que creo que debe haber algo más que todavía no sentí. Porque si lo que viví hasta ahora es el famoso amor no entiendo por qué tiene tanto marketing. El amor no debe ser eso. Me acordé que a los 14, 15, años me plantié un dilema parecido y lo metía en cada conversación que me daba pie. El debate era sobre las diferencias entre el enamoramiento y el amor y yo no tenía ninguna postura al respecto. Me gustaba escuchar opiniones de los que sabían, de los que tenían data de primera mano. Información fresca. Lo mío era más bien recolección de datos, un estudio sociológico basado en Gossip Girl y Casi Ángeles. Siempre me salió bien no tener opinión sobre algunos temas pero igual poder hablarlos hasta el cansancio, no todos pueden. No entiendo porqué la tibieza se ve como algo malo. Estaba por ponerle que perdón, que en realidad nunca me enamoré de verdad y la vi escribiendo sobre mi chat. Borré lo mío. Se ve que ella también dudaba porque escribía y dejaba de escribir en loop, ensayaba sobre la conversación una respuesta que amagaba con salir y se volvía a esconder. Había cierto morbo en pararme congelada enfrente a ese typing con puntitos suspensivos y tratar de adivinar qué me iba a decir.
Te deseo que te vuelvas a enamorar y que te corresponda.
Tardó más de 5 minutos en esbozar esa oración y me parece que eso le dio más validez, como si fuese sincero. Después me pidió que siga escribiendo aunque me enamore, aunque me correspondan. No entendí bien porque puso “aunque” pero se lo prometí. Gracias, me dijo. A vos, le dije yo.
Creo que sí, le escribí. Y abajo me corregí, verborrágica y poco concisa como de costumbre, le dije que sí, que varias veces, que nunca correspondido. Era cierto eso, sí. Quise seguir explicándole que en realidad no sé bien qué es estar enamorada, que creo que debe haber algo más que todavía no sentí. Porque si lo que viví hasta ahora es el famoso amor no entiendo por qué tiene tanto marketing. El amor no debe ser eso. Me acordé que a los 14, 15, años me plantié un dilema parecido y lo metía en cada conversación que me daba pie. El debate era sobre las diferencias entre el enamoramiento y el amor y yo no tenía ninguna postura al respecto. Me gustaba escuchar opiniones de los que sabían, de los que tenían data de primera mano. Información fresca. Lo mío era más bien recolección de datos, un estudio sociológico basado en Gossip Girl y Casi Ángeles. Siempre me salió bien no tener opinión sobre algunos temas pero igual poder hablarlos hasta el cansancio, no todos pueden. No entiendo porqué la tibieza se ve como algo malo. Estaba por ponerle que perdón, que en realidad nunca me enamoré de verdad y la vi escribiendo sobre mi chat. Borré lo mío. Se ve que ella también dudaba porque escribía y dejaba de escribir en loop, ensayaba sobre la conversación una respuesta que amagaba con salir y se volvía a esconder. Había cierto morbo en pararme congelada enfrente a ese typing con puntitos suspensivos y tratar de adivinar qué me iba a decir.
Te deseo que te vuelvas a enamorar y que te corresponda.
Tardó más de 5 minutos en esbozar esa oración y me parece que eso le dio más validez, como si fuese sincero. Después me pidió que siga escribiendo aunque me enamore, aunque me correspondan. No entendí bien porque puso “aunque” pero se lo prometí. Gracias, me dijo. A vos, le dije yo.
domingo, 22 de marzo de 2020
Pausa
Caminamos al estacionamiento pero no me quería subir al auto. Es raro, no sé cómo explicar que me encapriché mentalmente con que estábamos viviendo el momento perfecto y no estaba lista para que se termine. Encima me miraste con ese tinte de picardía tan característico tuyo y ¿cómo pretendés que no quiera quedarme a vacacionar en la vereda?
En realidad, 5 y medio, 5 y tres cuartos. Lo redondié porque no quería dar detalles de qué pasó con esos puchitos que faltaban. No tenía ganas de explicarte cómo lo que más me gusta de mi película preferida es que no tenga final feliz (¿porque qué son los finales felices, al final?) pero por mucho que me guste hay veces que no puedo terminarla porque me duele demasiado. Me pasó más de una vez de empezar a verla y tener que dejarla porque me rompe despacito ser cómplice del desencuentro y creo que por eso no quería subirme al auto. Me fumé demasiados puchos uno atrás de otro con tal de estirarnos por un rato. Estirarte. Preferí redondear a seis y hablamos un rato más de cine.
Durante toda esa conversación estuviste jugando con mis 5 pesos, cambiándolos de bolsillo a bolsillo y, al final, te los guardaste y me dijiste que en 40 años me los ibas a devolver para que se los dé a mis nietos. Asentí. También me preguntaste si podíamos guardarnos ese momento para siempre y yo te dije que para siempre no existe.
—Guardátelo igual y en 40 años me lo devolvés —dijiste y me volviste a abrazar. Puse pausa. Esta película tampoco la quiero terminar.
Te apoyaste contra el auto y me abrazaste mientras me terminaba el pucho. Pusiste las manos en los bolsillos de atrás de mi pantalón y te encontraste con un billete de 5 pesos. Ya sé que no están más vigentes pero quería guardarle uno de recuerdo a mis nietos, qué sé yo. Te salió una carcajada ante mi explicación y se te marcaron los hoyuelos. Supongo que te reías de mí y no conmigo pero no me importó, me gusta verte reír.
—¿Cuántas veces viste tu película preferida? —te pregunté de la nada.
Me gusta saber ese dato. Dice mucho de una persona. Te reíste devuelta y me dijiste que, una vez más, confirmabas que yo era un bicho raro, que la gente normal pregunta cuál es tu preferida y listo, no la cantidad. Yo levanté los hombros y, tímida, di otra pitada.
—Creo que ocho o nueve —me respondiste después de un ratito de silencio. —¿Vos?
Me prendí un cigarrillo más.
—Seis.
Me gusta saber ese dato. Dice mucho de una persona. Te reíste devuelta y me dijiste que, una vez más, confirmabas que yo era un bicho raro, que la gente normal pregunta cuál es tu preferida y listo, no la cantidad. Yo levanté los hombros y, tímida, di otra pitada.
—Creo que ocho o nueve —me respondiste después de un ratito de silencio. —¿Vos?
Me prendí un cigarrillo más.
—Seis.
En realidad, 5 y medio, 5 y tres cuartos. Lo redondié porque no quería dar detalles de qué pasó con esos puchitos que faltaban. No tenía ganas de explicarte cómo lo que más me gusta de mi película preferida es que no tenga final feliz (¿porque qué son los finales felices, al final?) pero por mucho que me guste hay veces que no puedo terminarla porque me duele demasiado. Me pasó más de una vez de empezar a verla y tener que dejarla porque me rompe despacito ser cómplice del desencuentro y creo que por eso no quería subirme al auto. Me fumé demasiados puchos uno atrás de otro con tal de estirarnos por un rato. Estirarte. Preferí redondear a seis y hablamos un rato más de cine.
Durante toda esa conversación estuviste jugando con mis 5 pesos, cambiándolos de bolsillo a bolsillo y, al final, te los guardaste y me dijiste que en 40 años me los ibas a devolver para que se los dé a mis nietos. Asentí. También me preguntaste si podíamos guardarnos ese momento para siempre y yo te dije que para siempre no existe.
—Guardátelo igual y en 40 años me lo devolvés —dijiste y me volviste a abrazar. Puse pausa. Esta película tampoco la quiero terminar.
viernes, 20 de marzo de 2020
Ojos cerrados
No me volví a cruzar al Negro hasta las 7 de la mañana. Ya quedaba poca gente, era muy de día, algunos nos habíamos engafado y estábamos bailando techno con los ojos cerrados. Alguien me interrumpió queriéndose probar mis anteojos de sol. Abrí los ojos y estaba él enfrente mío, moviendo los hombros a mi ritmo. Le quedaban bien pero a mí me quedaban mejor, me dijo algo así y me los devolvió. Me preguntó cómo me volvía y le mostré las llaves del auto que tenía enganchadas en el cinturón para no perderlas. Se le iluminó la cara y se me acercó más.
—Decime que te sobra lugar —me dijo en su voz ronca y bajita, sonrisa a medias.
Hice un gesto de que no lo escuché para que tenga que venir todavía más cerca. Me agarró de la cintura, quedamos bastante pegados y repitió lo que me había preguntado antes.
Yo había salido mano a mano con un amiga y sabía perfecto que me estaba pidiendo porque si no quedaba varado en pleno descampado en Pilar, pero tampoco me jodía que me use de remis.
—Te negocio una vuelta a cambio de un bajón.
—Firmo contrato —dijo sonriendo y seguimos bailando teñidos de naranja un rato más hasta que apareció Camila.
Estaba medio enculada, insistiendo con que estaba para volverse. No le importó mucho verme con el Negro. Yo había pensado que se volvía con el pibito con el que había estado toda la noche pero entendí su mal humor cuando nos interrumpió devuelta para decir "le hablé a Juanma y me clavó" y lo coronó con su mejor cara de me-quiero-ir, a modo de ultimátum. Y como siempre, en mi modus operandi de ser demasiado complaciente, cedí ante su capricho y partimos.
En la caminata al auto nos cruzamos a la mitad de la fiesta y entre todos esos conocidos, a un amigo del Negro que andaba a los besos con una rubia. Nos vio a lo lejos y empezó a gritarnos borracho preguntando cómo nos volvíamos. El Negro me miró y me preguntó si nos entraban. Cami no frenó e hizo un gesto muy poco sutil de ni en pedo. "Obvio, sumensé", le dije sonriendo a su amigo y eso hicieron. Reitero, soy muy complaciente.
El Negro cantó shotgun y encaró directo la puerta de adelante. Cami se cagó de risa pensando que yo la iba a defender, cosa que no pasó. "Él se avivó primero", dije algo así mientras me ponía el cinturón. Me vendí ante el pibito de turno. Sí, lo defendí a él, que me juzgue la historia. Camila se puso más de mal humor.
La vuelta fue un estallo de risa. De repente me convertí en una versión mía que me cae muy bien, que me gusta ser y que pocas veces soy. Con el Negro le hicimos una entrevista a la rubia que rozaba el stand-up. En un semáforo me agarró la mano y me dijo que no se había olvidado que íbamos a bajonear juntos. Sonó una canción vieja en la radio que no me logro acordar y la cantamos jugando al videoclip y la puta madre cómo me gustaba.
Al amigo del Negro se le ocurrió boludear a Camila y ella mandó a todos a cagar. Se estiró un silencio incómodo y el Negro me preguntó al oído qué íbamos a hacer. Miré a Cami por el espejo retrovisor y me di cuenta que su mal humor era porque tenía ganas de llorar. Respiré y me odié un poco por ser tan empática. Me hubiese encantado que me dé lo mismo, dejarla en su casa e ir a comer sobras de la noche anterior sentada en la mesada de este pibe. Lo miré a él. No puede estar tan bueno, pensé.
—El bajón va a tener que ser otro día —me quería matar pero sabía que era lo correcto—. Los dejo a ustedes primero y después la llevo a ella a su casa.
Un par de cuadras después los pibes y la rubia se bajaron del auto y, efectivamente, Cami se largó a llorar. Nunca me preguntó quién era ese, si me había divertido, si me gustaba. Quedó como una anécdota sin remate que ni siquiera llegué a contar.
No sé si lo voy a volver a ver. Me seguirá debiendo el bajón hasta nuevo aviso y yo veré si le cobro intereses a una promesa que hizo borracho una noche cualquiera. No voy a maquinear con qué hubiese pasado si jugaba mis cartas distinto. No sé cuánto tiempo pasará hasta que volvamos a coincidir en tiempo y espacio pero ojalá que, si me lo llego a cruzar, me vuelva a encontrar bailando con los ojos cerrados. Tal vez vibremos un rato juntos, tal vez hasta lleguemos a bajonear.
—Decime que te sobra lugar —me dijo en su voz ronca y bajita, sonrisa a medias.
Hice un gesto de que no lo escuché para que tenga que venir todavía más cerca. Me agarró de la cintura, quedamos bastante pegados y repitió lo que me había preguntado antes.
Yo había salido mano a mano con un amiga y sabía perfecto que me estaba pidiendo porque si no quedaba varado en pleno descampado en Pilar, pero tampoco me jodía que me use de remis.
—Te negocio una vuelta a cambio de un bajón.
—Firmo contrato —dijo sonriendo y seguimos bailando teñidos de naranja un rato más hasta que apareció Camila.
Estaba medio enculada, insistiendo con que estaba para volverse. No le importó mucho verme con el Negro. Yo había pensado que se volvía con el pibito con el que había estado toda la noche pero entendí su mal humor cuando nos interrumpió devuelta para decir "le hablé a Juanma y me clavó" y lo coronó con su mejor cara de me-quiero-ir, a modo de ultimátum. Y como siempre, en mi modus operandi de ser demasiado complaciente, cedí ante su capricho y partimos.
En la caminata al auto nos cruzamos a la mitad de la fiesta y entre todos esos conocidos, a un amigo del Negro que andaba a los besos con una rubia. Nos vio a lo lejos y empezó a gritarnos borracho preguntando cómo nos volvíamos. El Negro me miró y me preguntó si nos entraban. Cami no frenó e hizo un gesto muy poco sutil de ni en pedo. "Obvio, sumensé", le dije sonriendo a su amigo y eso hicieron. Reitero, soy muy complaciente.
El Negro cantó shotgun y encaró directo la puerta de adelante. Cami se cagó de risa pensando que yo la iba a defender, cosa que no pasó. "Él se avivó primero", dije algo así mientras me ponía el cinturón. Me vendí ante el pibito de turno. Sí, lo defendí a él, que me juzgue la historia. Camila se puso más de mal humor.
La vuelta fue un estallo de risa. De repente me convertí en una versión mía que me cae muy bien, que me gusta ser y que pocas veces soy. Con el Negro le hicimos una entrevista a la rubia que rozaba el stand-up. En un semáforo me agarró la mano y me dijo que no se había olvidado que íbamos a bajonear juntos. Sonó una canción vieja en la radio que no me logro acordar y la cantamos jugando al videoclip y la puta madre cómo me gustaba.
Al amigo del Negro se le ocurrió boludear a Camila y ella mandó a todos a cagar. Se estiró un silencio incómodo y el Negro me preguntó al oído qué íbamos a hacer. Miré a Cami por el espejo retrovisor y me di cuenta que su mal humor era porque tenía ganas de llorar. Respiré y me odié un poco por ser tan empática. Me hubiese encantado que me dé lo mismo, dejarla en su casa e ir a comer sobras de la noche anterior sentada en la mesada de este pibe. Lo miré a él. No puede estar tan bueno, pensé.
—El bajón va a tener que ser otro día —me quería matar pero sabía que era lo correcto—. Los dejo a ustedes primero y después la llevo a ella a su casa.
Un par de cuadras después los pibes y la rubia se bajaron del auto y, efectivamente, Cami se largó a llorar. Nunca me preguntó quién era ese, si me había divertido, si me gustaba. Quedó como una anécdota sin remate que ni siquiera llegué a contar.
No sé si lo voy a volver a ver. Me seguirá debiendo el bajón hasta nuevo aviso y yo veré si le cobro intereses a una promesa que hizo borracho una noche cualquiera. No voy a maquinear con qué hubiese pasado si jugaba mis cartas distinto. No sé cuánto tiempo pasará hasta que volvamos a coincidir en tiempo y espacio pero ojalá que, si me lo llego a cruzar, me vuelva a encontrar bailando con los ojos cerrados. Tal vez vibremos un rato juntos, tal vez hasta lleguemos a bajonear.
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