Era la quinta o sexta vez que salía con Santiago, ese barbudo de manos cálidas y voz profunda que tenía sentado enfrente. A la tercera pinta ya habíamos entrado en el plano de lo filosófico y nos perseguíamos en una carrera infinita de preguntas respondidas con preguntas. Nos creíamos Sócrates, reyes del no saber. Expertos en cuestionarse. En pleno trance y charla sin silencios, no nos dimos cuenta que éramos los únicos que quedábamos en el bar, que todas las sillas estaban colocadas prolijamente arriba de las mesas y que por poco no nos estaban barriendo los pies.
—Disculpen, chicos, no los quiero echar...—dijo la moza rubia con el tatuaje grande en el hombro que nos había atendido al principio.
Acusamos recibo y nos paramos. Me estaba envolviendo en la bufanda color mostaza que me compré con mi primer sueldo y Santi se me acercó sin que yo me dé cuenta.
—Tengo una pregunta más, bancá. ¿Cómo sabés cuando estás enamorado de alguien?— me susurró con picardía.
De chiquita hice la misma pregunta.
—Mamá, ¿cómo sabés cuando estás enamorado?— pregunté mientras la vieja me llevaba al colegio en el Astra con olor a nuevo y todavía vivíamos en Rivadavia.
Mamá estaba vestida de abogada y en el asiento del copiloto tenía un bolso con su ropa de pilates. Una vez me había explicado que no tenía tiempo para cambiarse así que hacía malabares en el auto (malabares es una forma de decir, eso también me lo explicó ese día).
—Dale, má, quiero saber— insistí.
La vieja suspiró.
Me dio ansiedad.
—¿Qué? ¿No sabés la respuesta?— pregunté mientras invadía con la cabeza el espacio entre los asientos de adelante.
De repente fuimos muy conscientes del silencio. A mí me habían contado que en la radio siempre había algo sonando, hasta cuando es de noche y nadie la escucha; pero pareció que hasta los del programa que estaba de fondo se callaron.
Fue la primera vez que me puse a pensar que, tal vez, existía una mínima chance, minúscula, de que mi mamá no tenga todas las respuestas. ¿Era posible? No era tan difícil mi pregunta, no me pareció digna de que sea esa el golpe que la derrote. Hace unos días la había visto enseñarle a dividir a Lucas y tenía todas las cuentas en la cabeza. Ni siquiera usaba los dedos. ¿Cómo que esta no la sabía?
—Cuando te gusta mucho mucho alguien sonreís cuando pensás en esa persona— respondió, creo que para zafar.
—Pero yo no quiero saber cuando te gusta mucho alguien. Quiero saber cuando estás enamorado, mamá.
—Bueno, hija, en cada persona es distinto.
—¿Y vos cómo te diste cuenta que estabas enamorada de papá?
Estaba a punto de decir algo pero se frenó.
—Cuando seas más grande te cuento— y con esa promesa a futuro ganó la batalla, se regaló más tiempo. Me dejó tranquila.
Me acordé la respuesta escapatoria de la vieja. Tenía la barba de Santi a pocos centímetros de mi cara. No podía usar la estrategia de mi mamá. ¿Por qué nunca me contestó la vieja? La moza cerró la caja con gestos bruscos y se escucharon ruidos metálicos y fríos a lo lejos. Me acordé que poco después de que en casa compraron el Astra, papá se mudó. Tal vez ellos, realmente, no sabían la respuesta.
Santi estaba en una, no se dio cuenta de que yo estaba carburando a dos mil. Me dio un beso chiquito en el cuello y después uno más largo cerca de la comisura de los labios. Creo que no le había dado mucha importancia a la pregunta. Fue un esbozo borracho, un intento de chamuyo. Claro, el pibe no esperaba una respuesta, qué boluda. Terminamos de abrigarnos y, compartiendo el calor corporal, caminamos a su auto.
Prendió la calefacción a todo lo que da, me giró su celular para que sea la DJ y anunció que sí, que ese era el momento crucial en el que iba a juzgar mis gustos musicales. No dudé ni un segundo: Como eran las cosas, Babasonicos. Lo vi sonreír y tararearla bajito y hablamos de que tocan ahora dentro de poco, en noviembre. Los fui a ver el año pasado, le dije. ¿A Obras? Él también fue. Tal vez nos rozamos en un pogo y nunca lo vamos a saber, nos armamos toda la película, estuvo bueno. Nos gustó la posibilidad y la incertidumbre. Podemos ir en noviembre, dijo con frescura llegando a un semáforo en rojo. Sonreí como solo sonríen los borrachos cuando están muy contentos. Me miró. “Sos linda, che”. Me quedé helada, no sé responder a elogios ni tampoco sé qué hacer cuando me hago consciente del silencio. Seguía pensando que no le había respondido lo otro.
—Nunca estuve enamorada.
El semáforo se puso en verde pero él me seguía mirando fijo. Se acercó lento y me agarró la cara. Pensé que me iba a tirar la boca y me pareció poco oportuno pero no, me acomodó despacito como para poder decirme algo al oído.
Por culpa de las tres cervezas no me acuerdo exacto qué me dijo. Pero sí me acuerdo que tenía razón.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario