lunes, 3 de septiembre de 2018

Silencio

Nunca me gustó dar las cosas por sentado. Desde chiquita que reafirmo lo obvio, transformando certezas universales en conclusiones propias. Las yemas de mis dedos tienen innumerables llagas por cada vez que toqué un plato humeante. Tengo un paragüas verde agua en el baúl de mi auto en caso de lluvia. Me rasco las picaduras que ya me rasqué. Aprieto el botón que cierra las puertas del ascensor a pesar de que se cierren solas. Los “te quiero” se me escapan inconscientemente cuando alguien se gana mi querer. Con esta vara mido al mundo y Santiago parecía ser como yo.
Lo conocí el último abril, en la estación de tren. Vi apoyar su Sube no una ni dos, sino tres veces con desconfianza de que a la primera no le haya cobrado. Esa torpeza sútil y su ansiedad hicieron que lo persiga con la mirada y luego con la totalidad de mi cuerpo hasta entrar al mismo vagón que él. El destino o alguna diosa de la casualidad nos había reservado un par de lugares enfrentados y eso me regaló la posibilidad de observarlo durante un rato. Contemplé cómo se sumergía en el universo de un libro cuyo título no llegué a divisar y cómo, cuando iba a cerrarlo, marcó la página actual con un señalador de papel y luego con las solapas de la tapa y contratapa. Me reí en voz no tan bajita porque el libro que yo paseaba estaba manipulado igual. Junté coraje y acompañada de un cuota de descarez me animé a hablarle. No tengo muy en claro qué palabras habré articulado ni sobre qué eran; solo sé que me sentí muy cómoda y que desde ese día nos hicimos grandes amigos. De personas que comparten el tren de las 17:40 hacia la estación de Victoria, pasamos a ser compañeros de caminata hasta mi casa, después a vecinos que se juntan a comer mínimo dos veces por semana... hasta volvernos seres indispensables en la vida del otro.
Una noche cedí mi cansancio a la oscuridad y soñé con él. Entre sábanas vi todo más iluminado que nunca. Desde entonces lo supe. Eso que suponía tomó forma y certeza y se apoderó de cada célula de mi cuerpo. Solo me faltaba decirlo en voz alta, no podía no hacerlo. Pronunciarlo lo haría real y por más miedo que me frenara, más promesas aguardaba. Perseguida por ese pensamiento, mi propio caudal de “qué pasaría sí”s me aturdía. Recordé ese frío día de abril en que lo descubrí y me agradecí a mi misma y a la vida por haberme animado a dar el primer paso. Ahora me tocaba dar el segundo.
Respiré profundo, confié en el azar que nos cruzó en esa estación de tren y simplemente esperando a ser correspondida, me animé a ponerle palabras a lo que me pasaba. Hice explícito lo que estaba implícito en mi interior desde el sueño que lo cambió todo, que me cambió toda. Sin mucho preámbulo, esa tarde en casa articulé la oración que no cesaba de sonar en mis entrañas:
“Santi, estoy confundida”.

Sus ojos me lo dijeron todo. Me miró fijo, se posó en lo más profundo de mi interior y me devolvió todos los “te quiero” que le pertenecían, que le había regalado alguna vez. Ya no eran más suyos, ya no era más suya. Todo ocurrió en el transcurso de 3 segundos dilatados en una eternidad que mientras más se prolongaba más me perforaba. Ese tiempo fue suficiente. Marcó el fin de dicho contacto cerrando los ojos con pesar, moviendo de forma suave la cabeza de izquierda a derecha. Continuó esa coreografía en cámara lenta hasta un instante en el que se inmovilizó y volvió a encontrarse con mi mirada por última vez. Acto seguido, se levantó de donde estaba sentado, sintió con su mano mi hombro, y siguió caminando a la puerta. No me di vuelta porque no quería verlo partir... pero fue inútil porque el ruido de la puerta me partió. No hicieron falta palabras para desarmarme. Su silencio me dijo todo.

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