Me imagino un reality show al estilo yanki con luces, música de suspenso, un presentador de traje y una asistente 90-60-90 con un vestido de lentejuelas doradas. Un reality show barato, cínico, morboso. Mandá “MILAGRO” al 2020 y elegí quién se salvará esta temporada. Un hitazo.
Una voz en off pide redobles y presenta a la primera participante. La rubia que ocupa todo el sillón con sus cosas sonríe a cámara y hace un símbolo de la paz con la mano, mostrando sus uñas pintadas de fucsia y todas sus pulseras con cascabeles. La voz en off relata el cuadro médico mientras la pantalla muestra un zoom in que avanza lento hasta llegar a un primerísimo primer plano de su cara. Una cara hegemónica, claro. Le ofrecen decir unas palabras y asiente. Se apagan todas las luces alrededor, alguien vestido todo de negro le acerca un micrófono. Un reflector la alumbra desde arriba y musicaliza una melodía emotiva. Está por articular una oración para romper el hielo y la sonrisa Colgate se le desarma en lágrimas. El conductor retoma el fail e improvisa que es momento de ir a la tanda. Producción le acerca pañuelitos a la rubia. El público, interpelado: se escucha el moqueo generalizado de la audiencia.
Termina la tanda y la cámara se acerca al segundo participante. “Javier, estás nominado”, relata una voz cruda y gruesa por el altoparlante. El pelado tiene bermudas y una camisa manga corta color beige. Se nota que la ropa le queda grande, tiene la cara chupada y las ojeras ahuecadas. ¿Será por la quimio? El reflector lo enfoca de lleno, hace la señal de la cruz y empieza a buscar un versículo en su Biblia de bolsillo. "Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el Reino de los Cielos", relata en una templanza asquerosamente molesta. Los números del rating se derrumban y el Dios que habla por la cucaracha decide que terminó su turno. Lo sacan de plano en milésimas de segundos y le toca al siguiente participante. Yo.
Sí, yo. Allá, en una esquinita, depositando lo poco que peso en una de las sillas de acrílico blancas y de mala calidad que abundan en el hospital. Encorvada, desprolija. Tengo el uniforme de colegio corrompido por la moda de turno y una bandolera cargadísima de cosas. Se notan a kilómetros todos mis intentos de rebeldía inútil. Me preguntan cuántos años tengo, respondo 16. Acordes de suspenso tensan el ambiente. “¿Estás con alguien?”, tiran la bomba y el público hace silencio. Suman un reflector que me encandila y parece que lloro. Niego con la cabeza. El de la Biblia me acerca un pañuelito, no gracias. Hay algo en su mirada que me hace acordar a mi papá, chequeo devuelta mi celular: otra llamada perdida.
Suena mi apellido por el parlante de la sala de espera y freno con los ojos en todas las puertas, buscando a alguien vestido de bata blanca. Consultorio 17. En la quiniela, el 17 significa "la desgracia". Una viejita con ambo y cara de buena repite mi nombre. Veo que hay un sobre en su manos arrugadas, me pregunto si algún día voy a tenerlas así. La cara de pánico me delata y la doctora reconoce que soy la paciente que está llamando. Mientras camino hacia ella me dicen por cucaracha algo que no puedo entender pero no importa porque ya es muy tarde para escuchar sugerencias ajenas.
Quiero seguir participando. Tengo miedo. Entro al consultorio.
—¿Me esperás que llamo a mi papá?
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