viernes, 25 de octubre de 2019

El algoritmo de la vida

Google Maps invadió mis notificaciones y asumió que esa mañana iba a hacer lo de siempre. “47 minutos a la Universidad del Salvador”, afirmaba omnipotente Steve Jobs desde la ultratumba. Me dio cierta satisfacción que esté errado, no darle el gusto de ser tan predecible. ¿Querías innovar? Tomá, comete esta, Siri; y tipié Hospital Italiano en un acto de rebeldía inútil. Mi destino inusual aparecía a 1 hora y 12 minutos caracterizado por muchas líneas rojas en la Panamericana. Calculé que si metía un zigzag estratégico entre los autos podía llegar en menos de una hora y coronaría una mínima victoria contra el enemigo de turno: la tecnología y sus presuposiciones, sus razonamientos fríos, su matemática llena de algoritmos que me ahogan. Qué sé yo, una amiga solía repetir que al final del día cada uno hace lo que puede y, bueno, eso fue lo que hice: lo que pude. Esa carrera boluda contra un aparatito me era una excusa válida para dejar de pensar en la noticia que me había desayunado hace menos de 20 minutos. 

Esa mañana parecía que todo el mundo se había despertado con ganas de dominguear. Putié en silencio y creo que con un poco de envidia, yo también quería estar paseando sin apuro. Pero no, imposible. Efectivamente había apuro: tenía que llegar antes de que Juan entre al quirófano y, además, la presión millenial de tener que ganarle a Google Maps. La cámara lenta no era un lujo que me podía permitir. Llorar antes de tiempo, tampoco.


Hasta el peaje todo bien igual, avanzaba lento pero avanzaba al fin. El problema fue cuando pise la autopista. Un millón y medio de cacharros de metal en pausa bajo el rayo del sol de las ya 8:30 de la mañana me inhabilitaron. Y para colmo, el aire acondicionado. Se rompió en junio y obvio que no me ocupé de mandarlo al taller. “Problema de mi yo del futuro”, había pensado. Nota mental: mi yo del pasado es una imbécil. Atte, la yo del presente que estaba chivando la ropa que pretendía usar todo el día. Como para sumarle a la novelita mental, la patente de adelante sugería de manera muy sutil lo que estaba pensando. CRY. Qué agradable. ¿Ni en pedo un PAZ? ¿Dónde está el Dios de las señales cuando necesitás que te tire buena onda? Empecé a flashear conspiraciones de un mundo lleno de mensajes subliminales y me dio todavía más calor. Bajé las ventanas y decidí no hacerme drama por algo que no podía solucionar en ese momento, del aire acondicionado me ocupaba el lunes que viene y listo y basta con la paranoia de encontrarle a todo un significado de fondo. Las casualidades también existen.


Cuando los autos van a paso de hombre, se disfraza de curiosidad inocente mi intriga por lo que hacen los otros que casi roza la invasión del espacio privado. De repente estaba demasiado metida en la conversación de mi auto vecino, un Volkswagen bordó con una pareja que discutía. Él tenía la nariz colorada y los ojos llorosos. Ella, mirada clavada adelante, negando cualquier conexión visual. Parecía que él le estaba pidiendo perdón por algo y parecía sincero. Su fila avanzó más rápido que la mía y se me escaparon. Tenían pegado un sticker que decía “Bebé a bordo”.


A mi derecha había una mina hablando sola. No estaba conversando por teléfono en altavoz y no parecía ser de esas personas con la vida molestamente organizada que tienen conectado el Bluetooth al auto. Gesticulaba enfáticamente con el dedo índice, repitiendo el mismo gesto una y otra vez. Le pegó una cachetada al aire, rompió en llanto y frenó en seco. Estaba a punto de tildarla de loca hasta que levantó un papel resaltado con mucha prolijidad cada dos o tres líneas y quedó en evidencia que claramente era un intento de actriz. Volvió a su dedo acusador y la dejé en el espejo retrovisor. Me imaginé conectando a la pareja vecina, los del auto bordó, con el guion de esta mina. Tal vez les vendría bien un poco de drama, de estallido, de efusividad cargada de gestos e intensidad. O tal vez ellos ya tenían su propio guion y les había dictaminado que era momento de silencio. Chan. Nunca iba a saber. Tampoco es que me importaba tanto, igual. Solo que todo me resultaba más tentador que pensar en ese llamado. La imagen de él postrado en la cama de un sanatorio todo entubado me desarmaba de a poquito.


Dale, volvé a mirar patentes, personas, otras historias que te saquen de la suya, dale, dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. La imagen mental seguía ahí. Dejá de pensarlo. Lo repetía como un mantra pero era contraproducente. A cada intento de dejar de pensarlo, la película que me estaba proyectando se volvía más nítida, más saturada.


—¡Pero qué hijo de una san puta! —una voz chillona reclamó mi atención. Festejé el espectáculo que cajonió mis pensamientos a un segundo plano. No es que me solía alegrar de las desgracias ajenas, no, pero qué feliz fui cuando esa vieja sacada se puso a patotear a un BMW por casi chocarla. La señora tenía el pelo de peluquería, una cadena plateada que le ocupaba todo el cuello con una medalla de la Virgen y no uno, no dos, si no tres stickers religiosos que le tuneaban su chata. No sé si usará ese lenguaje con las otras paquetas de la iglesia, pero lo cierto es que su rosario de puteadas creativas fue lo único que me salvó de mi loop. Punto para la religión.


Una luz medio anaranjada me estaba encandilando y me di cuenta que no tenía los anteojos de sol en la cartera. Los dejé en el auto de Juan cuando volvíamos del campo de un amigo de él, el domingo pasado. ¿Se habrán roto con el choque? Qué pensamiento banal, me dio culpa y bronca haberlo pensado. Lloré sin ruido. Me dijeron que estaba bien, no hacía falta exagerar. Su hermano me dijo clarito que no me preocupe, que lo operaban a las 10, que él estaba bien. Estaba bien, listo, dejá de pensarlo. Google Maps se actualizó y decidió caprichosamente aumentar mi condena: faltaba una hora y 25 para llegar. Estaba queriendo ver a qué altura se despejaba y me clavaron tres bocinazos al hilo. El auto de adelante había avanzado creo que menos de medio metro y el camión impaciente de atrás pretendía que todos nos respiremos en la nuca. Avancé sumisa y perdí cualquier interés en buscar información que igual no podía controlar. Las lágrimas no me estaban dejando enfocar.


Sonó mi celular y, con un arrebato demasiado preciso, tardé menos de una milésima de segundo en contestar. Del otro lado había silencio.

—¿Hola? —dije casi gritando, desesperada para que me digan lo que sea que me tenían que decir.

—¿Qué tal? Soy Pedro de Perso... —dejé de escuchar. Toqué el botón de mute cerebral y analicé las opciones. A) Mandar a cagar al pobre pelotudo de Pedro de Personal diciendo que no tengo interés en meterle los cuernos a Movistar. B) Escuchar todo el speech que tiene armado, re-preguntar nimiedades comprometida psicóticamente con la oferta en cuestión hasta el punto que no sepa qué contestarme y lo termine sacando de su guion o, en su defecto, tenga que consultar con algún superior. C) Largarme a llorar y contarle que mi chongo barra saliente barra pibito con el que me veo hace unos meses pero nunca nos pusimos un título barra la persona más buena del mundo chocó a la mañana yendo a laburar contra una camioneta, que su Gol Country tiene destrucción total y que no me dieron más detalles. No le iba a contar que la vieja no me conoce y no sabe quién soy porque me iba a ir por las ramas. ¿Qué mierda iba a hacer con la vieja cuando llegue al hospital? No lo había pensado. La reconocía porque todos en su familia tienen el ADN tatuado en la cara y la había visto en una foto por el día de la madre. Me imaginé presentándome, ahí, en una sala de espera con luz fría, olor a quirófano, toda despeinada y verborrágica y por un pseudo instante me dieron ganas de que los autos nunca avancen. Por lo menos, en ese pedazo de metro cuadrado en el que mi Etios descansaba en punto muerto, él estaba vivo, no había nada más que un llamado telefónico que dejó mi tostada de pan negro a medio comer y mi imaginación catastrófica, pero intangible al fin. De repente me di cuenta que Pedrito de Personal se había quedado callado esperando una respuesta. Fui por la opción D. “Perdón, no estoy interesada”, y corté.

El tránsito me estaba inyectado dosis cada vez más potentes de ansiedad y, muy en contra de mi voluntad racional, me comí dos uñas. No me las comía desde el colegio pero no era el día ni el lugar para juzgarme por caer en viejos hábitos. Repito. Cada uno hace lo que puede.


No tan lejos se veían dos motos de policía, una camioneta hecha acordeón y un auto, irreconocible de los golpes, panza arriba. A partir de ese punto, los conductores aceleraban y comenzaban a moverse a velocidad normal. No había nada deteniendo el tráfico, simplemente la curiosidad del argentino promedio que no puede con su genio y necesita sentirse parte de la catástrofe por lo que disminuye la marcha para mirar. Me indigné. Por principios me propuse fijar la mirada adelante y negarme a ser cómplice del chusmerío colectivo pero obvio que terminé cediendo ante mi actividad primordial de ese miércoles y pispié muy de reojo.


Me quedé helada. El del tráfico era Juan, o sea, era su Gol Country. Era su patente PTT 101 que tanto nos hacía reír. No había ambulancia, solo policías. ¿Por qué no había ambulancias? Me odié por estar en el segundo carril izquierdo, lejos de posibles preguntas. Le dejé tres llamadas perdidas a su hermano pero no me contestó. Me temblaba la pierna del embrague, mucho. La Panamericana se había descomprimido y solo me acuerdo que pisé a fondo el Etios. Me sonó el celular devuelta y me juré que si era Pedro de Personal buscando revancha iba a ir por la opción de putearlo. El velocímetro marcaba 160 kilómetros por hora. Vi tu nombre en la pantalla. Pegué un grito de emoción. Vi un camión adelante mío. Pegué un grito ahogado. Puta madre, la del tráfico voy a ser yo.

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A las 9:27 de esa mañana, Google Maps se actualizó y sumó otra línea roja a la autopista.

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