martes, 6 de noviembre de 2018

Acarreando a Irene

Tengo un carry on con las cosas de Irene. Lo llevo siempre en el baúl de mi auto y la mayoría del tiempo me olvido que está ahí. Los miércoles a la noche y algunos domingos al mediodía, Irene me deja abrirlo y jugar a ser ella por un rato. Literalmente, me presta sus zapatos para que se los camine. Uso su vestido, me peleo con su marido, ordeno las cosas de su hijo y, por un pequeño rato, chancleteo sus pantuflas. 

Me cae bien Irene pero me da pena. Me parece que no es feliz, que no está conforme. Tengo la sensación de que se acostumbró a que algo no funcione y ya no es más consciente de ese ruidito interno que te avisa que cambies algo. Pobre Irene. Naturalizó que la maltraten, se enajenó. Perdió su identidad. Yo se la busco, le presto carácter y gesticulaciones pero su modus operandi gana todas las pulseadas: sumisa vuelve a ordenar en silencio. Y cuando soy ella, soy yo quien sumisa vuelve a ordenar en silencio el desorden ajeno. 

Cuando uso sus cosas me doy cuenta cuánto más cómoda me queda mi ropa. Me gusta abrir su carry on porque significa que puedo quererla hasta cansarme, guardar todo devuelta donde corresponde y distanciarme de ella con un cierre y un candado azul que estaba en casa.

Sé que nadie me lo robaría pero igual lo cierro cuidadosamente con candado porque tengo miedo que en 10 años ese carry on en el baúl de mi auto se extienda al asiento del copiloto, a mi cuarto o a mi cocina. Tengo miedo de olvidarme de cerrar esa valijita y, sin darme cuenta, Irene se haya expandido a mi vida. Me da miedo que su presencia no se limite a miércoles y domingos a la mañana y encontrarme siendo ella un martes al mediodía frente a una pila de platos sucios o experimentar la soledad un viernes a la noche. Tengo miedo de convertirme en Irene. 

Más que miedo, lo que siento es angustia. Angustia porque creo que, muy en el fondo y genuinamente, soy ella. Y de a ratitos juego a ser yo.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Dos perros por un hueso

“Donde pongo el ojo pongo la bala” piensan algunos confiados. Frente en alto, sonrisa matadora con un tinte de picardía y están listos para cualquier desafío.

Chamuyos, roces, secretos, redes.
Susurros explícitos y silencios tentadores.

Se repiten las historias. Cambia la persona, el boliche, las palabras; pero en el fondo la cuestión es constante. Hay alguien con un perfume especial que emana un magnetismo incontrolable. Basta con que alguien lo registre para que empiece la cacería. Tiro va, tiro viene. Entran balas de todos lados. Si la suerte está de tu lado, son solo dos perros por un hueso. En la mayoría de los casos la competencia es mayor y llega un punto que el todos contra todos se descontrola y no sabés para qué equipo jugás.
Ya me cansé de cazar. Estoy harta de ser parte de esa jauría que persigue lo mismo con un afán desesperado y vacío. Me gustaría ser lo suficientemente valiente para sacarme el chaleco anti balas y ver qué pasa si dejo que entre lo que siempre estuve evadiendo. Guardar la metralleta que siempre usé para evitarme la decepción de que si alguien no quería jugar mi juego, habían semillas plantadas en otros lados. Pero el que mucho abarca poco aprieta dicen las malas lenguas y tienen razón. Ya no quiero ser más parte de esta guerra. Me rindo. Es una búsqueda del tesoro en la que nadie busca ganar nada en serio y todos perdemos el tiempo.

Dos perros peleándose por el mismo hueso, mordisquéandolo hasta darse cuenta que no tiene gusto a nada, hasta que ese sinsabor se vuelva aburrido y a buscar otro juguetito a estrenar.

No quiero jugar más.

sábado, 13 de octubre de 2018

Enigmas y domingo

Es domingo a la noche. Empecemos por ahí. Sin duda, los domingos ejercen una especie de coerción invisible que obliga a replantearse la vida entera. En ese contexto de platos en remojo, sobras en la heladera, rímel un poco corrido de la noche anterior y una lista de responsabilidades resaltadas en amarillo que evadí desde el viernes no queda más que pensar. Y cuando quiero pensar, escribo. Pero hoy me pregunto: ¿qué tengo para decir?

Evocar lo universal desde lo particular. Creo que esa debería ser una de los metas de quienes aspiran a ser escritores. Bah, por lo menos eso es lo que busco yo como lectora: desde una situación particular bastante lejana a mi vida cotidiana encontrar rasgos, sensaciones, emociones, climas con los que me siento identificada. Creo que eso es lo mágico de volcar en papel una serie de líneas con forma. En el fondo, todos buscamos conectar de algún modo u otro. Todos tenemos algo que se nos prende cuando escuchamos, sentimos, miramos -o leemos- a alguien que está prendido.

Entonces, retomo: ¿Qué es lo que me prende? ¿Cuál es mi particularidad? ¿Qué tengo para decir? Tengo una lista de preguntas existenciales de esa índole pero una aún más enigmática: ¿es posible encontrar respuestas un domingo?


lunes, 8 de octubre de 2018

37 minutos



37 minutos de demora. Siempre hace lo mismo. Habían quedado en el café habitual a las 2 de la tarde y, a 23 minutos de que se hagan las 3, Juana seguía revolviendo el cortadito que se había pedido para matar la espera y la humillación de estar guardándole lugar a la nada misma. “Se repite la historia”, pensaba amargamente mientras tragaba su café pasado de azúcar. Y para colmo, como para subrayar que ya no era espera sino simplemente soledad, el mozo se acercó por segunda vez con su irritante cántico “¿Le traigo la cuenta señora?”, lo cual despertaba aún más rabia: la estaba tratando de usted y además, como si fuera poco, le estaba diciendo señora. Tanta indignación acumulada se concentraba en esa silla vacía y el reloj que materializaba la tardanza.


Se imaginaba a Pancho caminando por las calles de Palermo, cuasi sin apuro, y ya estaba pensando cómo arrancar el rosario de puteadas que merecía recitarle en la cara apenas aparezca en el bar. 37 minutos habían sido suficientes para cuestionarse toda su decisión de reencontrarse. Después de dos años de llamarse novios, hace tres semanas estaban en el gris insalubre que inventaron los tibios conocido como “un tiempo”. Su relación, ya endeble desde los últimos dos meses, había decantado por desencuentros y desentendidos... y hasta tal vez, por desamores. 

El desamor era lo que más temían. A Juana siempre le dieron risa los intentos académicos de definir cuestiones inabarcables con palabras como “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. Pero en el minuto 25 de la espera, desconcertada y aburrida, se topó con esa definición de diccionario del amor. La leyó, la reflexionó y hasta la odió. Le dio miedo volver a la “propia insuficiencia” o aún peor, a la propia suficiencia; no por la incomodidad de estar sola, sino por lo contrario: miedo por la comodidad que le despierta la soledad, la certidumbre de la independencia y el refugio de no necesitar a nadie más.


Al minuto 32 ya había deshojado cuatro margaritas imaginarias. Las primeras tres, contra su pesar, concluían en un sólido “no me quiere”; y la última, ya agotando la legitimidad del repetitivo ballotage, la dejó satisfecha casi como quien dice la tercera es la vencida, pero en versión cabeza dura que necesita una más. Además de ser testaruda, le ganaba la impaciencia y sabía que y 40 iba a haber otra vuelta y que la suerte (y la razón) no estaban de su lado. Necesitaba que llegue ya.


El reloj marcó 14:37 y ya no le quedaban uñas para comerse. En vano había intentado hacerse las manos para camuflar su desprolijidad adolescente. Miró al mozo lista para lanzarle la señal que el hombre tanto esperaba: ojos muy abiertos, movimiento de cabeza y la famosa mano garabateando en el aire. Lo persiguió mentalmente lo que pareció una eternidad hasta que se rindió y se quedó con “la cuenta, por favor” en la punta de lengua. Revolvió su café vacío y ausentó su mirada hasta que creyó reconocerse en una mesa del otro lado del vidrio: una veinteañera con zapatillas Converse y pelo despeinado, mirando perdida y revolviendo un café vacío. También lo reconoció a él: lo vio mirándola desde la puerta. Vio su sonrisa sutil, esa que tienen los que están enamorados, muy sincera, esa que no es ni muy grande ni muy chiquita y giró la cabeza. Ya no era el reflejo de un vidrio lo que mediaba entre ellos. Con 37 minutos de demora, ahí estaba. La cuarta margarita y el diccionario tenían razón. El “te quiero” que venció era un sentimiento intenso de una Juana que necesitaba el encuentro y la unión con ese Pancho. Pero en algo se equivocaba: esa necesidad, lejos de ser por insuficiencia o por suficiencia, era por algo que los trascendía a ambos. Rió una vez más de los intentos de verbalizar lo intangible y, dando un salto de fe, se entregó a la incertidumbre.  “Me debés 37 minutos”, fue lo único que pudo articular ella, carcomiéndose internamente por no poder decir algo mejor. “Te prometo que te los voy a devolver”, respondió él, mientras la desacomodaba en un abrazo.


Desde ese día, los relojes no pudieron seguirles el ritmo. ¿Qué son 37 minutos al lado de una vida?

lunes, 1 de octubre de 2018

Daño colateral

Otro sábado de lluvia inundaba el humor de Buenos Aires. Dicen que el clima tiene influencia directa sobre el estado de ánimo de los artistas. Marina era el fiel reflejo de esa teoría: las tormentas, el cielo gris y la humedad pesada le drenaban la energía y, por sobre todas las cosas, la hacían pensar. Pensar no como quien quiere pensar durante un examen o para hacer una cuenta rápida en el supermercado. La lluvia la hacia reflexionar. Cada gota sembraba una incógnita nueva. Glop. Duda. Glop. Duda. Glop. La cabeza no le puede ganar al corazón. No. ¿O sí? Vértigo, ilusiones, flagelos. Te quiero pero no me conviene. Te quiero pero me das miedo. “Te quiero pero no”, cuatro palabras que suspendieron el posible futuro que tal vez los esperaba. El trasfondo de ese mensaje era una especie de no sos vos soy yo versión no sos vos es la lluvia. Si hoy hubiesen ido al río como estaba planeado, hubiesen sentido. Marina hubiese vivido, sin la necesidad de rotular. Hubiese volado, reído. Tal vez, hasta se hubiese enamorado. El sol hace esas magias; pero el gris del cielo matizó todo con su inmensidad. Solamente quedó lugar para una colección de hubieses: el daño colateral de la lluvia.

sábado, 15 de septiembre de 2018

A los futuros festejantes

Estimado señorito que acaparó mi atención momentáneamente:
Hoy le dedico estas líneas a usted, ________________ (completar con nombre y apellido que correspondan al pretendiente de turno), para aclararle algunas cuestiones y, así, evitar confusiones de ambas partes en el futuro cercano.

Para comenzar, cabe establecer que si usted no está interesado debe de manifestarlo de inmediato; le ahorrará a quien escribe el trabajo de tener que construir este texto (e ilusiones) sobre una base inexistente. A su vez, por más de que haya un acuerdo tácito de sinceridad explícitamente de mi lado, puede que le falle en alguna que otra ocasión ya que muchas veces no soy sincera ni conmigo misma; por lo que toda cláusula escrita puede someterse a fluctuaciones y variables dictaminadas por mi rebelde voz interior. Espero sepa disculparme.

Futuro festejante: sea claro con sus intenciones (pero no tanto, no vaya a ser que ahogue la sana y lúdica incertidumbre pasajera); no mida sus palabras ni limite sus sentimientos; sepa callarme cuando lo sienta necesario y escucharme cuando me cueste alzar la voz. Sea consciente de que detrás de esta persona que intenta hacerse la fuerte, hay una gelatina de sensaciones con mucho pero mucho miedo al amor. Detrás de la fachada bastante armada y picarona, hay alguien que necesita ciertas seguridades aunque no lo parezca. Solidarícese con la causa y no fogonee tales debilidades. Por otro lado, le ruego que no me rompa el corazón. Y si lo hace, tenga a bien ayudarme a recuperar las partes heridas para luego poder ocuparme por mi cuenta en su reparación y así dejarlo en un estado "pseudo como nuevo" para el próximo candidato de turno que vaya a ocupar su lugar.

Le confieso que, aunque jamás vaya a decírselo públicamente, desde que tengo memoria sueño con ser princesa. No crea que dicha aspiración esté impulsada por deseos de autoridad política ni exposición, no. Sueño ser princesa porque eso implica que un príncipe se enamore de mí. "Que no punda el cánico", diría esa misma niña que a los cuatro años chancleteaba los zapatos altos de su mamá: no hace falta que usted sea azul ni de ningún color particular; tampoco se le pide que tenga un baggage familiar que aparezca en libros de historia; ni que posea título alguno de nobleza. Simplemente basta con que tenga interés en que construyamos un reino juntos. (Nota: el concepto de reino queda sujeto a definirse entre ambas partes en el futuro).

Si usted no cree ser correspondido de estas líneas, tenga a bien demostrármelo de alguna manera. Se le agradece encarecidamente por su efímera participación de relleno y la sana distracción que me convidó; pero le ruego sepa correrse de dicho rol. El espacio debe cederse a alguien que lo quiera enserio. En algún lugar -cerca o lejos- hay un muchacho que, sin saberlo ni manifestarlo, está esperando que esta princesa lo haga sentir como ese príncipe y no querrá usted privarlo (ni privarme) de dicha oportunidad.

Atentamente,
La comisión burocrática de mi corazón.



miércoles, 12 de septiembre de 2018

En tres termos llego

Me cebé otro mate y miré por la ventana. "Dale tiempo", me habían dicho. Me seguían resonando esas dos palabras que por algún referéndum ilegítimo supuestamente debían guiar mi accionar. Tiempo. ¿Qué clase de vago consejo es ese? ¿Cuánto tiempo es suficiente? 
Cebé otro mate, lavado y ya tibio, y coreográficamente, mirando por la misma ventana una vez más, retomé mis pensamientos. ¿Cuál es la medida del tiempo? ¿Cuánto se supone que debo esperar? ¿Un termo? ¿Dos termos? ¿Día y medio? ¿Un mes? ¿La vida?
Nunca fui de esas personas que se entregan cien por ciento al azar del destino. Tampoco digo que soy de las que se cartean, no. Pero sí, me gusta mezclar el mazo, acomodar en orden las cartas en mano y, a veces, pispear un poquito de reojo o a través del reflejo de anteojos ajenos para ver si la otra persona tiene justo ese cinco de espadas que estoy necesitando. 
"Dale tiempo" me dijeron... como si yo fuese la encargada de repartir semejante abstracto. Como si, de alguna forma, dándote tiempo a vos lograría que a mí se me frenara ese constante tictaqueo de saber que podríamos ser pero no. Como si fuese la vacuna para mi ansiedad; una ansiedad crónica que me pide a gritos saber si coincidimos en tiempo, espacio y, principalmente, sentimiento. Porque el cronotopos es manejable, manipulable... hasta te diría que ahí sí me carteo un poco. Pero se me hace imposible leerte, entenderte, anticiparte. ¿Cómo se supone que tengo que esperar si no sé qué estoy esperando?
Prefiero perder antes de empezar que que ni siquiera sepás que te estaba esperando con mates para jugar.


sábado, 8 de septiembre de 2018

Un nosequé

El otro día me miraste un poquito más de lo normal. Un poquito distinto. En tus ojos había un nosequé, una chispita de picardía que bastó para desencajarme toda la estantería. Y un poco que te odio por eso. Sabés que me gusta tener el control, que me gusta que el mundo baile mi canción y no al revés. Sabés que me das miedo, me da miedo lo que me podés llegar a hacer sentir. Y sabiendo eso, me mirás distinto igual. Creo que hasta te divierte ver cómo pinto mi persona con tintes de locura tratando de descifrar tus silencios tan intensos. Esa mirada, junto a tantas otras, iría en mi cajón de sentimientos que no puedo controlar. Debería... pero ya no cabe mucho más. Lo llenaste. Así que te voy a pedir que te responsabilices de la montaña rusa que me generás y me acompañes a comprar cajones más grandes, o una biblioteca con estantes abiertos, o un cuarto vacío. Necesito un nuevo lugar para depositar todos los futuros recuerdos que sé que me van a exceder. En mi simple y limitada figura humana no entra tanta confusión, tanto vértigo, tanta adrenalina. No entrás vos.

Y si no, me podés prestar un poco de tu cuerpo para que esa mirada, que hasta ahora es solo tuya, sea nuestra. Para que seamos un nosotros. Para que no hayan bordes que se desborden ni límites que nos limiten; que seamos un juego sin reglas ni puntaje; que improvisemos al compás del ritmo que nos depare la vida. 

Para que esa mirada un poquito distinta se convierta en nuestra mirada un poquito normal.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Silencio

Nunca me gustó dar las cosas por sentado. Desde chiquita que reafirmo lo obvio, transformando certezas universales en conclusiones propias. Las yemas de mis dedos tienen innumerables llagas por cada vez que toqué un plato humeante. Tengo un paragüas verde agua en el baúl de mi auto en caso de lluvia. Me rasco las picaduras que ya me rasqué. Aprieto el botón que cierra las puertas del ascensor a pesar de que se cierren solas. Los “te quiero” se me escapan inconscientemente cuando alguien se gana mi querer. Con esta vara mido al mundo y Santiago parecía ser como yo.
Lo conocí el último abril, en la estación de tren. Vi apoyar su Sube no una ni dos, sino tres veces con desconfianza de que a la primera no le haya cobrado. Esa torpeza sútil y su ansiedad hicieron que lo persiga con la mirada y luego con la totalidad de mi cuerpo hasta entrar al mismo vagón que él. El destino o alguna diosa de la casualidad nos había reservado un par de lugares enfrentados y eso me regaló la posibilidad de observarlo durante un rato. Contemplé cómo se sumergía en el universo de un libro cuyo título no llegué a divisar y cómo, cuando iba a cerrarlo, marcó la página actual con un señalador de papel y luego con las solapas de la tapa y contratapa. Me reí en voz no tan bajita porque el libro que yo paseaba estaba manipulado igual. Junté coraje y acompañada de un cuota de descarez me animé a hablarle. No tengo muy en claro qué palabras habré articulado ni sobre qué eran; solo sé que me sentí muy cómoda y que desde ese día nos hicimos grandes amigos. De personas que comparten el tren de las 17:40 hacia la estación de Victoria, pasamos a ser compañeros de caminata hasta mi casa, después a vecinos que se juntan a comer mínimo dos veces por semana... hasta volvernos seres indispensables en la vida del otro.
Una noche cedí mi cansancio a la oscuridad y soñé con él. Entre sábanas vi todo más iluminado que nunca. Desde entonces lo supe. Eso que suponía tomó forma y certeza y se apoderó de cada célula de mi cuerpo. Solo me faltaba decirlo en voz alta, no podía no hacerlo. Pronunciarlo lo haría real y por más miedo que me frenara, más promesas aguardaba. Perseguida por ese pensamiento, mi propio caudal de “qué pasaría sí”s me aturdía. Recordé ese frío día de abril en que lo descubrí y me agradecí a mi misma y a la vida por haberme animado a dar el primer paso. Ahora me tocaba dar el segundo.
Respiré profundo, confié en el azar que nos cruzó en esa estación de tren y simplemente esperando a ser correspondida, me animé a ponerle palabras a lo que me pasaba. Hice explícito lo que estaba implícito en mi interior desde el sueño que lo cambió todo, que me cambió toda. Sin mucho preámbulo, esa tarde en casa articulé la oración que no cesaba de sonar en mis entrañas:
“Santi, estoy confundida”.

Sus ojos me lo dijeron todo. Me miró fijo, se posó en lo más profundo de mi interior y me devolvió todos los “te quiero” que le pertenecían, que le había regalado alguna vez. Ya no eran más suyos, ya no era más suya. Todo ocurrió en el transcurso de 3 segundos dilatados en una eternidad que mientras más se prolongaba más me perforaba. Ese tiempo fue suficiente. Marcó el fin de dicho contacto cerrando los ojos con pesar, moviendo de forma suave la cabeza de izquierda a derecha. Continuó esa coreografía en cámara lenta hasta un instante en el que se inmovilizó y volvió a encontrarse con mi mirada por última vez. Acto seguido, se levantó de donde estaba sentado, sintió con su mano mi hombro, y siguió caminando a la puerta. No me di vuelta porque no quería verlo partir... pero fue inútil porque el ruido de la puerta me partió. No hicieron falta palabras para desarmarme. Su silencio me dijo todo.

martes, 21 de agosto de 2018

Poesía acelerada

A veces creo que la vida nunca se queda sin tinta. La cotidiana está cargada de 
infinitas historias, insignificantes, superficiales, pero historias al fin. 
El amarillismo y los relatos que aumentan exponencialmente son los 
protagonistas de una diaria sin sentidos, llena de ruidos, de voces 
anónimas que hablan mucho sin nada que decir.
Por fuera, una novela, una serie de canal de aire, un programa de emisión 
diaria. Un caudal insaciable de energía, una fuente de constante acción 
e ir y venir.
Pero por dentro, simplemente, un color. Un cuento de Chejov, un paisaje, 
un silencio estancado.  

Hablo de un perfecto oxímoron que, por definición, es imperfecto. Hablo de mí: una poesía 
acelerada.

lunes, 20 de agosto de 2018

Efímero e inmortal

Sos tan efímero que duele. Fuiste y serás uno de los tantos viajeros transeúntes de mi película, otro pasajero que se desvanece antes de darse la oportunidad de ser real.

Este ocaso de domingo me encuentra escribiéndote porque, con tanto apuro, te dejaste algo. No sé si lo hiciste a propósito, si algún día planeabas volverlo a buscar o si lo reconocerás... pero te olvidaste algo que no me corresponde y no quiero hacerme cargo.

Me dejaste un recuerdo. 
Me gustaría devolvértelo.

Espero que lo vengas a buscar. Tu paso puede haber sido fugaz, pero acordate que la mente puede convertir lo efímero en inmortal.

sábado, 30 de junio de 2018

Chispas

Mi papá me dijo una vez que todo lo que escribía era muy autorreferencial.

Por mucho tiempo traté de cambiarlo, extraerme de mí por un rato, mirar con ojos ajenos situaciones ajenas. Usar zapatos que no me quedaban cómodos. Imaginar instantes cargados de emociones que jamás sentí. Traté... pero la "chispita de vida vivida" no dio el presente.
Entonces, para apropiarme de esas experiencias en terrenos desconocidos, busqué percibir las chispitas ya impresas en los libros de mi biblioteca. Leí a los grandes como Castillo, Borges y Cortázar. También leí a los "chicos", a esos cuyos apellidos pueden ser López, Pérez o Martinez y daría lo mismo.
Pero no dio lo mismo. Por lo menos a mí, no me dio lo mismo. Porque ese Pérez podría haber contado lo mismo que Martínez, o lo mismo que Borges; pero su pluma lo hizo único. Los textos de López gritan "López" en cada renglón. Sin querer queriendo, cada uno me dejó entrever un poco de lo que fue, de lo que es o de lo que quiere ser. Cada texto me mostró la cosmovisión de personas que no conocía, pero que ahora sí conozco un poco.

Y bueno, viejo, sí... todo lo que escribía era muy autorreferencial. Te cuento que todo lo que escribo hoy, también lo es.

lunes, 25 de junio de 2018

Mi colección de anillos rotos

Tengo ganas de enamorarme para así tener algo sobre lo que escribir. Jugar a hacerme la enamorada, encontrar metáforas en tus ojos, verte en canciones, pensarte en el futuro. Amarte al punto que la prosa me sea insuficiente; tan insuficiente que me obligue a recurrir a la poesía, para poder verbalizar de algún modo lo viva que me hacés sentir. Llorar a mares nuestras peleas y redactar cartas en mi cuaderno desgastado como manifiesto de mi amor inalterable. Porque soy así, lo sabés. Puro sentimiento. Pura expresión.

Sueño con una historia que nos tenga de protagonistas... en realidad, sueño con que algún día seas el personaje principal de mi vida, así sin audiciones, y me dejes ser protagonista de la tuya. Y así como te hablo a vos, en realidad podría estar hablándole a cualquier otro. Porque vos no existís todavía, solamente late un espacio vacío con ansias de ser llenado. Por el momento sos un concepto desdibujado; y por eso es que no puedo escribir sobre vos, no puedo escribirte. No puedo limitar tus ilimitadas posibilidades de ser.

Tengo ganas de enamorarme para que existas. Anhelo que seas real para ser sincera cuando escriba que me encanta tu cara de dormido a la mañana, cómo no entendés nada apenas te despertás de una siesta y que me puede la cara que ponés mientras te hablo.

Me gustaría escribir un libro con un título tan imponente como El amor en tiempos del cólera, aunque siempre me termine pareciendo más a La insoportable levedad del ser. Por mucho que lo intente, por más de que me quiera parecer a bloggeras enamoradas, a García Marquez o, en su defecto, a Milan Kundera... nunca puedo escaparme de lo que soy. Y por el momento, soy una colección de anillos rotos. No me queda otra que escribir sobre eso, mientras espero que vengas y me los arregles.

lunes, 12 de marzo de 2018

Döppelganger

Tomaba su pincel y, a las apuradas, daba trazos de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo. Cambiaba los colores con una velocidad que hacía el movimiento casi imperceptible al humano. Por momentos se asemejaba a una máquina o anhelaba tomarle prestado el Génesis a algún Dios. Algo la apremiaba y, esta vez, le iba a ganar de mano.

Esta vez, iba a cantar victoria.

Su mano supo cuándo soltar la brocha. Tapó sus ojos y retrocedió a tientas, acrecentando la distancia entre ella y el lienzo, que ya había abandonado su estado de blancura. 

"Uno, dos, tres... ¡ya!" dijo para sus adentros, y separó el olor a acrílico impregnado en los dedos que cubrían sus párpados. Su mirada se encontró con la obra.

No hubo caso. Perdió una vez más. Por más que intentaba pintar un cuadro, el cuadro siempre la terminaba pintando a ella.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Domingo un sábado 2.0

Ella sujeta su lapicera y escribe. Escribe porque se extraña. Escribe porque extraña a la persona que es mientras escribe. Pero lo que antes le salía como un ‘acto reflejo’ para buscar y encontrarse, hoy le resulta difícil. Está trabada. Tiene miedo a lo que pueda llegar a expresar, a no ser sincera o miedo a, tal vez, serlo demasiado.

¿Qué busca? ¿Qué encuentra? Desea ser papel, desea ser palabra. Tanto que quiere convertirse en una línea finita y negra deambulante por los renglones y dibujar el contorno de cada letra minúscula mientras su mano adolescente, de uñas desprolijas, no cede al impulso de violar la rigidez de las rectas azules, pálidas, paralelas que llegan de borde a borde de su viejo y desteñido cuaderno. Quiere que la tinta inmortalice su sensación momentánea a domingo. Aunque, es raro... es sábado. Siente domingo un sábado.

Siente domingo.

El cansancio de lo interminable, el infinito de lo finito, la no saturación de los colores, la soledad de madrugar, el deber de lo que debe, la comodidad de su pijama. La leve esperanza del desconocido porvenir fusionada con su arraigo inconsciente a lo familiar. Una gama de grises muy vivos dentro de ella. El cuerpo apagado pero la mente prendida. Eso. Siente domingo.

Ella escapa para ser encontrada. Aferrada a su viejo cuaderno, se va a su galería. Se sienta. Tiene frío a pesar de que es verano. Escucha canciones en otro idioma que hablan del mal de amores y alguna que otra, cada tanto, de un amor del bueno. Mira el cielo nublado y piensa. Reconoce una nube con forma de mate. Otra con forma de pucho. Espera que llueva. Se da cuenta de que en el cielo se descubre una pequeña porción celeste y se decepciona. No sabe por qué. Tal vez porque ya no puede mirar más el cielo nublado ni pensar ni esperar que llueva. Y escribe. Ella sujeta su lapicera y escribe.

Escribe la sensación a domingo y la tristeza de saber en el fondo que no es domingo. Y escribe en tercera persona porque busca encontrarse y entenderse, pero no puede. No puedo. Siento domingo un sábado.