miércoles, 13 de mayo de 2020

De la mano

En la mesa de al lado había una pareja de viejos pidiendo la cuenta y los escuchamos de rebote. Le estaban contando al mozo la anécdota de un cumpleaños sorpresa para uno de sus nietos que salió mal. El mozo se reía genuinamente, no por compromiso. Era una carcajada real, de esas que salen de la panza. Dejaron mucha propina y se fueron caminando lento de la mano. Me dieron ganas de ser como ellos cuando sea grande y a Matías también le picó ese bichito. Esa conversación vecina a medias nos sirvió de inspiración barata para imaginarnos a nosotros más grises y blanditos, con infinitos pliegues en la piel. Jugamos a ser ellos. “Dale, querida, apurate”, me dijo en un susurro áspero, frunciendo el ceño mientras señalaba su reloj y encaraba la salida. Yo me reía en mi mejor carcajada de setentona. Había algo en su mirada bruta, sincera, que se mantenía vigente con el supuesto pasar del tiempo. Nos sentamos en la vereda a ser testigos de la madrugada, Dalís pincelando un cuadro con recuerdos derretidos que todavía no habíamos vivido. Hubo algún que otro beso pasajero pero siempre concentrados en no romper la nube de teorías tibias, cálidas, que estábamos diagramando. Teorías efímeras pero concretas. Perfumadas con olor a jazmín. Hasta pensamos un hipotético árbol genealógico y alguna sorpresa de cumpleaños que podía llegar a fallar. Fuimos raíces, techo. Fuimos familia. Cómplices del amanecer, teñidos de dorado y en silencio, le guiñamos un ojo al destino y caminamos a casa. Caminamos de la mano, espero que en la dirección correcta.

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