miércoles, 20 de mayo de 2020

Enviar

Los millenials también escribimos cartas de amor, que quede claro. Está bien, no tendrán la mística del papel perfumado o el trazo femenino y hasta tal vez seductor que pueden llegar a tener algunas palabras escritas a mano, pero que a nadie se le ocurra decir que “el romanticisimo está perdido” o alguna de esas giladas apocalípticas. He aquí mi mejor intento para reafirmar esta teoría.

Creo que las prácticas de hoy son hasta más valientes, más dignas, porque, claro, Romeo le mandaba una carta a Julieta y tenía dos semanas para hacerse la cabeza de las posibles alternativas. En cambio, yo, muevo los pulgares —con una velocidad que a veces me asusta— y ensayo sobre tu chat el mismísimo borrador que está a una flechita de verde de convertirse en la versión final que te vas a desayunar sin paragolpes. No entiendo muy bien cómo funciona la distancia en este siglo 21 virtual. El espacio físico como parámetro de medición quedó obsoleto y, de repente, medimos todo en tiempo. Todo en ya. Descartes había dicho algo así como pienso, luego existo y creo que hoy se pegaría un tiro porque no existe más ese luego. Ahora vendría a ser una especie de "tipeo mientras existo y nunca pienso". Perdón, amigos de la Antigua Grecia, pero necesitaría que me actualicen las máximas.

Y, ya sé, ya sé que pensás que me estoy yendo por las ramas. Puedo imaginarme cada una de las expresiones de tu cara mientras leés esto. Tu mirada de qué carajo está diciendo esta mina te queda linda entonces no me jode mucho seguir con este preámbulo. Pero bueno, está bien. Voy sin mucha más anestesia. Te estás confundiendo. Te lo digo porque antes de ser esto raro que somos (o que fuimos o que podríamos haber sido o quién sabe qué) fuimos amigos y eso no me lo podés negar. Y te conozco, te conozco mucho. Te conozco tanto como para decirte que necesitás a alguien que te desafíe y te haga pensar, que te pelee y que también te dé la razón cuando la tengas. ¿Enserio me vas a decir que lo de esa noche fue un error? ¿Un pifie de borrachos? Sabés perfectamente que no. Perdón que te lo diga eh, no quiero herir tu hombría ni mucho menos, pero sos un cagón. Ojo, yo también soy una cagona, pero a esta altura solo queda el famoso perdido por perdido... Y si voy a quedarme con un gusto amargo, que sea porque no te gusté de verdad, no porque me conformé con tu no de mentirita. Este es mi mejor intento de hacer algo valiente y romántico en los tiempos que corren.

No hay un remate digno para mis palabras pero me conformo con la idea de que a esta edad no existen los cierres perfectos. Enviar.

miércoles, 13 de mayo de 2020

De la mano

En la mesa de al lado había una pareja de viejos pidiendo la cuenta y los escuchamos de rebote. Le estaban contando al mozo la anécdota de un cumpleaños sorpresa para uno de sus nietos que salió mal. El mozo se reía genuinamente, no por compromiso. Era una carcajada real, de esas que salen de la panza. Dejaron mucha propina y se fueron caminando lento de la mano. Me dieron ganas de ser como ellos cuando sea grande y a Matías también le picó ese bichito. Esa conversación vecina a medias nos sirvió de inspiración barata para imaginarnos a nosotros más grises y blanditos, con infinitos pliegues en la piel. Jugamos a ser ellos. “Dale, querida, apurate”, me dijo en un susurro áspero, frunciendo el ceño mientras señalaba su reloj y encaraba la salida. Yo me reía en mi mejor carcajada de setentona. Había algo en su mirada bruta, sincera, que se mantenía vigente con el supuesto pasar del tiempo. Nos sentamos en la vereda a ser testigos de la madrugada, Dalís pincelando un cuadro con recuerdos derretidos que todavía no habíamos vivido. Hubo algún que otro beso pasajero pero siempre concentrados en no romper la nube de teorías tibias, cálidas, que estábamos diagramando. Teorías efímeras pero concretas. Perfumadas con olor a jazmín. Hasta pensamos un hipotético árbol genealógico y alguna sorpresa de cumpleaños que podía llegar a fallar. Fuimos raíces, techo. Fuimos familia. Cómplices del amanecer, teñidos de dorado y en silencio, le guiñamos un ojo al destino y caminamos a casa. Caminamos de la mano, espero que en la dirección correcta.

viernes, 8 de mayo de 2020

Nominados

Odio las salas de espera y todo lo que representan. Me como tres uñas. Miro todas las historias de Instagram subidas hasta el momento. Ignoro dos llamadas de mi papá. Saco el libro que paseo siempre en la cartera pero no amago a abrirlo. Me parece más tentador leer a los otros infelices sentados cerca mío: qué hacen de su vida, qué miran en el celular, qué querían ser de chicos. Qué esperan. Qué harían si solo les queda un mes de vida. Qué sé yo, lo de siempre. Dudo que todos tengamos el mismo diagnóstico. Alguien va a tener más suerte que los otros. Andá a saber quién gana.

Me imagino un reality show al estilo yanki con luces, música de suspenso, un presentador de traje y una asistente 90-60-90 con un vestido de lentejuelas doradas. Un reality show barato, cínico, morboso. Mandá “MILAGRO” al 2020 y elegí quién se salvará esta temporada. Un hitazo.

Una voz en off pide redobles y presenta a la primera participante. La rubia que ocupa todo el sillón con sus cosas sonríe a cámara y hace un símbolo de la paz con la mano, mostrando sus uñas pintadas de fucsia y todas sus pulseras con cascabeles. La voz en off relata el cuadro médico mientras la pantalla muestra un zoom in que avanza lento hasta llegar a un primerísimo primer plano de su cara. Una cara hegemónica, claro. Le ofrecen decir unas palabras y asiente. Se apagan todas las luces alrededor, alguien vestido todo de negro le acerca un micrófono. Un reflector la alumbra desde arriba y musicaliza una melodía emotiva. Está por articular una oración para romper el hielo y la sonrisa Colgate se le desarma en lágrimas. El conductor retoma el fail e improvisa que es momento de ir a la tanda. Producción le acerca pañuelitos a la rubia. El público, interpelado: se escucha el moqueo generalizado de la audiencia.

Termina la tanda y la cámara se acerca al segundo participante. “Javier, estás nominado”, relata una voz cruda y gruesa por el altoparlante. El pelado tiene bermudas y una camisa manga corta color beige. Se nota que la ropa le queda grande, tiene la cara chupada y las ojeras ahuecadas. ¿Será por la quimio? El reflector lo enfoca de lleno, hace la señal de la cruz y empieza a buscar un versículo en su Biblia de bolsillo. "Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el Reino de los Cielos", relata en una templanza asquerosamente molesta. Los números del rating se derrumban y el Dios que habla por la cucaracha decide que terminó su turno. Lo sacan de plano en milésimas de segundos y le toca al siguiente participante. Yo. 

Sí, yo. Allá, en una esquinita, depositando lo poco que peso en una de las sillas de acrílico blancas y de mala calidad que abundan en el hospital. Encorvada, desprolija. Tengo el uniforme de colegio corrompido por la moda de turno y una bandolera cargadísima de cosas. Se notan a kilómetros todos mis intentos de rebeldía inútil. Me preguntan cuántos años tengo, respondo 16. Acordes de suspenso tensan el ambiente.  “¿Estás con alguien?”, tiran la bomba y el público hace silencio. Suman un reflector que me encandila y parece que lloro. Niego con la cabeza. El de la Biblia me acerca un pañuelito, no gracias. Hay algo en su mirada que me hace acordar a mi papá, chequeo devuelta mi celular: otra llamada perdida. 

Suena mi apellido por el parlante de la sala de espera y freno con los ojos en todas las puertas, buscando a alguien vestido de bata blanca. Consultorio 17. En la quiniela, el 17 significa "la desgracia". Una viejita con ambo y cara de buena repite mi nombre. Veo que hay un sobre en su manos arrugadas, me pregunto si algún día voy a tenerlas así. La cara de pánico me delata y la doctora reconoce que soy la paciente que está llamando. Mientras camino hacia ella me dicen por cucaracha algo que no puedo entender pero no importa porque ya es muy tarde para escuchar sugerencias ajenas.

Quiero seguir participando. Tengo miedo. Entro al consultorio.

—¿Me esperás que llamo a mi papá?

jueves, 7 de mayo de 2020

Un otoño que se rinde de a poquito

Nuestro jardín estaba lleno de hojas color mostaza, crocantes. Sí, me acuerdo porque esa fue la palabra que usaste.
—¿Crocantes? —te pregunté, tratando de darte una chance para que no parezcas un goma que hablaba en idioma de dibujito animado.
Que sí, que crocantes, respondiste con la frente en alto y rompiste una en cuatro pedacitos para que lo pueda escuchar con vos. Me pusiste el mechón de pelo que siempre se me despeina atrás de la oreja y me diste un beso en el cachete. Me dijiste que te ibas a ir. Que te tenías que ir, énfasis en tenías. Y en el momento no lo entendí, perdón.

Ahora cada vez que veo hojas secas pienso en vos. Me encantaría acordarme con tanta nitidez lo que me dijiste el día que me invitaste a salir por primera vez, lo que te dije yo el día que nos conocimos, la frase con la que me confesaste que creías que lo nuestro iba en serio. Pero no, esa parte la tengo borrosa. Se me desvanecen los diálogos, se me desdibuja. Se me deshace todo, salvo tu otoño. ¿Crocantes? ¿Esa es la palabra que elegiste tatuarme?

Me hubiese encantado que te vayas pegando portazos. A los gritos, bien exagerado. Que nos escuchen los vecinos. Que mis amigas te digan “el toxi”, que mi hermano te odie. Pero no. Quedó un recuerdo inmaculado de tu cara sonriendo y una bocha de portarretratos en casa con fotos que no sé dónde guardar.

Te fuiste y encima me dejaste hábitos, rincones, rutinas. Recetas. Canciones que sumé a una playlist muy mía. Un buzo y dos remeras de pijama, una que dice Kuala Lumpur y otra muy cómoda con un estampado horrible e indescriptible. Aparecés hasta en mi algoritmo de Netflix.

Ahora bato el café como me enseñaste porque es verdad que así queda más rico. Uso tu taza del pato Donald y me instalo en el sillón que da a la ventana donde te solías sentar a existir. Se ve el jardín, se ve cómo el otoño se va rindiendo de a poquito. Hay silencio y el sillón me queda grande y te sigo extrañando y solo tengo un café edulcorado con gusto a vos.

También hay una montaña de hojas secas esperando, hace mucho tiempo ya, que alguien vuelva a hacerlas crujir.