Hoy leí un libro de una mina que tiene más o menos mi edad. Más, en realidad. Un año y medio más. Escribe bien la pendeja. Mis amigas, las que leen, la criticaron. Dijeron que sus cuentos estaban muy verdes. Puede ser que sí, que a alguno que otro le faltaba algún remate, no sé. Creo que es imposible encontrar remate a los 20 años. A mí me gustó. Me generó algo. No me puso triste: me hizo llorar, que es algo mucho más complejo. Antes de empezar el último cuento me encontré nublada de lágrimas sin razón aparente. No puede ser que un cuento de un geriátrico y un telo me haga llorar. Pero es que no era eso. Sentí tan cercano el mundo que relata que entré en las historias como un NN que estaba por ahí, justo, mirando, medio desatento pero absorbiendo el drama ajeno como quien no quiere la cosa. Entré como un personaje secundario de ese Buenos Aires de hoy que tipió y lloré exactamente por eso: me sentí secundaria en una vida que podría ser la mía pero no es. Yo no voy a telos. Tampoco a geriátricos. No tengo un novio dealer ni tampoco agarré un gatito que vi en la calle. No me desvirgué en un pelotero. No sé si quiero esas cosas pero me generó cierto vacío existencial pensar que ya no puedo escribir sobre esas experiencias porque alguien más ya las está escribiendo por mí. De hecho, me corrijo, sé que no quiero esas cosas pero igual me afecta. Me afecta no quererlas, no haberlas querido nunca, que no me hayan generado intriga antes.
El libro se llama “Las chicas no lloran” y acá estoy, llorando. Por que me doy cuenta que ya no soy una chica y, todo este tiempo, no lloré.
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