37 minutos de demora. Siempre hace lo mismo. Habían quedado en el café habitual a las 2 de la tarde y, a 23 minutos de que se hagan las 3, Juana seguía revolviendo el cortadito que se había pedido para matar la espera y la humillación de estar guardándole lugar a la nada misma. “Se repite la historia”, pensaba amargamente mientras tragaba su café pasado de azúcar. Y para colmo, como para subrayar que ya no era espera sino simplemente soledad, el mozo se acercó por segunda vez con su irritante cántico “¿Le traigo la cuenta señora?”, lo cual despertaba aún más rabia: la estaba tratando de usted y además, como si fuera poco, le estaba diciendo señora. Tanta indignación acumulada se concentraba en esa silla vacía y el reloj que materializaba la tardanza.
Se imaginaba a Pancho caminando por las calles de Palermo, cuasi sin apuro, y ya estaba pensando cómo arrancar el rosario de puteadas que merecía recitarle en la cara apenas aparezca en el bar. 37 minutos habían sido suficientes para cuestionarse toda su decisión de reencontrarse. Después de dos años de llamarse novios, hace tres semanas estaban en el gris insalubre que inventaron los tibios conocido como “un tiempo”. Su relación, ya endeble desde los últimos dos meses, había decantado por desencuentros y desentendidos... y hasta tal vez, por desamores.
El desamor era lo que más temían. A Juana siempre le dieron risa los intentos académicos de definir cuestiones inabarcables con palabras como “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. Pero en el minuto 25 de la espera, desconcertada y aburrida, se topó con esa definición de diccionario del amor. La leyó, la reflexionó y hasta la odió. Le dio miedo volver a la “propia insuficiencia” o aún peor, a la propia suficiencia; no por la incomodidad de estar sola, sino por lo contrario: miedo por la comodidad que le despierta la soledad, la certidumbre de la independencia y el refugio de no necesitar a nadie más.
Al minuto 32 ya había deshojado cuatro margaritas imaginarias. Las primeras tres, contra su pesar, concluían en un sólido “no me quiere”; y la última, ya agotando la legitimidad del repetitivo ballotage, la dejó satisfecha casi como quien dice la tercera es la vencida, pero en versión cabeza dura que necesita una más. Además de ser testaruda, le ganaba la impaciencia y sabía que y 40 iba a haber otra vuelta y que la suerte (y la razón) no estaban de su lado. Necesitaba que llegue ya.
El reloj marcó 14:37 y ya no le quedaban uñas para comerse. En vano había intentado hacerse las manos para camuflar su desprolijidad adolescente. Miró al mozo lista para lanzarle la señal que el hombre tanto esperaba: ojos muy abiertos, movimiento de cabeza y la famosa mano garabateando en el aire. Lo persiguió mentalmente lo que pareció una eternidad hasta que se rindió y se quedó con “la cuenta, por favor” en la punta de lengua. Revolvió su café vacío y ausentó su mirada hasta que creyó reconocerse en una mesa del otro lado del vidrio: una veinteañera con zapatillas Converse y pelo despeinado, mirando perdida y revolviendo un café vacío. También lo reconoció a él: lo vio mirándola desde la puerta. Vio su sonrisa sutil, esa que tienen los que están enamorados, muy sincera, esa que no es ni muy grande ni muy chiquita y giró la cabeza. Ya no era el reflejo de un vidrio lo que mediaba entre ellos. Con 37 minutos de demora, ahí estaba. La cuarta margarita y el diccionario tenían razón. El “te quiero” que venció era un sentimiento intenso de una Juana que necesitaba el encuentro y la unión con ese Pancho. Pero en algo se equivocaba: esa necesidad, lejos de ser por insuficiencia o por suficiencia, era por algo que los trascendía a ambos. Rió una vez más de los intentos de verbalizar lo intangible y, dando un salto de fe, se entregó a la incertidumbre. “Me debés 37 minutos”, fue lo único que pudo articular ella, carcomiéndose internamente por no poder decir algo mejor. “Te prometo que te los voy a devolver”, respondió él, mientras la desacomodaba en un abrazo.
Desde ese día, los relojes no pudieron seguirles el ritmo. ¿Qué son 37 minutos al lado de una vida?