viernes, 17 de julio de 2020

Descalza

Cerré la puerta de un latigazo y me alejé estampando los borcegos contra el piso. Mientras me subía al auto seguía escuchando fragmentos de sus gritos ilegibles. Puse primera y quise desaparecer. En mi radio de siempre contaron que el 21 de septiembre es el día con mayor cantidad de efémerides que tenemos los argentinos y me parecieron una manga de boludos. Sentencié el volumen a cero y me aturdí con mi propio silencio. El vozarrón de Javi me zumbaba en la oreja. “¿Me querés?”, preguntaba una y otra vez el casette en loop que me condenaba a no poder soltar la última conversación que tuvimos. El error fue mío porque la respuesta debería haber sido automática. ¿Mequerés?Sí. No me debería haber atribuído ese minuto eterno para hacerme la que estaba pensando un veredicto. ¿Lo quiero? Sí. Esa es la verdad y esa fue la decisión errónea que, en un instante, desdobló una conversación intensa a una pelea sin vuelta atrás. Vi cómo toda nuestra relación iba quedando en el espejo retrovisor. Pasé por el banquito de la plaza en el que tomamos café en nuestra primera salida. “Ir a un bar a tomar birra lo hace cualquiera...”, ese había sido su fundamento para la elección. Después me chamuyó con una supuesta cita de Winston Churchill afirmando que no hay nada que diga más de un hombre que cómo toma su café en la plaza de barrio. En el momento no le creí y después Google confirmó mis sospechas. Obvio que lo había inventado. La plaza estaba llena de gente feliz haciendo picnic. Se me aguó la mirada y el semáforo seguía pintado de rojo. A veces duele mucho frenar. Al lado de mi ventana estaba el cine al que íbamos todos los miércoles. Javier se volvió parte de mi rutina sin esfuerzo. La cartelera por afuera estaba llena de promociones especiales para aprovechar el feriado de los alumnos de secundaria. Habían tres grupitos de adolescentes puerteando, lookeados para la ocasión especial. El semáforo se puso en verde y me alejé lo más rápido que pude. La catarata de recuerdos me estaba ganando por goleada. Él, sus cigarrillos armados, su paraguas azul francia, sus anécdotas de la infancia, su manera de caminar firme por el mundo. Prendí la radio para que le haga competencia a mi taladro de pensamientos y los acordes de Agua marfil me destruyeron. Al segundo mes de conocernos nos escapamos a la costa y esa canción nos musicalizó el fin de semana largo. La cantamos comiendo galletitas con arena y tomando un mate lavado. Nos reímos hasta el dolor de panza. Confirmamos que nuestros cuerpos estaban salados. Fuimos la típica postal del amor que yo creía falsa. Javi me sacó una foto con su celular en pleno atardecer y después de verla me dijo algo así como “cagamos, me enamoré”. Nunca me la quiso mostrar, le gustaba el misterio de que haya algo mío que sea solo suyo. La verdad es que yo ya estaba hasta las manos desde el día cero y, por primera vez en la vida, no me asusté ante semejante declaración. No me debería haber ido de casa así. Puse el guiño y doblé a la derecha para retomar. Quise deshacer todas las acciones que me fueron alejando de él, de mí. Quise hacer lo que sea para desandar la última media hora y responderle lo que ya sabía y no pude decirle. Quise abrir la puerta suavecito y entrar descalza a casa.

jueves, 16 de julio de 2020

Distintos

Bauti tomaba una pastillita todas las mañanas. Apenas nos despertábamos, nos esperaban dos vasitos de plástico con tapa y bombilla en nuestra mesa de luz. El mío tenía detalles en amarillo patito y un dibujo de Twitty, el pajarito de la tele. El de Bauti era de Dexter y celeste. Era de Dexter porque era un personaje de un chico inteligente que siempre encontraba las respuestas para todo y tenía una hermana que lo molestaba a veces pero se querían, como nosotros. Teníamos que ser cuidadosos: en la tapa de su vaso para genios descansaba siempre su pastillita blanca. Una vez lo volqué antes de que llegue a tomarla y mamá vino en cuatro patas a buscarla. Me dijo que era importante que la tome todas las mañanas.
—¿Y por qué yo no tomo nada, mami?
—Porque son distintos, Camilita.

Éramos distintos y se notaba a kilómetros, pero era lo peor que me podían decir. Yo solo quería ser cómo él. Matizar mi torpeza, ser prolija en mis dibujos, tener paciencia para ordenar, hablar y que la gente me entienda. No me salía nada de eso. Toda mi infancia fui un torbellino que rompía cada cosa que tocaba. Era una canasta de rulos despeinados con hebillas coloridas con más energía que horas del día. Ansiosa, invasiva. Él, para variar, tenía todo claro: había un orden y, por ende, había que respetarlo. Hablaba lento y claro. Empezaba un libro y lo terminaba. Sacaba solo los Legos que iba a usar para su construcción y después guardaba cada uno en su lugar correspondiente. Ordenaba los juegos de mesa por el tamaño de las cajas. Vivía en su mundito hecho a escala, un espacio en el que la rutina no podía cambiar. Y vine a aparecer yo a ponerlo patas para arriba.

El colmo para un chico como él era tenerme a mí de hermana, que era por escándalo lo contrario a sus esquemas, orden y repetición. Y no lo hacía de mala, él y yo lo sabíamos. Pero no podía callar mis fuegos artificiales, mi río constante, las siestas repentinas o mis ganas de bailar por toda la casa. Él iba paciente atrás de mis pasitos impulsivos y cortos, dejando todo en orden después del terremoto con mis iniciales desparramadas por ahí. El hecho de que coincidamos en tiempo y espacio podría haber sido algo caótico, pero no fue el caso. Nos hacíamos bien: encontramos códigos muy nuestros en ese tire y afloje de mi libertad egoísta contra su ley firme.

Un tiempito después, mamá y Bauti festejaron que iba a dejar de tomar su pastilla todas las mañanas y, recién ahí, la que tuvo miedo que las cosas cambien fui yo. La idea de que algún día los vasos de Twitty y Dexter nos queden chicos, que nos separen de cuarto o de tener que jugar sola me dio ganas de llorar. Me gustaba mi vida así, con él. ¿Que Bauti deje de tomar la pastillita significaba que ya no éramos más distintos o que éramos todavía más diferentes de lo que yo pensaba? Tragué mucha saliva y pregunté entre lágrimas por qué.
—Ya no tengo más TOC —dijo él y me dio un abrazo.
Yo lloraba sin ruido pero él se dio cuenta porque le llené de mocos el sweater a la altura de los hombros. No sabía qué era eso del TOC ni quería saberlo. Quería que me digan que mi hermano iba a seguir siendo mi hermano como lo conocía. Y que si dejábamos de ser distintos era porque yo me iba a parecer a él, no por otra cosa.
—¿Qué significa eso? —pregunté mirándolo a los ojos a él porque sabía que no me iba a mentir.
—Que te quiero mucho —me abrazó con más fuerza y completó lo que estaba diciendo —, que te quiero mucho y gracias.
—¿Y por qué a mi no me dan una pastillita para ser más buena?
Mamá se acercó a nuestra altura y nos dio un beso en la frente a los dos.

martes, 14 de julio de 2020

El coronel

El Coronel volvió a acomodarse los lentes con los nudillos. En su mano izquierda sostenía firme la invitación. Re-leyó atento cada una de las palabras cursivas garabateadas con prolijidad absoluta en tinta china, negra como su café. Tomó nota en su libretita de bolsillo: AEROPUERTO. 1300 HS. Puso su uniforme de ceremonia en la valija.

Llegó a tiempo como para poder hacer la fila de Aeroparque en paz, sin ningún insolente respirándole en la nuca mientras cuenta los segundos con alguna parte del cuerpo. Podía ser con la punta de los pies, los talones, los dedos enganchados en la presilla de un jean o contra una cartera. Cualquiera de esas lo irritaba. Si había algo que lo sacaba de quicio más que la irresponsabilidad era la irresponsabilidad disfrazada de jóvenes ansiosos.

Ya arriba del avión, su cuerpo oxidado recordó la que supo ser su rutina. Una vida entera entre valijas, en las alturas. Pasó más navidades en vuelo que en familia; o eso es lo que le reprochaba su única hija. Hace mucho no la veía, ni siquiera sabía que había formalizado un festejante, un novio, uno de esos. No fue una sorpresa que vaya a casarse, a fin de cuentas todas las mujeres hacen y deshacen a favor del reloj biológico. Tal vez el factor sorpresa estuvo en la invitación: hace muchos otoños que su voz interna lo había eximido de cualquier responsabilidad como padre y, con eso, de cualquier expectativa de que Renata lo registre como tal. Había asumido que las chances de no verla nunca vestida de blanco eran altas. Por eso se sorprendió con el anuncio de hoy para mañana. En el sobre estaba la invitación y una nota a mano que decía “Me caso, si querés vení”.

Desde que se jubiló no volvió al Cuyo. Para qué. Con un par de postales y el recuerdo opaco le bastaba. Memorias apolvadas, sucias y espesas, hasta incluso deformadas. No le interesaba hacer revisión histórica ni un mea culpa. Pero nobleza obliga, para el casamiento de Renata ameritaba volver.

La tonada sanjuanina lo recibió enseguida encarnada en un remisero que enfiló para la Circunvalación tratándolo como si fuese un turista. Le aclaró que no era un porteño de paso, que volvía para el casamiento de su hija. Que en cuál se casaba, que en la Desamparados, que qué bonita para un casorio, ¿nosierto? Que sí, le dijo, aunque no tenía idea porque cuando se construyó él ya no vivía por esos pagos del oeste. El remisero agregó: “Qué nervios llevarla al altar...”. El Coronel sintió un temblor en el cuerpo.

Llegó a la que supo ser su casa, su base. Reconoció la ventana que encuadra a la distancia la cordillera amarillenta, bañada de atardecer. Apuró la petaca sin que nadie lo vea y la volvió a guardar en el bolsillo correspondiente. Sintió cómo la tibieza del whisky de a poco le daba calor a sus dedos gruesos.

Golpeó en la puerta principal. Ella giró la llave y suspiró un “pasá” nerviosa. Primero la vio de perfil y tuvo que apretarse los anteojos contra el entrecejo. Ya era una mujer. El Coronel le tendió la mano y confirmó la suavidad de su piel. La necesidad de estar en contacto con la materia seguía vigente. Siempre fue un fiel creyente de que lo abstracto era para los débiles pero fue la primera vez que se cuestionó si habrá estado en lo cierto todos esos años. Sus manos quedaron trenzadas y sus miradas coincidieron a mitad de camino. Quiso decirle que qué grande y linda estaba pero no le vibraban las palabras para afuera. Se le cristalizaron los ojos y la abrazó con rigidez porque no quería que lo vea llorar.

miércoles, 8 de julio de 2020

Le chariot

Tengo el rimmel pegoteado y me cuesta despertarme. Abro medio ojo en cámara lenta y afino la vista a la ventana: ya es de día. Me había olvidado lo que se siente tener resaca. Si apago mis pensamientos escucho un punchi-punchi sonando en la parte de atrás de mi cerebro y creo que si hablo no tengo voz. Estiro la mano para palpar lo conocido. Sábana, acolchado, perro; por lo menos esas tres certezas siguen ahí. Me duelen partes del cuerpo que desconocía como si un tractor hubiese pasado por encima de cada uno de mis músculos y después hecho reversa como para asegurarse de haber roto todo. Junto voluntad y cuento hasta tres para incorporarme. La misión es simple y concreta: pararme, lavarme la cara, tomar agua. Mucha agua. ¿Así se sentirá envejecer? A los 16 esto no me pasaba. A la cuenta de 1. El hombro me pesa más de lo normal. A la cuenta de 2. Siento que una mano invisible me está aplastando con toda su fuerza. A la cuenta de 3. Estoy sentada en la cama. Encaro el espejo y me encandilo. Tengo los labios hinchados, las ojeras mega hundidas pero además rayoneadas con delineador corrido, mis rulos parecen un plumero y ¿qué es eso en el cuello? Me niego a que sea un chupón, lo franeleo con ímpetu como si mis manos fuesen una goma de borrar. Sigue ahí. El nombre del pibe. Era... era un nombre muy particular. De otra época, como si esa palabra hubiese sido pensada solo para designar grandeza, reyes, imperios. ¿César? No, César no era. Ordenemos: cumpleaños, cerveza, bar, muchacho lungo, otro bar, cerveza, qué lindo tu hoyuelo, botellas vacías, me gustás creo, vereda, cerveza, ¿bajón?, su auto, la puerta de casa, pasá, charlar en la mesada, comer en la mesada, chapar en la mesada, chau en la mesada. Las fotitos de la noche se me separan con flashes muy blancos entre sí pero creo que voy recopilando todos los hechos. ¿Adriano? Tampoco. Bajo a tomar agua y encuentro la cocina más limpia que como la debo haber dejado antes de partir al cumpleaños. Estoy segura que mi álter ego ebria no le importa mucho la limpieza así que debe haber sido él. ¿Augusto? La mesada está despejada y me llama la atención un pedacito de papel doblado con algo adentro. Con movimientos lentos pero firmes lo agarro y me lo pongo a la altura de los ojos. “Vos sabés que significa. Le Chariot para todos. -C”, decía en una mayúscula varonil pero prolija. Enganchada al mensaje improvisado, había una carta de tarot. El carro, le chariot, la VII. Esa información es lo mismo que nada. El dibujito no es para nada sugerente: una persona con armadura, corona y rulos en un carruaje, dos caballos que apuntan a lados distintos pero miran un punto en común, media rueda. El que maneja tiene dos caritas en los hombros. Ya descarté César, ¿no? Opto por lo que haría cualquiera que no puede hilar dos pensamientos seguidos: googlié. La primera página sugerida me dijo que la carta significaba “accioná en el mundo”. Accioná en el mundo. La puta madre. Se me abrieron ochenta pestañas en la computadora mental. Ese era el mantra que repetí hasta el cansancio anoche. Mis imágenes borrosas empezaron a tener sonido. En el cumpleaños alguien contó algo de un curso online de arcanos mayores del tarot y soltó esa máxima. Se lo dije a Cristiano -¿Cristiano?- en el primer bar. Lo grité parada arriba de una silla en el segundo bolichito al que fuimos. Se la tiré al pasar sin introducción a tres personas que nos cruzamos en la vereda. Se lo dije al oído en la puerta de casa cuando lo invité a pasar. Constantino. Ese me suena. Busco entre mis contactos del celular si existe y sí, ahí está. Abro su chat y veo en simultáneo el “escribiendo...” que tanta ansiedad suele darme. Suelto el teléfono como si estuviese haciendo algo ilegal y espero. Espero. Mientras tanto, pienso cuántos papelones habré hecho con el sujeto en cuestión. ¿Hay vuelta atrás después de ver a alguien en un nivel de borrachera tan decadente como el mío? Se ilumina la pantalla y leo: “No sé qué mierda fue todo eso de Le chariot pero me caíste muy bien anoche. ¿Cuál va a ser nuestra próxima carta?”. Me peino para responderle como si me estuviese viendo y me doy cuenta que en realidad no sé absolutamente nada de tarot. Podría googlear una respuesta ocurrente pero ya estoy vieja para eso. Abro el chat y dejo que mi intuición responda. Supongo que esa también es una forma genuina de accionar en el mundo.

lunes, 6 de julio de 2020

Falso vivo

Me hablaste y automáticamente me dieron ganas de llorar. No sé si estaba con ganas de vos pero, de todas formas, me saqué la remera de pijama vieja que tenía puesta, me puse un corpiño negro de encaje y arriba un sweater rojo que me encanta para hacerme la casual, claro. Típico. Estar tirada en la cama con un jogging gris que me hace buen cuerpo, mi corpiño más lindo y la cantidad justa de rimmel para que mi producción haga efectos pero pase desapercibida. El show del siglo 21, esa falsa intimidad que nos dan las camaritas frontales, el supuesto vivo. Nos creemos que entramos a la cotidiana del otro como haciendo puntitas de pie, como si no hiciéramos ruido, como si la otra persona no registrase nuestra presencia. ¿Qué hacías? Nada, acá, tranqui, en mi cama. Mentira. ¿Por qué me esfuerzo tanto en mentirte? En el instante que me hablaste estaba comiendo dulce de leche del pote sentada en la mesada de la cocina pero eso no te lo cuento. No me muestro. Es todo ángulos, ilusiones, fantasías. Verdades a medias. Somos productores de contenido full time y nadie nos paga por eso. Community managers del sí mismo, todos.

Tardé en contestarte porque necesitaba arreglarme lo suficientemente desarreglada pero linda y en todo ese tiempo se ve que te aburriste. Te contesté y me quedé esperando respuesta. Estabas online pero no en mi chat. ¿Hablando con otra? Me dio rabia. No eran celos porque no hay nada para celar. No voy a negar que no me jodió. Igual no eran celos. (Tal vez si lo repito por tercera vez me lo creo). 

No eran celos.

Bueno, un poco sí. Me desconozco celosa.

Me molesta no quererte, no buscarte, e igual desilusionarme, qué querés que te diga. Qué difícil es lidiar con las expectativas y toda esa mar en coche. Me agota, me agotás vos; por eso es que trato de no meterme. Pero mientras más decido quedarme en la periferia, suenan bocinazos y sirenas y música que me convence, vos me convencés, y así, cruzo casi involuntariamente y se da el atropello.

Me cansa querer coincidir con la imagen que creo que te armaste de mí. Me encantaría que sea más fácil, que no haya segundas intenciones, entenderte de una. Pero cuando me ofrecen ese combo vainillita y masticado me aburro -perdón, soy todo lo que siempre odié-. Así que me esfuerzo por ser esa mina que es linda sin esforzarse y tiene la panza chata después de comerse una hamburguesa, que usa siempre corpiños de encaje y es inteligente e irónica y graciosa todo a la vez.

Pensé que no me ibas a contestar así que volví a mi remera de pijama vieja, tanto más cómoda que cualquier otra cosa que intente hacerle competencia. Me saqué los lentes de contacto, me puse mis anteojos sucios. Me acosté y retomé mi libro de turno. Pensé que eras un boludo y una videollamada entrante interrumpió el fluir de mi conciencia. Atendí y del otro lado de la cámara estaba usted señorito, en pijama, comiendo dulce de leche del pote. “No sabía que usabas anteojos”, dijiste y después me hiciste una joda sobre una secretaria hot.

viernes, 3 de julio de 2020

Lo que se hereda no se hurta

Sonó el teléfono de línea y lo dejé sonar tres veces antes de levantarme de la cama para ir a atender. No tenía registro de cuándo fue la última vez que lo habría usado. 2020, no hay nada que no pueda decirse en dos renglones de Whatsapp o, en su defecto, una nota de voz. Nadie te llama al fijo a no ser que sea una mala noticia, algún call center reclamando deudas de alguien que ya no vive más acá o mi vieja que se rehúsa a convivir con la tecnología. Atendí y, todavía adormilada, escuché las cuatro palabras mágicas que venía esperando hace años. 
—Meli, se murió Tita —pronunció temblorosa mi mamá, casi con entonación de pregunta al final.
Me quedé esperando que me diga algo más pero solo se escuchaba su respiración del otro lado del tubo.
—¿Cómo fue?
—Parece que de un infarto, estoy por salir para su departamento. ¿Te veo ahí, pichona?
Su departamento. Hace varios cumpleaños que venía amagándole a la abuela para que me ceda ese tres ambientes en pleno Recoleta. Que ella se vaya a un geriátrico, no sé. Vieja egoísta. Respiré hondo para que no se note que detrás de mi tono de circunstancia había un poquito de excitación y segundas intenciones.
—Sí, en 15 salgo.
Mamá moqueaba.
—Una cosa más, vieja —la interrumpí antes de que pueda empezar a despedirse.
—¿Sí?
—Ya te dije que no me gusta que me digas pichona.
Cortó. 

Acuse de recibo. Mientras estaba en camino para Recoleta me acordé de un profesor de teatro que tuve mientras estaba en la facultad. No me acordaba su nombre ni los rasgos de su cara, la única huella que me dejó fue esa instrucción. Acuse de recibo, qué manera rebuscada de pedirme que reaccione. Nunca tuve mucha leña como actriz, creo que él lo sabía y por eso le di tanto trabajo. Era mutuo el desagrado. Registrá lo que te dicen, date lugar para la reacción, acuse de recibo, vamos, acuse, vamos. Básicamente me cagaba a pedos todas las clases. Lógico, terminé dejando. Caminaba apurada esquivando hombros en la vereda porque quería llegar antes que mi vieja al departamento y poder recorrerlo a solas. Mi futuro hogar. Mi casita. Acuse de recibo, ahí estaba la clave. Actuar de nieta dolida. Meterle lágrimas, moco, todos los chiches, y, recién ahí, esbozar mi mentira.

Llegué primera y el encargado me dejó entrar. El cuerpo ya no estaba. Me explicó cómo fue el proceso desde que la vecina del C llamó preocupada a cómo fue que los de la funeraria se la llevaron mientras empezaba el tramiterio.
—¿La funeraria? Si todavía no llamamos.
—No, sí, parece que la señora Carmen se ocupó de todo de antemano. Lo dejó todo preparadito, eso me decía siempre que la ayudaba a subir las compras del súper por el ascensor. Que su familia no se iba a tener que preocupar de nada.
Hubo un silencio incómodo. Vieja de mierda, ¿cómo que dejó todo preparado?
—Un angelito, Carmen. Una pena —el hombre no se callaba. —¿Tita le decían ustedes?
—Sí, terrible —dije con mi mejor cara de culo. Necesitaba que se vaya y no se movía del marco de la puerta principal.
Vieja de mierda, ¿a qué se refería con que lo dejó todo planeado? ¿Cuánto era todo?
—Un angelito... —seguía repitiendo el encargado cada vez en voz más baja hasta que se fue.

Finalmente me quedé sola. Revolví todos los cajones a ver si encontraba un testamento, un papel, un algo. Nada a la vista. Con lo organizada que era, era obvio que le debía haber dejado al escribano como tres copias en las que oficialmente me cague. Tampoco me sorprendió lo limpio que estaba todo. Siempre pulcra la abuela Tita, nunca menos. Por eso no le gustaba que la visitemos. “Los nietos ensucian”, nos decía. Como si tuviésemos una especie de culpa por respirar y contaminar su aire perfecto. Por eso se murió sola en su cajita de vidrio y mármoles inmaculados. Con amenities y buena vista, dicho sea de paso. Y muy buena circulación, nunca lo había registrado con tanto detalle. Mi futura casita. Tenía que hacer las cosas bien. Concentración.

Me frené en el espejo de su cómoda.
—La abuela me prometió que me iba a regalar su departamento cuando ella no esté más —dije mirándome a los ojos, fingiendo el llanto exagerado. Poco verosímil. No me convenció.
Lo practiqué devuelta. Esta vez con unas lagrimitas más sutiles.
—La abuela me prometió que me iba a regalar su departamento cuando ella... —la pausa iba a sumar credibilidad—... no esté más.
Iba queriendo. Fui por una tercera y última versión con datos precisos e inchequeables. La versión definitiva.
—La abuela me prometió la semana pasada cuando hablamos por teléfono que si... que si el día de mañana le pasaba algo... —pausa para secarme las lágrimas— ...me iba a regalar su departamento.
Perfecto. Nunca debería haber dejado teatro.

Vi una pulsera de esmeraldas gruesa y me la metí en la cartera sin culpa. Ventajas de tener todos primos varones. Y, bueno, la tía que se joda. Seguí dando vuelta cajones. ¿Aparecerán por acá en un rato? Me sorprendió que no haya ni un portarretratos con fotos de sus nietos en ningún rincón. Tenía que ganarle de mano a la tía si es que venía. Ni una foto para caretear con sus otras amigas paquetas, qué tipa fría. Tampoco pretendía encontrar mucho. Ni siquiera me llamaba para mis cumpleaños. La única vez que me felicitó por algo fue cuando me recibí de arquitecta: me mandó un mail que decía en el asunto “Ya era hora, Meli” y en el cuerpo no decía nada. Ácida como ella sola. Y como mi vieja. Bah, y como yo. Está bien, la crudeza puede que sea de familia pero con mamá por lo menos la sabemos disimular. Alguna vez me podría haber regalado un chocolatito o un caramelo como hacían los abuelos del lado de papá. No sé, algo. Era muy evidente que desde que se murió el Nono, Tita perdió lo único decente que le quedaba; por lo menos en frente de él se hacía la buena con nosotros.

Mi vieja tocó timbre y apreté el botón al lado del teléfono para autorizarla a entrar al edificio. Un teléfono medio vintage pero con onda, tenía buen gusto Carmencita. Rogué que el encargado le esté sacando charla como a mí para tener tiempo de practicar mi línea una vez más. La repetí dos veces para adentro y me mojé un poco los lagrimales con el agua de la canilla. Lista. Que empiece el show.

Abrí la puerta. Mamá se estaba refregando los ojos y me ganó de mano al hablar.
—Tu abuela me prometió la semana pasada cuando almorzamos que si... que si le pasaba algo —pausó para secarse las lágrimas— quería que yo me quede con su departamento.

Puta madre. Mamá también era buena actriz.

jueves, 2 de julio de 2020

Cuenta regresiva

Diez. Los hospitales tienen olor metálico y también frío. No me gustan. De noche solo me acompaña el pip-pip de la maquinita que me marca los latidos, cada vez más espaciados entre sí, y Marisa, la enfermera del último turno. Escuchar sus Crocs gomosas apurarse y desacelerar por el pasillo es una de mis actividades preferidas desde que me internaron. Las otras enfermeras no son tan reconocibles, usan todas las mismas zapatillas blancas y parece que caminaran flotando. Todas tienen la cara repetida y me dan instrucciones con frases hechas que ya me aprendí de memoria. “A ver, negrita, levantamos un poquito la cabecita” y me acomodan la almohada casi sin tocarme. Marisa no. Marisa tiene siempre las manos tibias y todas las noches estrena un color de uñas nuevo. Jamás me habló en diminutivo. El esmalte de hoy era naranja flúo. Me dijo que algún día me lo traía y me las pintaba en uno de sus recreos.

Nueve. En frente mío hay un cartel con crayones que hizo Mili, mi sobrina. Cada vez que abro los ojos veo dos chicas de la mano, llenas de rulos, una más alta que la otra y muchos -muchos- corazones alrededor. Arriba del dibujo, un “MEGORATE LUGI” en mayúsculas desprolijas que tiene poderes sanadores: cada vez que lo veo sonrío. Carla me contó mientras lo pegaba que su criatura todavía se sigue confundiendo la J con la G y no pronuncia bien la R. Nos acordamos que las dos dijimos “cunclillas” hasta los diecitantos y nos reímos en voz alta. Su carcajada se volvió llanto y me dijo que me iba a extrañar mucho.

Ocho. Hoy me sumaron un tubo que me entra por la nariz y no sé a dónde va. Ya no pregunto más. Desde que me lo pusieron solo siento esa molestia en la punta de la cara, las sensaciones en el resto del cuerpo se me van deshaciendo de abajo para arriba. Hace un rato quise mover los dedos gordos de los pies y me olvidé cómo se hacía.

Siete. Hay un payaso que viene cada tanto. Me cae simpático. Cuando me visita se saca su nariz roja y veo cómo el piolín que la ata le marca los cachetes. Se sienta en el sillón que está a la izquierda de mi cama y conversamos. La historia que más me gusta contarle es la de un payaso que animaba las salas de espera del médico al que iba de chiquita. Tenía un solo sketch que me descostillaba de risa: inflaba muchos globos y después los quería usar como silla. Cuando se explotaban gritaba “ay mi cutis” y todos nos reíamos con él. Una vez, mamá me pidió que la acompañe a buscar a la abuela por su limpieza de cutis y yo no quise ir porque me daba pudor. Me enteré que cutis era cara cuando cumplí 18.

Seis. Me cuesta cada vez más abrir los ojos. Me encantaría que me pase con los oídos: poder cerrarlos, apagarlos. Hay cosas que es mejor no escucharlas. “¿Cómo la ves?”, preguntó mi hermana. Respondió una voz honda y precisa: “Carla, andá despidiendote”.

Cinco. Los sueños se vuelven cada vez más detallados y tangibles. Abro y cierro los ojos. Veo mi casa de San Juan. En un instante puedo recorrer mentalmente cada uno de sus rincones desde un metro diez de altura. Siento en todo el cuerpo una descripción muy mía y calentita. Siento especias que me pican en la nariz: estoy en la despensa, al costado de la cocina, el espacio ideal para jugar a las escondidas. Cierro los ojos y toco la madera patinada de celeste de mi casita fun-size al fondo del jardín. Siempre me gustó el concepto de “fun-size”: todo lo chiquito es más divertido. En los pies siento la alfombra del playroom y también el olor a jazmín del cielo que estaba cerca de la pileta con forma de L que tenía cocodrilos en la parte honda. Los cocodrilos hacen perrito guardián para que no vaya a las partes que no hago pie. De a poco se me deshace el sabor de las mil ciruelas de verano que regala mi árbol preferido. Qué rica es esa casa.

Cuatro. Marisa está enfrente mío. No la escuché llegar. Me dice que estoy perdiendo la lucidez y yo quiero convencerla de que es mentira pero no me salen las palabras en voz alta. Estoy más despierta que nunca. Es como cuando mis papás nos despertaron en pleno invierno para subirnos al auto cargado y emprender un viaje sin aviso: tantié todo con los ojos entrecerrados para no despabilarme. Pero estaba despierta, estaba ahí. El cuerpo de Carla calentito también estaba ahí, pegado a mí. Quería preguntarle a mamá a dónde estábamos yendo y que me responda la verdad. “A Buenos Aires, Luji. Pasó algo con la abuela Pochi”, la puedo escuchar aunque nunca lo dijo. Viajamos callados los 1200 kilómetros pero yo estaba despierta. Despierta como ahora.

Tres. Me cambiaron de cuarto, Marisa me dijo que era para mejor. Me acordé de los inviernos en Bariloche. Mis abuelos tenían una casa enorme en la base del cerro donde entrábamos todos. 3 pisos y algún que otro recoveco secreto lleno de fotos y ropa de ski usada. Todos los cuartos tenían algo especial, una ventaja única que usaban para convencerte de que ese año te tocaba el mejor de todos. Alguna ventana que da a la montaña, una calefacción que anda mejor que el resto, un baño en suite. A mí ninguna de esas me importaba: lo único que quería era que me toque dormir en el sótano, en alguna de las 4 camas cuchetas que solían ocupar todos mis primos varones. Me crié rodeada de testosterona y adolescentes torpes con olor a chivo. Si cierro los ojos escuchó a mi viejo cantar para joderlos “mi barba tiene tres pelos, tres pelos tiene mi barba”. Se la canté a Marisa y me dijo que la conocía. Yo pensé que la había inventado mi papá. Siempre fui la mujer más chica de la familia. La princesita que había que cuidar y proteger. En frente mío, nada de malas palabras ni juegos bruscos. “Juego de manos, juego de villanos”, la voz de mamá resonaba en la conciencia de todos con cierta distancia. Supongo que por eso los varones se iban a jugar lejos mío. Y no solo eso. Se robaban a Carla también. Ella, tan delicada y cuidadosa conmigo, me daba la espalda para ser bruta con los otros. Se tomaba vacaciones de cuidarme. Pero lo que nunca nadie entendió es que yo no quería que me cuiden: quería tener un yeso en el brazo como Nico, romperme una paleta como Tebi, tener moretones por hacer piruetas como Sebas. Lo único que conseguí de ellos fue usar la ropa de varón que les iba quedando chica. Y no importaba cuánto crezca año a año: la ropa de varón siempre me quedaba grande. Ahora siento que estoy rota y no me gusta. Le pedí a Marisa que le diga a Carla cuando venga que muchas gracias por cuidarme todos esos años.

Dos. Abro los ojos y hay mucha gente mirándome. Están borrosos, se derriten como un cuadro de Dalí. Entre las siluetas reconozco a mamá y la saludo. Hace mucho que no la veo. Mamá me responde con la voz de Carla y me dice que descanse, que seguro estaba cansada y por eso me estaba confundiendo. Se me cierran los ojos y escucho que Mili pregunta por qué saludé a la abuela si hace mucho que está muerta.

Uno. Ya no escucho el pip y no tengo más frío. Creo que de lejos veo a mis papás.