Real envido contestó y pensó que me iba a apichonar. A esa altura del partido, yo andaba rozando las buenas y arriba por más de 10 puntos, tenía margen para despilfarrar. Quiero, 29 canté. Se le desfiguró la cara y pareció que putió porque yo era mano. Me creí el acting y ya estaba a punto de anotar cinco palitos para casa cuando se vanaglorió de sus 31 tantos. A partir de ahí, empezó a cambiarle el juego. José me había invitado a salir un par de veces el año pasado pero por una mezcla de excusas, desencuentros y otras cuestiones nunca concretamos esas birras mano a mano. Seguimos compartiendo grupo de amigos y siendo muy políticamente correctos en las juntadas. Si nos cruzábamos en algún boliche se acercaba con su metro 90, ponía voz grave y se le escapaba algún que otro tirito o mano en la cintura de más, pero nada que no pueda ser disfrazado de un ‘estaba re en pedo’. Había ganas, siempre lo supe. Cada vez que podía me lo hacía notar y yo sorteaba la situación haciéndome olímpicamente la boluda. Ese papel me quedaba bastante bien. No sé por qué nunca me gustó José. Era mi amigo, punto. Él insistió por unos buenos meses y eventualmente la dio de baja y se resignó a la amistad que teníamos. Y ahí estábamos, compartiendo un pareo cerca del mar y aislados del resto, 100 por ciento concentrados en la revancha. El primer partido lo gané yo. Nunca tuve tanto culo como ese día. Estaba meta vale cuatro, que envido envido, que la primera es de oro y luciéndome con todos los refranes boludos que heredé de mi viejo que no sabe jugar callado. Me hice buena fama y José me reclamó la revancha por cuatro meses. Siempre la propuesta venía acompañada de unas birras o, en su defecto, unos mates. La conclusión es que terminó el año y no nos hicimos (o no me hice, en realidad) un lugar para ver si me destronaban. Pude seguir alimentando mi ego con el invicto de ese día por un sólido tiempo, canchereando por deporte, hasta que José me agarró en la playa con unas Bridge arenosas y un mazo en mano y me dijo “cortá”. Arranqué muy bien, robando 5 puntos en la primera mano. Él seguía confiado y sumando de a poquito pero sumando al fin. A la mitad del partido se iluminó y empezó a alcanzarme. Estábamos codo a codo y cuando me clavé en 25 no pude sumar más. El sol estaba empezando a abrigarse en el mar y él estaba en 29, a uno de ganar. Y, bueno, yo andaba complicada, a todo quiero con dos 6 y un 11 que ni siquiera sumaban. Si no me cantaba envido podía llegar a asustarlo para el truco, que se vaya al mazo y ver si podía robar una mano más con otro azar.
—Uf, qué mal te veo— dijo vuelteando, disfrutando su momento en la cresta de la ola, evitando hacer un primer movimiento.
—Dale, gil. ¿Vas a jugar?
—Ojo que no podés decir que no a nada...
—Dale, que me pesan las cartas— dije, a ver si podía llegar a funcionar el plan que había pensado—Te escucho.
—Si gano, te invito una birra.
—Salís perdiendo.
—¿Es un sí?
—Te tenés mucha fe.
José sonrió. Envido. Tiene linda sonrisa. Quiero. El atardecer le resaltaba los ojos verdes. 25. Son buenas. Ganó.
Él estaba jugando a otra cosa, no sabría decir bien a qué. Creo que con sus reglas, ganamos los dos.
martes, 31 de diciembre de 2019
jueves, 26 de diciembre de 2019
Ubicados
Estacionamos sobre Pizarro y Albarellos y me dijiste que lo anote porque nos íbamos a olvidar. Te dije que no hacía falta, que confiaras en mi sentido de la ubicación. Tres horas y media después y con cuatro pintas encima no me acordaba ni el color del auto. Te podrías haber enojado pero me dijiste que te daba ternura cuando estaba borracha. Que te caigo bien cuando mi superyó se toma licencia. Yo también me caigo bien, te dije, y nos sentamos en una vereda cualquiera, resignados a buscar tu Ford Fiesta por un buen rato.
Charlamos largo y tendido. Ese fue el día que me contaste lo de tu vieja. Obvio que yo ya lo sabía, me había enterado porque una amiga es amiga de tu hermano. Nunca creí que me iba a dar tanta impotencia ver a alguien llorar. Mirá que te abracé con todas mis fuerzas, todas, pero en el momento fui muy consciente de que no había gesto suficiente que pudiera llegar a suspender tu dolor aunque sea por un instante.
Ya te quería pero en ese momento te quise más. Te quise bien, te quise sincera, te quise como nunca había querido a alguien. Te pregunté si todos los días pensás en ella y asentiste con la cabeza. Te pregunté si la extrañás. Ajam. Te pregunté si estás bien. Me agarraste la mano y entrelazamos los dedos.
—Si algún día me ves de mal humor dame un abrazo— dijiste bajito y con los ojos cristalizados mirándome con timidez.
Te paraste y me ofreciste la mano para que me levante yo también. Caminaste un par de cuadras a la izquierda y yo te seguí sin cuestionarme. Pizarro y Albarellos, dijiste mientras señalabas el cartel de las calles, guiñaste un ojo y me abriste la puerta. Sos chamuyero hasta cuando estás triste.
A la vuelta cambiaste de tema, estabas verborrágico. Que el partido de River, que la nueva de Woody Allen, que un libro de Sacheri. Nunca te escuché hablar tanto y tan atolondrado. Veníamos con la onda verde hasta que nos topamos con un semáforo en rojo. Te quedaste en silencio y te largaste a llorar. Estacionaste y me pediste que te acompañe a caminar unas cuadras porque necesitabas despejar un poco más. Asentí y nos bajamos del auto. Empecé a seguirte y de repente volví sobre mis pasos. Te diste vuelta y me viste concentrada con el celular. Te acercaste y miraste sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo. Tenía la aplicación Notas abierta y estaba anotando que estacionamos en Blanco Encalada y Vidal. Me diste un abrazo de atrás, me llenaste de tu perfume y me susurraste que no hacía falta, que te gustó perderte.
—A veces perderse sirve para encontrar otras cosas— retrucaste mientras me abrazabas más fuerte. Reitero lo de chamuyero. Me pareció que la mejor respuesta posible era quedarme en silencio, encastrándome en tus brazos.
Caminamos sobre Vidal sin rumbo específico porque la noche estaba fresquita y lo ameritaba. Era un jueves de septiembre en Buenos Aires pero parecía cualquier día de enero en una ciudad costera con gusto a vacaciones. Me estabas contando la anécdota de la última navidad de tu vieja en la que se disfrazó de Papá Noel porque ninguno de tus familiares varones había querido ponerse el disfraz y te interrumpiste.
—Che, negri...—miraste tus Converse desgastadas, suspiraste hondo y te diste impulso para terminar la frase que habías empezado. Me confesaste como con culpa que siempre supiste que habíamos estacionado en Pizarro y Albarellos. Me diste ternura, pensaste que yo no lo sabía. Me hice la sorprendida y seguimos caminando un rato más.
Siempre tuviste buen sentido de la ubicación. En ese momento, por ejemplo, estábamos dónde teníamos que estar.
Charlamos largo y tendido. Ese fue el día que me contaste lo de tu vieja. Obvio que yo ya lo sabía, me había enterado porque una amiga es amiga de tu hermano. Nunca creí que me iba a dar tanta impotencia ver a alguien llorar. Mirá que te abracé con todas mis fuerzas, todas, pero en el momento fui muy consciente de que no había gesto suficiente que pudiera llegar a suspender tu dolor aunque sea por un instante.
Ya te quería pero en ese momento te quise más. Te quise bien, te quise sincera, te quise como nunca había querido a alguien. Te pregunté si todos los días pensás en ella y asentiste con la cabeza. Te pregunté si la extrañás. Ajam. Te pregunté si estás bien. Me agarraste la mano y entrelazamos los dedos.
—Si algún día me ves de mal humor dame un abrazo— dijiste bajito y con los ojos cristalizados mirándome con timidez.
Te paraste y me ofreciste la mano para que me levante yo también. Caminaste un par de cuadras a la izquierda y yo te seguí sin cuestionarme. Pizarro y Albarellos, dijiste mientras señalabas el cartel de las calles, guiñaste un ojo y me abriste la puerta. Sos chamuyero hasta cuando estás triste.
A la vuelta cambiaste de tema, estabas verborrágico. Que el partido de River, que la nueva de Woody Allen, que un libro de Sacheri. Nunca te escuché hablar tanto y tan atolondrado. Veníamos con la onda verde hasta que nos topamos con un semáforo en rojo. Te quedaste en silencio y te largaste a llorar. Estacionaste y me pediste que te acompañe a caminar unas cuadras porque necesitabas despejar un poco más. Asentí y nos bajamos del auto. Empecé a seguirte y de repente volví sobre mis pasos. Te diste vuelta y me viste concentrada con el celular. Te acercaste y miraste sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo. Tenía la aplicación Notas abierta y estaba anotando que estacionamos en Blanco Encalada y Vidal. Me diste un abrazo de atrás, me llenaste de tu perfume y me susurraste que no hacía falta, que te gustó perderte.
—A veces perderse sirve para encontrar otras cosas— retrucaste mientras me abrazabas más fuerte. Reitero lo de chamuyero. Me pareció que la mejor respuesta posible era quedarme en silencio, encastrándome en tus brazos.
Caminamos sobre Vidal sin rumbo específico porque la noche estaba fresquita y lo ameritaba. Era un jueves de septiembre en Buenos Aires pero parecía cualquier día de enero en una ciudad costera con gusto a vacaciones. Me estabas contando la anécdota de la última navidad de tu vieja en la que se disfrazó de Papá Noel porque ninguno de tus familiares varones había querido ponerse el disfraz y te interrumpiste.
—Che, negri...—miraste tus Converse desgastadas, suspiraste hondo y te diste impulso para terminar la frase que habías empezado. Me confesaste como con culpa que siempre supiste que habíamos estacionado en Pizarro y Albarellos. Me diste ternura, pensaste que yo no lo sabía. Me hice la sorprendida y seguimos caminando un rato más.
Siempre tuviste buen sentido de la ubicación. En ese momento, por ejemplo, estábamos dónde teníamos que estar.
viernes, 29 de noviembre de 2019
A veces no sé
Me terminé de abotonar la camisa a las apuradas mientras lo pispiaba de reojo. Él estaba de espalda, mirando para la ventana de su cuarto. Entraba una luz medio anaranjada por la cortina y me dieron muchas ganas de tener la cámara de fotos encima. No me hubiese animado a sacarle igual, la situación se iba a volver muy bizarra y no estaba para jugar a la musa que te inspira medio en bolas. Se dio vuelta y se le escapó una risa.
—La tenés defasada.
Miré para abajo. Clave, tenía todos los botones corridos.
—Imaginate si caías así a la entrevista, alta primera impresión— me dijo, tentando porque sabía que era genuinamente capaz de llegar así sin darme cuenta.
Pronunció “entrevista” y entré en calor. Por unos instantes me había olvidado que en menos de media hora tenía esa reunión. Quise hacer todo más rápido y me sentí en la típica película yanki con una protagonista atolondrada que se choca a un pibe equis, le tira el café y resulta ser que después es el que la entrevista. Empecé a desabotonarme de arriba para abajo. Mientras, pensaba en mi teoría de que las primeras impresiones no son tan importantes. Lucho es mi mejor ejemplo de eso, me conoció caótica de una y no fue tan grave. Se ve que no le importó tanto a él. Me trabé en el tercer botón porque me ponía nerviosa su presencia, su mirada, sus abdominales que nunca había visto de día, ahí, estáticamente estético, concentrándose en mis intentos torpes de acomodarme.
—Yo te ayudo, dejá— e interrumpió la acción de mis manos.
Me quedé pensando en eso de las primeras impresiones, en los papelones (supongo que simpáticos) que hicimos cuando nos conocimos.
Estábamos en Samsara, plena segunda quincena de enero en Mar del Plata. Sigue tangible el baho húmedo del hostel y el viento fresco, de noche, con olor a mar que perfumó todos los recuerdos del verano. Me había perdido de mis amigas y mi miopía (sumada a algún que otro shot de más) no me estaba ayudando a encontrarlas. Empezó a sonar un temón que ya ni me acuerdo y me puse a bailar sola con los ojos cerrados. Cuando los abrí devuelta tenía a este tal Lucho tirándose unos pasos cerca mío. No sé bien qué pasó, pero en menos de un minuto estábamos haciendo guerra de bailes raros. En mi versión de la historia, venía ganando con mucho margen y perdí porque me tropecé y casi me caigo arriba de una pareja que chapaba en un sillón. Según él, en ningún momento llegué a estar a la altura de la competencia. Pero lo cierto es que ambos cuentos coinciden en que él ganó. Me agarró la mano para usarla de micrófono y le agradeció a APTRA y a su familia por el reconocimiento. Ahí empezó todo un pseudo programa de preguntas y respuestas donde él era el invitado especial y yo una especie de Tinelli. Seguro que si alguien nos veía de afuera éramos dos gomas pero estábamos tan cagados de risa que era lo último que nos importaba. Me hizo sentir muy cómoda y pobre, regalándome esa comodidad, se cabó su propia tumba porque a partir de ahí no paré.
Unos patovas empezaron a arriar a la plebe para cerrar el lugar y nos dimos cuenta que era de día. No habíamos registrado que se terminó la música y, siguiendo al malón de gente, terminamos afuera del boliche. Nos fuimos a sentar a las piedras que dan al mar mientras cada uno intentaba ver en cuál andaban nuestros grupos de amigos. Estábamos flashiando Hollywood con ese paisaje que parecía armado. Era divertido jugar a la peli. Para coronar el cliché, él se dio cuenta que era pura piel de gallina y me abrazó para que deje de tener frío. Nos quedamos así por un rato, sin mucha urgencia, mirando el sol que ya había amanecido hace un par de horas.
Le conté que normalmente me cuestan los silencios y me desafió a que nos callemos por dos minutos. La primera mitad me salió joya, pero antes de que termine el tiempo me dieron ganas de preguntarle algo que venía pensando hace rato. Pronuncié como con vergüenza dos palabras.
—¿Sos feliz?
Volvimos al silencio y a clavar los ojos en las olas. Me estaba empezando a gustar la sensación y pensé que quería tener la cámara de fotos a mano. Me miró.
—¿Vos?
Devuelta silencio. De lejos se escuchaba a unos borrachos reírse mientras corrían en bolas al mar.
—A veces no sé.
Una ola rompió contra la piedra en la que estábamos sentados y nos empapó. Nos paramos rápido y él se hechó un pique. Yo lo seguí de atrás caminando, prefería mojarme a correr toda espástica arriba de esa pasarela de piedras irregulares.
Decidimos ir a bajonear y en la caminata me puse re intensa hablando de las papas con cheddar de un lugar que no quedaba de paso pero que valía la pena. Lo convencí y a los pocos minutos ya estábamos esperando que nos entreguen nuestro pedido. Él estaba bastante callado.
—¿Y hoy sabés?— preguntó e interrumpió mi discurso repetitivo sobre el bajón y su sobredosis sublime de cheddar.
—¿Qué cosa?
—Me dijiste que a veces no sabés si sos feliz. ¿Hoy sabés?
Estaba a punto de responderle sin procesar la pregunta y me salvó que cantaron el 87 por el megáfono. Fui a buscar nuestras papas al costadito de la barra y volví con cara de feliz cumpleaños. Lucho me devolvió la sonrisa.
—Hoy sí.
Terminó de abotonarme, me acomodó el cuello de la camisa, me deseó suerte en la entrevista y me fui. Me acomodé el flequillo en el espejo del ascensor y cuando salí a la calle, la humedad, el calor y varios bocinazos me situaron en tiempo y espacio, lejos del olor a arena mojada al que me había trasladado hace un ratito.
En la oficina me recibieron dos mujeres, una más o menos de la edad de mi vieja, rubia y con cara de buena, y una chica un poco más grande que yo. Me dijeron que les cuente de mí, que empiece por dónde quiera. Hablamos más de una hora. Estábamos dándole un cierre y la rubia más grande me preguntó si me quedé con ganas de saber algo más de ella o de la empresa. No lo pensé y le pregunté si era feliz. A veces me arrepiento de ser tan impulsiva. La vi un poco incómoda y le pedí disculpas por preguntar algo tan personal. Me mordí la lengua por ser así de desubicada. Me hizo un gesto de “no te preocupes” y se quedó pensando.
—¿Vos?— acudió a la misma repregunta de Lucho.
Por suerte ya sabía la respuesta.
domingo, 24 de noviembre de 2019
El episodio de la flor
Una flor de papel. Eso bastó para asustarme. Un pedazo de servilleta húmeda de cerveza perfumada por su tabaco y el baho de ese boliche al que nunca volví. Entre copas supo (o intentó) manifestar una especie de te quiero atolondrado y en ese gesto estuvo su error. Estábamos charlando bien, me hizo reír mucho. Me acuerdo que en un momento me distraje pensando en las ganas que tenía de chaparlo mientras me contaba cómo se le rompió el auto. Fui al baño y mandé una selfie al grupo con mis amigas con un “lp amooooo” enfático y mal escrito. Cuando volví pasó todo lo de la flor.
El episodio de la flor. Así lo titulé. Me sigo preguntando por qué tuvo que arruinar todo tan rápido. Me entregó todo su amor adolescente en un pedazo de servilleta y no pude manejarlo.
Esa noche en el auto le dije que gracias pero no, que no quería salir más. Arqueó una ceja y me dijo que no entendía. “Ojalá puedas mirarte con los ojos que te miro yo”, fue la consigna empalagosa y juro que hice el esfuerzo por intentar verme desde él. Claro, estaba en otro canal, no sé por qué razón ni en qué momento compró una visión idealizada del quilombo que soy en realidad y me dio mucho miedo desilusionarlo. Le gustaba enserio. Eso era lo más grave. La flor era sincera. Me dio miedo que eventualmente se dé cuenta que no soy lo que él veía, que tengo miedo de lastimarlo. O peor, que, en realidad, tengo miedo que me lastimen. Algún día se iba a dar cuenta que no me merecía su flor de papel. Gracias pero no, y, sin mucha más explicación, agarré la flor y me bajé del auto.
No pude tirarla. La guardé en un cajón para cuando esté lista para hablar en su idioma hollywoodense. En el fondo tal vez pensé que en un futuro podía llegar a ser una buena excusa para reabrir este capítulo muerto en plena introducción.
El otro día me acordé de él y de su flor atolondrada. Me dio intriga el famoso “qué hubiera pasado si”. La constante de mi vida. La busqué en todos mis cajones y no la encontré. No me importó, me decidí a buscarlo igual sin flores, sin gestos, sin película; en cierto modo creí que eso también era heroíco.
Busqué su chat, abrí su foto de perfil y estaba ella. Qué bueno que encontró su protagonista.
Busqué su chat, abrí su foto de perfil y estaba ella. Qué bueno que encontró su protagonista.
Mientras tanto voy a seguir buscando la flor y mi final feliz en otro lado.
viernes, 25 de octubre de 2019
El algoritmo de la vida
Google Maps invadió mis notificaciones y asumió que esa mañana iba a hacer lo de siempre. “47 minutos a la Universidad del Salvador”, afirmaba omnipotente Steve Jobs desde la ultratumba. Me dio cierta satisfacción que esté errado, no darle el gusto de ser tan predecible. ¿Querías innovar? Tomá, comete esta, Siri; y tipié Hospital Italiano en un acto de rebeldía inútil. Mi destino inusual aparecía a 1 hora y 12 minutos caracterizado por muchas líneas rojas en la Panamericana. Calculé que si metía un zigzag estratégico entre los autos podía llegar en menos de una hora y coronaría una mínima victoria contra el enemigo de turno: la tecnología y sus presuposiciones, sus razonamientos fríos, su matemática llena de algoritmos que me ahogan. Qué sé yo, una amiga solía repetir que al final del día cada uno hace lo que puede y, bueno, eso fue lo que hice: lo que pude. Esa carrera boluda contra un aparatito me era una excusa válida para dejar de pensar en la noticia que me había desayunado hace menos de 20 minutos.
Esa mañana parecía que todo el mundo se había despertado con ganas de dominguear. Putié en silencio y creo que con un poco de envidia, yo también quería estar paseando sin apuro. Pero no, imposible. Efectivamente había apuro: tenía que llegar antes de que Juan entre al quirófano y, además, la presión millenial de tener que ganarle a Google Maps. La cámara lenta no era un lujo que me podía permitir. Llorar antes de tiempo, tampoco.
Hasta el peaje todo bien igual, avanzaba lento pero avanzaba al fin. El problema fue cuando pise la autopista. Un millón y medio de cacharros de metal en pausa bajo el rayo del sol de las ya 8:30 de la mañana me inhabilitaron. Y para colmo, el aire acondicionado. Se rompió en junio y obvio que no me ocupé de mandarlo al taller. “Problema de mi yo del futuro”, había pensado. Nota mental: mi yo del pasado es una imbécil. Atte, la yo del presente que estaba chivando la ropa que pretendía usar todo el día. Como para sumarle a la novelita mental, la patente de adelante sugería de manera muy sutil lo que estaba pensando. CRY. Qué agradable. ¿Ni en pedo un PAZ? ¿Dónde está el Dios de las señales cuando necesitás que te tire buena onda? Empecé a flashear conspiraciones de un mundo lleno de mensajes subliminales y me dio todavía más calor. Bajé las ventanas y decidí no hacerme drama por algo que no podía solucionar en ese momento, del aire acondicionado me ocupaba el lunes que viene y listo y basta con la paranoia de encontrarle a todo un significado de fondo. Las casualidades también existen.
Cuando los autos van a paso de hombre, se disfraza de curiosidad inocente mi intriga por lo que hacen los otros que casi roza la invasión del espacio privado. De repente estaba demasiado metida en la conversación de mi auto vecino, un Volkswagen bordó con una pareja que discutía. Él tenía la nariz colorada y los ojos llorosos. Ella, mirada clavada adelante, negando cualquier conexión visual. Parecía que él le estaba pidiendo perdón por algo y parecía sincero. Su fila avanzó más rápido que la mía y se me escaparon. Tenían pegado un sticker que decía “Bebé a bordo”.
A mi derecha había una mina hablando sola. No estaba conversando por teléfono en altavoz y no parecía ser de esas personas con la vida molestamente organizada que tienen conectado el Bluetooth al auto. Gesticulaba enfáticamente con el dedo índice, repitiendo el mismo gesto una y otra vez. Le pegó una cachetada al aire, rompió en llanto y frenó en seco. Estaba a punto de tildarla de loca hasta que levantó un papel resaltado con mucha prolijidad cada dos o tres líneas y quedó en evidencia que claramente era un intento de actriz. Volvió a su dedo acusador y la dejé en el espejo retrovisor. Me imaginé conectando a la pareja vecina, los del auto bordó, con el guion de esta mina. Tal vez les vendría bien un poco de drama, de estallido, de efusividad cargada de gestos e intensidad. O tal vez ellos ya tenían su propio guion y les había dictaminado que era momento de silencio. Chan. Nunca iba a saber. Tampoco es que me importaba tanto, igual. Solo que todo me resultaba más tentador que pensar en ese llamado. La imagen de él postrado en la cama de un sanatorio todo entubado me desarmaba de a poquito.
Dale, volvé a mirar patentes, personas, otras historias que te saquen de la suya, dale, dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. La imagen mental seguía ahí. Dejá de pensarlo. Lo repetía como un mantra pero era contraproducente. A cada intento de dejar de pensarlo, la película que me estaba proyectando se volvía más nítida, más saturada.
—¡Pero qué hijo de una san puta! —una voz chillona reclamó mi atención. Festejé el espectáculo que cajonió mis pensamientos a un segundo plano. No es que me solía alegrar de las desgracias ajenas, no, pero qué feliz fui cuando esa vieja sacada se puso a patotear a un BMW por casi chocarla. La señora tenía el pelo de peluquería, una cadena plateada que le ocupaba todo el cuello con una medalla de la Virgen y no uno, no dos, si no tres stickers religiosos que le tuneaban su chata. No sé si usará ese lenguaje con las otras paquetas de la iglesia, pero lo cierto es que su rosario de puteadas creativas fue lo único que me salvó de mi loop. Punto para la religión.
Una luz medio anaranjada me estaba encandilando y me di cuenta que no tenía los anteojos de sol en la cartera. Los dejé en el auto de Juan cuando volvíamos del campo de un amigo de él, el domingo pasado. ¿Se habrán roto con el choque? Qué pensamiento banal, me dio culpa y bronca haberlo pensado. Lloré sin ruido. Me dijeron que estaba bien, no hacía falta exagerar. Su hermano me dijo clarito que no me preocupe, que lo operaban a las 10, que él estaba bien. Estaba bien, listo, dejá de pensarlo. Google Maps se actualizó y decidió caprichosamente aumentar mi condena: faltaba una hora y 25 para llegar. Estaba queriendo ver a qué altura se despejaba y me clavaron tres bocinazos al hilo. El auto de adelante había avanzado creo que menos de medio metro y el camión impaciente de atrás pretendía que todos nos respiremos en la nuca. Avancé sumisa y perdí cualquier interés en buscar información que igual no podía controlar. Las lágrimas no me estaban dejando enfocar.
Sonó mi celular y, con un arrebato demasiado preciso, tardé menos de una milésima de segundo en contestar. Del otro lado había silencio.
—¿Hola? —dije casi gritando, desesperada para que me digan lo que sea que me tenían que decir.
—¿Qué tal? Soy Pedro de Perso... —dejé de escuchar. Toqué el botón de mute cerebral y analicé las opciones. A) Mandar a cagar al pobre pelotudo de Pedro de Personal diciendo que no tengo interés en meterle los cuernos a Movistar. B) Escuchar todo el speech que tiene armado, re-preguntar nimiedades comprometida psicóticamente con la oferta en cuestión hasta el punto que no sepa qué contestarme y lo termine sacando de su guion o, en su defecto, tenga que consultar con algún superior. C) Largarme a llorar y contarle que mi chongo barra saliente barra pibito con el que me veo hace unos meses pero nunca nos pusimos un título barra la persona más buena del mundo chocó a la mañana yendo a laburar contra una camioneta, que su Gol Country tiene destrucción total y que no me dieron más detalles. No le iba a contar que la vieja no me conoce y no sabe quién soy porque me iba a ir por las ramas. ¿Qué mierda iba a hacer con la vieja cuando llegue al hospital? No lo había pensado. La reconocía porque todos en su familia tienen el ADN tatuado en la cara y la había visto en una foto por el día de la madre. Me imaginé presentándome, ahí, en una sala de espera con luz fría, olor a quirófano, toda despeinada y verborrágica y por un pseudo instante me dieron ganas de que los autos nunca avancen. Por lo menos, en ese pedazo de metro cuadrado en el que mi Etios descansaba en punto muerto, él estaba vivo, no había nada más que un llamado telefónico que dejó mi tostada de pan negro a medio comer y mi imaginación catastrófica, pero intangible al fin. De repente me di cuenta que Pedrito de Personal se había quedado callado esperando una respuesta. Fui por la opción D. “Perdón, no estoy interesada”, y corté.
El tránsito me estaba inyectado dosis cada vez más potentes de ansiedad y, muy en contra de mi voluntad racional, me comí dos uñas. No me las comía desde el colegio pero no era el día ni el lugar para juzgarme por caer en viejos hábitos. Repito. Cada uno hace lo que puede.
No tan lejos se veían dos motos de policía, una camioneta hecha acordeón y un auto, irreconocible de los golpes, panza arriba. A partir de ese punto, los conductores aceleraban y comenzaban a moverse a velocidad normal. No había nada deteniendo el tráfico, simplemente la curiosidad del argentino promedio que no puede con su genio y necesita sentirse parte de la catástrofe por lo que disminuye la marcha para mirar. Me indigné. Por principios me propuse fijar la mirada adelante y negarme a ser cómplice del chusmerío colectivo pero obvio que terminé cediendo ante mi actividad primordial de ese miércoles y pispié muy de reojo.
Me quedé helada. El del tráfico era Juan, o sea, era su Gol Country. Era su patente PTT 101 que tanto nos hacía reír. No había ambulancia, solo policías. ¿Por qué no había ambulancias? Me odié por estar en el segundo carril izquierdo, lejos de posibles preguntas. Le dejé tres llamadas perdidas a su hermano pero no me contestó. Me temblaba la pierna del embrague, mucho. La Panamericana se había descomprimido y solo me acuerdo que pisé a fondo el Etios. Me sonó el celular devuelta y me juré que si era Pedro de Personal buscando revancha iba a ir por la opción de putearlo. El velocímetro marcaba 160 kilómetros por hora. Vi tu nombre en la pantalla. Pegué un grito de emoción. Vi un camión adelante mío. Pegué un grito ahogado. Puta madre, la del tráfico voy a ser yo.
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A las 9:27 de esa mañana, Google Maps se actualizó y sumó otra línea roja a la autopista.
Esa mañana parecía que todo el mundo se había despertado con ganas de dominguear. Putié en silencio y creo que con un poco de envidia, yo también quería estar paseando sin apuro. Pero no, imposible. Efectivamente había apuro: tenía que llegar antes de que Juan entre al quirófano y, además, la presión millenial de tener que ganarle a Google Maps. La cámara lenta no era un lujo que me podía permitir. Llorar antes de tiempo, tampoco.
Hasta el peaje todo bien igual, avanzaba lento pero avanzaba al fin. El problema fue cuando pise la autopista. Un millón y medio de cacharros de metal en pausa bajo el rayo del sol de las ya 8:30 de la mañana me inhabilitaron. Y para colmo, el aire acondicionado. Se rompió en junio y obvio que no me ocupé de mandarlo al taller. “Problema de mi yo del futuro”, había pensado. Nota mental: mi yo del pasado es una imbécil. Atte, la yo del presente que estaba chivando la ropa que pretendía usar todo el día. Como para sumarle a la novelita mental, la patente de adelante sugería de manera muy sutil lo que estaba pensando. CRY. Qué agradable. ¿Ni en pedo un PAZ? ¿Dónde está el Dios de las señales cuando necesitás que te tire buena onda? Empecé a flashear conspiraciones de un mundo lleno de mensajes subliminales y me dio todavía más calor. Bajé las ventanas y decidí no hacerme drama por algo que no podía solucionar en ese momento, del aire acondicionado me ocupaba el lunes que viene y listo y basta con la paranoia de encontrarle a todo un significado de fondo. Las casualidades también existen.
Cuando los autos van a paso de hombre, se disfraza de curiosidad inocente mi intriga por lo que hacen los otros que casi roza la invasión del espacio privado. De repente estaba demasiado metida en la conversación de mi auto vecino, un Volkswagen bordó con una pareja que discutía. Él tenía la nariz colorada y los ojos llorosos. Ella, mirada clavada adelante, negando cualquier conexión visual. Parecía que él le estaba pidiendo perdón por algo y parecía sincero. Su fila avanzó más rápido que la mía y se me escaparon. Tenían pegado un sticker que decía “Bebé a bordo”.
A mi derecha había una mina hablando sola. No estaba conversando por teléfono en altavoz y no parecía ser de esas personas con la vida molestamente organizada que tienen conectado el Bluetooth al auto. Gesticulaba enfáticamente con el dedo índice, repitiendo el mismo gesto una y otra vez. Le pegó una cachetada al aire, rompió en llanto y frenó en seco. Estaba a punto de tildarla de loca hasta que levantó un papel resaltado con mucha prolijidad cada dos o tres líneas y quedó en evidencia que claramente era un intento de actriz. Volvió a su dedo acusador y la dejé en el espejo retrovisor. Me imaginé conectando a la pareja vecina, los del auto bordó, con el guion de esta mina. Tal vez les vendría bien un poco de drama, de estallido, de efusividad cargada de gestos e intensidad. O tal vez ellos ya tenían su propio guion y les había dictaminado que era momento de silencio. Chan. Nunca iba a saber. Tampoco es que me importaba tanto, igual. Solo que todo me resultaba más tentador que pensar en ese llamado. La imagen de él postrado en la cama de un sanatorio todo entubado me desarmaba de a poquito.
Dale, volvé a mirar patentes, personas, otras historias que te saquen de la suya, dale, dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. La imagen mental seguía ahí. Dejá de pensarlo. Lo repetía como un mantra pero era contraproducente. A cada intento de dejar de pensarlo, la película que me estaba proyectando se volvía más nítida, más saturada.
—¡Pero qué hijo de una san puta! —una voz chillona reclamó mi atención. Festejé el espectáculo que cajonió mis pensamientos a un segundo plano. No es que me solía alegrar de las desgracias ajenas, no, pero qué feliz fui cuando esa vieja sacada se puso a patotear a un BMW por casi chocarla. La señora tenía el pelo de peluquería, una cadena plateada que le ocupaba todo el cuello con una medalla de la Virgen y no uno, no dos, si no tres stickers religiosos que le tuneaban su chata. No sé si usará ese lenguaje con las otras paquetas de la iglesia, pero lo cierto es que su rosario de puteadas creativas fue lo único que me salvó de mi loop. Punto para la religión.
Una luz medio anaranjada me estaba encandilando y me di cuenta que no tenía los anteojos de sol en la cartera. Los dejé en el auto de Juan cuando volvíamos del campo de un amigo de él, el domingo pasado. ¿Se habrán roto con el choque? Qué pensamiento banal, me dio culpa y bronca haberlo pensado. Lloré sin ruido. Me dijeron que estaba bien, no hacía falta exagerar. Su hermano me dijo clarito que no me preocupe, que lo operaban a las 10, que él estaba bien. Estaba bien, listo, dejá de pensarlo. Google Maps se actualizó y decidió caprichosamente aumentar mi condena: faltaba una hora y 25 para llegar. Estaba queriendo ver a qué altura se despejaba y me clavaron tres bocinazos al hilo. El auto de adelante había avanzado creo que menos de medio metro y el camión impaciente de atrás pretendía que todos nos respiremos en la nuca. Avancé sumisa y perdí cualquier interés en buscar información que igual no podía controlar. Las lágrimas no me estaban dejando enfocar.
Sonó mi celular y, con un arrebato demasiado preciso, tardé menos de una milésima de segundo en contestar. Del otro lado había silencio.
—¿Hola? —dije casi gritando, desesperada para que me digan lo que sea que me tenían que decir.
—¿Qué tal? Soy Pedro de Perso... —dejé de escuchar. Toqué el botón de mute cerebral y analicé las opciones. A) Mandar a cagar al pobre pelotudo de Pedro de Personal diciendo que no tengo interés en meterle los cuernos a Movistar. B) Escuchar todo el speech que tiene armado, re-preguntar nimiedades comprometida psicóticamente con la oferta en cuestión hasta el punto que no sepa qué contestarme y lo termine sacando de su guion o, en su defecto, tenga que consultar con algún superior. C) Largarme a llorar y contarle que mi chongo barra saliente barra pibito con el que me veo hace unos meses pero nunca nos pusimos un título barra la persona más buena del mundo chocó a la mañana yendo a laburar contra una camioneta, que su Gol Country tiene destrucción total y que no me dieron más detalles. No le iba a contar que la vieja no me conoce y no sabe quién soy porque me iba a ir por las ramas. ¿Qué mierda iba a hacer con la vieja cuando llegue al hospital? No lo había pensado. La reconocía porque todos en su familia tienen el ADN tatuado en la cara y la había visto en una foto por el día de la madre. Me imaginé presentándome, ahí, en una sala de espera con luz fría, olor a quirófano, toda despeinada y verborrágica y por un pseudo instante me dieron ganas de que los autos nunca avancen. Por lo menos, en ese pedazo de metro cuadrado en el que mi Etios descansaba en punto muerto, él estaba vivo, no había nada más que un llamado telefónico que dejó mi tostada de pan negro a medio comer y mi imaginación catastrófica, pero intangible al fin. De repente me di cuenta que Pedrito de Personal se había quedado callado esperando una respuesta. Fui por la opción D. “Perdón, no estoy interesada”, y corté.
El tránsito me estaba inyectado dosis cada vez más potentes de ansiedad y, muy en contra de mi voluntad racional, me comí dos uñas. No me las comía desde el colegio pero no era el día ni el lugar para juzgarme por caer en viejos hábitos. Repito. Cada uno hace lo que puede.
No tan lejos se veían dos motos de policía, una camioneta hecha acordeón y un auto, irreconocible de los golpes, panza arriba. A partir de ese punto, los conductores aceleraban y comenzaban a moverse a velocidad normal. No había nada deteniendo el tráfico, simplemente la curiosidad del argentino promedio que no puede con su genio y necesita sentirse parte de la catástrofe por lo que disminuye la marcha para mirar. Me indigné. Por principios me propuse fijar la mirada adelante y negarme a ser cómplice del chusmerío colectivo pero obvio que terminé cediendo ante mi actividad primordial de ese miércoles y pispié muy de reojo.
Me quedé helada. El del tráfico era Juan, o sea, era su Gol Country. Era su patente PTT 101 que tanto nos hacía reír. No había ambulancia, solo policías. ¿Por qué no había ambulancias? Me odié por estar en el segundo carril izquierdo, lejos de posibles preguntas. Le dejé tres llamadas perdidas a su hermano pero no me contestó. Me temblaba la pierna del embrague, mucho. La Panamericana se había descomprimido y solo me acuerdo que pisé a fondo el Etios. Me sonó el celular devuelta y me juré que si era Pedro de Personal buscando revancha iba a ir por la opción de putearlo. El velocímetro marcaba 160 kilómetros por hora. Vi tu nombre en la pantalla. Pegué un grito de emoción. Vi un camión adelante mío. Pegué un grito ahogado. Puta madre, la del tráfico voy a ser yo.
-
A las 9:27 de esa mañana, Google Maps se actualizó y sumó otra línea roja a la autopista.
miércoles, 9 de octubre de 2019
No lloré
Hoy leí un libro de una mina que tiene más o menos mi edad. Más, en realidad. Un año y medio más. Escribe bien la pendeja. Mis amigas, las que leen, la criticaron. Dijeron que sus cuentos estaban muy verdes. Puede ser que sí, que a alguno que otro le faltaba algún remate, no sé. Creo que es imposible encontrar remate a los 20 años. A mí me gustó. Me generó algo. No me puso triste: me hizo llorar, que es algo mucho más complejo. Antes de empezar el último cuento me encontré nublada de lágrimas sin razón aparente. No puede ser que un cuento de un geriátrico y un telo me haga llorar. Pero es que no era eso. Sentí tan cercano el mundo que relata que entré en las historias como un NN que estaba por ahí, justo, mirando, medio desatento pero absorbiendo el drama ajeno como quien no quiere la cosa. Entré como un personaje secundario de ese Buenos Aires de hoy que tipió y lloré exactamente por eso: me sentí secundaria en una vida que podría ser la mía pero no es. Yo no voy a telos. Tampoco a geriátricos. No tengo un novio dealer ni tampoco agarré un gatito que vi en la calle. No me desvirgué en un pelotero. No sé si quiero esas cosas pero me generó cierto vacío existencial pensar que ya no puedo escribir sobre esas experiencias porque alguien más ya las está escribiendo por mí. De hecho, me corrijo, sé que no quiero esas cosas pero igual me afecta. Me afecta no quererlas, no haberlas querido nunca, que no me hayan generado intriga antes.
El libro se llama “Las chicas no lloran” y acá estoy, llorando. Por que me doy cuenta que ya no soy una chica y, todo este tiempo, no lloré.
El libro se llama “Las chicas no lloran” y acá estoy, llorando. Por que me doy cuenta que ya no soy una chica y, todo este tiempo, no lloré.
domingo, 6 de octubre de 2019
Cómo eran las cosas
Era la quinta o sexta vez que salía con Santiago, ese barbudo de manos cálidas y voz profunda que tenía sentado enfrente. A la tercera pinta ya habíamos entrado en el plano de lo filosófico y nos perseguíamos en una carrera infinita de preguntas respondidas con preguntas. Nos creíamos Sócrates, reyes del no saber. Expertos en cuestionarse. En pleno trance y charla sin silencios, no nos dimos cuenta que éramos los únicos que quedábamos en el bar, que todas las sillas estaban colocadas prolijamente arriba de las mesas y que por poco no nos estaban barriendo los pies.
—Disculpen, chicos, no los quiero echar...—dijo la moza rubia con el tatuaje grande en el hombro que nos había atendido al principio.
Acusamos recibo y nos paramos. Me estaba envolviendo en la bufanda color mostaza que me compré con mi primer sueldo y Santi se me acercó sin que yo me dé cuenta.
—Tengo una pregunta más, bancá. ¿Cómo sabés cuando estás enamorado de alguien?— me susurró con picardía.
De chiquita hice la misma pregunta.
—Mamá, ¿cómo sabés cuando estás enamorado?— pregunté mientras la vieja me llevaba al colegio en el Astra con olor a nuevo y todavía vivíamos en Rivadavia.
Mamá estaba vestida de abogada y en el asiento del copiloto tenía un bolso con su ropa de pilates. Una vez me había explicado que no tenía tiempo para cambiarse así que hacía malabares en el auto (malabares es una forma de decir, eso también me lo explicó ese día).
—Dale, má, quiero saber— insistí.
La vieja suspiró.
Me dio ansiedad.
—¿Qué? ¿No sabés la respuesta?— pregunté mientras invadía con la cabeza el espacio entre los asientos de adelante.
De repente fuimos muy conscientes del silencio. A mí me habían contado que en la radio siempre había algo sonando, hasta cuando es de noche y nadie la escucha; pero pareció que hasta los del programa que estaba de fondo se callaron.
Fue la primera vez que me puse a pensar que, tal vez, existía una mínima chance, minúscula, de que mi mamá no tenga todas las respuestas. ¿Era posible? No era tan difícil mi pregunta, no me pareció digna de que sea esa el golpe que la derrote. Hace unos días la había visto enseñarle a dividir a Lucas y tenía todas las cuentas en la cabeza. Ni siquiera usaba los dedos. ¿Cómo que esta no la sabía?
—Cuando te gusta mucho mucho alguien sonreís cuando pensás en esa persona— respondió, creo que para zafar.
—Pero yo no quiero saber cuando te gusta mucho alguien. Quiero saber cuando estás enamorado, mamá.
—Bueno, hija, en cada persona es distinto.
—¿Y vos cómo te diste cuenta que estabas enamorada de papá?
Estaba a punto de decir algo pero se frenó.
—Cuando seas más grande te cuento— y con esa promesa a futuro ganó la batalla, se regaló más tiempo. Me dejó tranquila.
Me acordé la respuesta escapatoria de la vieja. Tenía la barba de Santi a pocos centímetros de mi cara. No podía usar la estrategia de mi mamá. ¿Por qué nunca me contestó la vieja? La moza cerró la caja con gestos bruscos y se escucharon ruidos metálicos y fríos a lo lejos. Me acordé que poco después de que en casa compraron el Astra, papá se mudó. Tal vez ellos, realmente, no sabían la respuesta.
Santi estaba en una, no se dio cuenta de que yo estaba carburando a dos mil. Me dio un beso chiquito en el cuello y después uno más largo cerca de la comisura de los labios. Creo que no le había dado mucha importancia a la pregunta. Fue un esbozo borracho, un intento de chamuyo. Claro, el pibe no esperaba una respuesta, qué boluda. Terminamos de abrigarnos y, compartiendo el calor corporal, caminamos a su auto.
Prendió la calefacción a todo lo que da, me giró su celular para que sea la DJ y anunció que sí, que ese era el momento crucial en el que iba a juzgar mis gustos musicales. No dudé ni un segundo: Como eran las cosas, Babasonicos. Lo vi sonreír y tararearla bajito y hablamos de que tocan ahora dentro de poco, en noviembre. Los fui a ver el año pasado, le dije. ¿A Obras? Él también fue. Tal vez nos rozamos en un pogo y nunca lo vamos a saber, nos armamos toda la película, estuvo bueno. Nos gustó la posibilidad y la incertidumbre. Podemos ir en noviembre, dijo con frescura llegando a un semáforo en rojo. Sonreí como solo sonríen los borrachos cuando están muy contentos. Me miró. “Sos linda, che”. Me quedé helada, no sé responder a elogios ni tampoco sé qué hacer cuando me hago consciente del silencio. Seguía pensando que no le había respondido lo otro.
—Nunca estuve enamorada.
El semáforo se puso en verde pero él me seguía mirando fijo. Se acercó lento y me agarró la cara. Pensé que me iba a tirar la boca y me pareció poco oportuno pero no, me acomodó despacito como para poder decirme algo al oído.
Por culpa de las tres cervezas no me acuerdo exacto qué me dijo. Pero sí me acuerdo que tenía razón.
viernes, 4 de octubre de 2019
Embarrada
No encontraba los borcegos por ningún lado. Revolví todo hasta que los vi de lejos, revoleados a una distancia lógica del sillón. Claro, me los saqué cuando volví del entierro y quedaron ahí desde el martes. Me los puse y sin darme cuenta, cada paso iba dejando un caminito de barro.
Ensucié todo el piso del living.
Me dio un poco de impresión pensar que era la misma tierra con la que te habían enterrando a vos. Que la misma tierra que estaba ensuciando el piso de mármol de mamá era la que te está tapando por completo, la que hace de muro que te separa del mundo, la pared que te distancia oficialmente de los vivos. Bueno, en realidad, está aislando tu cuerpo, no a vos. Ese no sos vos, ¿o no? ¿Dónde estás vos posta? Me cuesta entender la muerte. Nunca me había puesto a pensarlo tan así, de manera tan morbosa y concreta. Tu papá dijo unas palabras después de la misa y habló de la diferencia entre mapa y territorio: dijo algo así como que tu cuerpo era un mapa, un papel, algo deshechable; mientras que el territorio es donde está la jodita posta. ¿Dónde está tu jodita?
A cada rato pienso que es un chiste esto. Te imagino riéndote torcido desde arriba y no sé si sumarme a tu risa, llorar o no hacer nada. Estoy casi segura que a este punto ya me quedé sin lágrimas y no hay llanto o risa que me parezca suficiente y capaz de despertarme de este mal trago.
El martes fue el entierro, pasó un siglo en cámara rápida (o tres días en cámara lenta) y sin darme cuenta ya es viernes y yo sigo teniendo tu barro en mis zapatos. ¿Qué pasa cuando los mande a lavar? No sé que va a pasar cuando mis pisadas apuradas gasten lo último tangible que me queda de vos. Ni cuando deje de ser válido frenar todo. Tampoco qué va a pasar cuando las alarmas sigan sonando y cada vez más fuerte, cuando los trabajos empiecen a exigir, cuando caigamos en la rutina, cuando no quede nada de tu barro en mis borcegos y no haya más vos. ¿Qué pasa si un día me despierto y no estoy más triste? No sé si quiero saber qué pasa si un día me despierto y me olvido de que no estás, si normalizo tu ausencia de una manera que solamente puede estar ausente alguien que no te genera ningún tipo de incidencia en la cotidiana. ¿Y qué va a pasar cuando me dé cuenta que te fuiste y que no tengo idea a dónde estás, que no tengo ni idea a dónde vamos a ir? Decime qué va a pasar cuando de repente entienda que la vida es corta, cuando me caiga la ficha de que me preocupo por un montón de cosas accesorias creyéndome inmortal y cuando piense en tu vida que fue más corta que muy corta y no me consuele saber que fuiste feliz, ¿qué va a pasar ahí? Tengo preguntas, barro y angustia. Y también incertidumbre existencial. Te fuiste sin avisar y, qué querés que te diga, me dejaste manchas que no se limpian tan fácil.
A todo esto, mamá me retó porque también llené de barro la cocina.
lunes, 9 de septiembre de 2019
Crónicas de un hippie
Descalza
Llegaste tarde. Te bajaste del 60, te acercaste caminando sin apuro y hasta frenaste para cambiar la canción que sonaba en tus auriculares. Estabas descombinado. ¿Quién se pone cuadrillé con cuadrillé? Te quedaba simpático, igual. No entiendo cómo hiciste, pero todo vos, esa esencia desprolijamente mansa, tiñió tus acciones de algo encantador. Hay que saber llevar esa vida a dos por hora y que los demás no cambien de canal.
Me dabas tanta intriga que me llegué a estresar. Y así como quien no quiere la cosa, te instalaste a una cálida distancia y se te escapó tu hoyuelo izquierdo. Esa auténtica templanza me calmó, me distrajo. Me convenciste sin siquiera intentarlo de que una tardanza no es la muerte de nadie y en silencio contabilicé la cantidad de amarguras que me podría haber ahorrado de entender esto tiempo antes. Y ahí, sin conocerme mucho, me dijiste que te hacía acordar a una canción que escribiste hace algunos otoños y que algún día me la ibas a mostrar.
Tardé un poco en sacarte la ficha pero di en la tecla: sos un constante ahora, un eterno presente que se va alargando de a poquito. A veces siento que no tenés noción del pasado y mucho menos del futuro. Que no adherís a la convención que algunos conocen como “tiempo” y simplemente te desplazás por el mundo. Paseás.
Qué distintos somos, che. No sabría cómo explicarte que soy puro pensamiento, energía, plan, estructura, control. Intensidad. No sé cómo hacer énfasis en la dicotomía que seríamos, fuimos, somos, no sé. Tampoco sé quién me mandó a interesarme en un hippie que parece no usar relojes ni calzado, pero, bueno, pasaste.
Igual así como apareciste paseando, paseando te fuiste también. Y está bien. Me regalaste un rato de acción en cámara lenta y me gustó. Así que gracias, querido hippie, tu juego me pareció divertido y ahora me dieron ganas de seguirlo en otro lado. Me toca. Ya me descalcé.
Creo que voy entendiendo cómo funciona. Es mi turno, no tengo dudas: toca moverme porque el asfalto me quema si me quedo mucho tiempo en el mismo lugar. Qué bien se siente estar descalza.
——
Siete birras
Me dijeron que arme un cuento de esto. Que le meta un nudo, algún que otro rococó. Más acción. Lo releí un par de veces e, inevitablemente, me acordé de él. No puedo escribir un cuento sin serle infiel a esa dulce nada que compartimos. Creo que ahí estaba su magia: a veces hace bien una nada cargada de sentido para desprenderse, aunque sea un rato, de todo.
Además, el hippie se adhirió a mi lógica en la que no hace falta involucrarse demasiado. En algo de eso sí coincidíamos: yo abuso de pensar en el futuro y por ende, lo evito, y él no lo registra y por ende, no existe. Estábamos condenados, entonces, a no tener más que esos instantes efímeros que tarde o temprano, iban a quedar solamente en el recuerdo. En el recuerdo y en estas líneas que a medida que las trazo se vuelven ajenas a mí.
En total, compartimos siete cervezas. Cuatro pintas tiradas y tres Quilmes de litro en un bar que le gusta a él. La primera vez que salimos hicimos un desfile por bares cerrados (porque se ve que los lunes no es día para chamuyar y él no lo sabía) hasta dar con un cuarto bolichín que nos hizo de anfitrión. No llegaba a leer el menú en la pizarra atrás de las canillas de birra artesanal y me dijo que era porque no veía nada de lejos. Le pregunté si era miope y no entendió. Puede que haya estado fumado pero prefiero el beneficio de la duda. Se olvidó los auriculares en mi auto dos veces y la billetera –por suerte– solo una vez. De hecho, lo de la billetera fue la última vez que nos vimos. Ya nos habíamos despedido y la vi reposando ahí, tranquila como su dueño, sin llamar mucho la atención. Ahora que lo pienso, si no lo hubiera alcanzado para dársela en ese instante, deberíamos haber tenido que vernos una vez más para que se la devuelva. Y lo nuestro hubiese tenido un poco menos de fugacidad, un capítulo más. Tal vez una octava birra. Pero no, no. Las tramoyas quedaron un par de personajes atrás. No me hacía falta una excusa para volvernos a ver. En realidad, no me hacía falta volverlo a ver.
Ahora entiendo por qué no puedo escribir un cuento. Con siete birras me basta.
Llegaste tarde. Te bajaste del 60, te acercaste caminando sin apuro y hasta frenaste para cambiar la canción que sonaba en tus auriculares. Estabas descombinado. ¿Quién se pone cuadrillé con cuadrillé? Te quedaba simpático, igual. No entiendo cómo hiciste, pero todo vos, esa esencia desprolijamente mansa, tiñió tus acciones de algo encantador. Hay que saber llevar esa vida a dos por hora y que los demás no cambien de canal.
Me dabas tanta intriga que me llegué a estresar. Y así como quien no quiere la cosa, te instalaste a una cálida distancia y se te escapó tu hoyuelo izquierdo. Esa auténtica templanza me calmó, me distrajo. Me convenciste sin siquiera intentarlo de que una tardanza no es la muerte de nadie y en silencio contabilicé la cantidad de amarguras que me podría haber ahorrado de entender esto tiempo antes. Y ahí, sin conocerme mucho, me dijiste que te hacía acordar a una canción que escribiste hace algunos otoños y que algún día me la ibas a mostrar.
Tardé un poco en sacarte la ficha pero di en la tecla: sos un constante ahora, un eterno presente que se va alargando de a poquito. A veces siento que no tenés noción del pasado y mucho menos del futuro. Que no adherís a la convención que algunos conocen como “tiempo” y simplemente te desplazás por el mundo. Paseás.
Qué distintos somos, che. No sabría cómo explicarte que soy puro pensamiento, energía, plan, estructura, control. Intensidad. No sé cómo hacer énfasis en la dicotomía que seríamos, fuimos, somos, no sé. Tampoco sé quién me mandó a interesarme en un hippie que parece no usar relojes ni calzado, pero, bueno, pasaste.
Igual así como apareciste paseando, paseando te fuiste también. Y está bien. Me regalaste un rato de acción en cámara lenta y me gustó. Así que gracias, querido hippie, tu juego me pareció divertido y ahora me dieron ganas de seguirlo en otro lado. Me toca. Ya me descalcé.
Creo que voy entendiendo cómo funciona. Es mi turno, no tengo dudas: toca moverme porque el asfalto me quema si me quedo mucho tiempo en el mismo lugar. Qué bien se siente estar descalza.
——
Siete birras
Me dijeron que arme un cuento de esto. Que le meta un nudo, algún que otro rococó. Más acción. Lo releí un par de veces e, inevitablemente, me acordé de él. No puedo escribir un cuento sin serle infiel a esa dulce nada que compartimos. Creo que ahí estaba su magia: a veces hace bien una nada cargada de sentido para desprenderse, aunque sea un rato, de todo.
Además, el hippie se adhirió a mi lógica en la que no hace falta involucrarse demasiado. En algo de eso sí coincidíamos: yo abuso de pensar en el futuro y por ende, lo evito, y él no lo registra y por ende, no existe. Estábamos condenados, entonces, a no tener más que esos instantes efímeros que tarde o temprano, iban a quedar solamente en el recuerdo. En el recuerdo y en estas líneas que a medida que las trazo se vuelven ajenas a mí.
En total, compartimos siete cervezas. Cuatro pintas tiradas y tres Quilmes de litro en un bar que le gusta a él. La primera vez que salimos hicimos un desfile por bares cerrados (porque se ve que los lunes no es día para chamuyar y él no lo sabía) hasta dar con un cuarto bolichín que nos hizo de anfitrión. No llegaba a leer el menú en la pizarra atrás de las canillas de birra artesanal y me dijo que era porque no veía nada de lejos. Le pregunté si era miope y no entendió. Puede que haya estado fumado pero prefiero el beneficio de la duda. Se olvidó los auriculares en mi auto dos veces y la billetera –por suerte– solo una vez. De hecho, lo de la billetera fue la última vez que nos vimos. Ya nos habíamos despedido y la vi reposando ahí, tranquila como su dueño, sin llamar mucho la atención. Ahora que lo pienso, si no lo hubiera alcanzado para dársela en ese instante, deberíamos haber tenido que vernos una vez más para que se la devuelva. Y lo nuestro hubiese tenido un poco menos de fugacidad, un capítulo más. Tal vez una octava birra. Pero no, no. Las tramoyas quedaron un par de personajes atrás. No me hacía falta una excusa para volvernos a ver. En realidad, no me hacía falta volverlo a ver.
Ahora entiendo por qué no puedo escribir un cuento. Con siete birras me basta.
viernes, 6 de septiembre de 2019
Un poquito mejor
Y de repente me encuentro un viernes a las 20:43 volviendo a escribir de vos. Volviendo a escribir por vos. Volviendo escribir para vos, como si en algún universo paralelo fueses a toparte con estas palabras. Como si en ese mundo alternativo en el que vos y yo estamos juntos, te prestaría estas hojas entre risas y mates para que nos sintamos afortunados de que después de tanta vuelta y tanto desencuentro, hubo final feliz. Como contándote mi versión de los hechos, chusmiándote lo que pasaba puertas adentro. Entonces hoy te escribo creyendo que vos mañana lo vas a leer y me vas a querer más todavía y que vas a entender los cimientos de mi amor. Es como que en cierto modo creo estar haciéndole un favor a la yo del futuro, para que no le haga falta dar explicaciones y al entregar estas hojas quede todo más que claro.
Corto en seco para correrme las lágrimas que me nublan la visión. Me analizo desde ese mundo paralelo: qué patética soy en este plano. Romántica empedernida. Escondida, silenciosa; pero empedernida al fin. Quiero vivir en el primer párrafo porque ahí estoy más cómoda, porque ahí duele menos. Porque ahí está él y en este estoy sola. Estoy sola y lloro porque el amor no correspondido es una mierda y estoy cansada. Y en estas líneas agrias que tanto más se parecen a la realidad no le hablo a nadie más que a mí. No me queda otra.
Así que va: me escribo. Primero que nada, me doy cuenta que necesitás un abrazo. Está bien llorar. Aunque te sientas una boluda que llora por un boludo, merecés un abrazo. Y no sos más o menos nada por sufrir por amor. Hoy una amiga me dijo que le parecía noble que a alguien le rompan el corazón y creo que recién ahora entiendo qué quiso decir. Cabeza arriba. Sos humana. Sí, ni idea, es una paja. Te gustó alguien que no gusta de vos y lo celebro porque estás viva. Y ahora parezco esquizofrénica porque me da ganas de responder que solo quiero enterrar la cabeza en un pozo y hacer todo menos festejar el desamor. Pero es parte de serse sincera, de serte, de serme.
Entonces ahora son las 21:00 y pasaron 17 minutos y me caen más lágrimas que al principio pero creo que me siento un poquito mejor.
Corto en seco para correrme las lágrimas que me nublan la visión. Me analizo desde ese mundo paralelo: qué patética soy en este plano. Romántica empedernida. Escondida, silenciosa; pero empedernida al fin. Quiero vivir en el primer párrafo porque ahí estoy más cómoda, porque ahí duele menos. Porque ahí está él y en este estoy sola. Estoy sola y lloro porque el amor no correspondido es una mierda y estoy cansada. Y en estas líneas agrias que tanto más se parecen a la realidad no le hablo a nadie más que a mí. No me queda otra.
Así que va: me escribo. Primero que nada, me doy cuenta que necesitás un abrazo. Está bien llorar. Aunque te sientas una boluda que llora por un boludo, merecés un abrazo. Y no sos más o menos nada por sufrir por amor. Hoy una amiga me dijo que le parecía noble que a alguien le rompan el corazón y creo que recién ahora entiendo qué quiso decir. Cabeza arriba. Sos humana. Sí, ni idea, es una paja. Te gustó alguien que no gusta de vos y lo celebro porque estás viva. Y ahora parezco esquizofrénica porque me da ganas de responder que solo quiero enterrar la cabeza en un pozo y hacer todo menos festejar el desamor. Pero es parte de serse sincera, de serte, de serme.
Entonces ahora son las 21:00 y pasaron 17 minutos y me caen más lágrimas que al principio pero creo que me siento un poquito mejor.
domingo, 25 de agosto de 2019
Billetes en blanco y negro
Le pagué con una buena pila de billetes de 10 pesos desordenados y arrugados. Eran muchos porque habíamos estado unas cuatro horas que sumaban más de $250 y, además, nos queríamos sacar el cambio de encima. El señor que trabaja en la caja del estacionamiento de 9 de julio y Juncal me dijo que no me preocupe; que su abuelo, en uno de los pocos recuerdos en blanco y negro que le quedan, los entregaba así. En realidad, los daba más arrugados todavía. Me mostró con su mano surcada cómo su abuelo (que habrá nacido en 1850 me imagino) se aferraba al papel y lo hacía bolita antes del intercambio. Se le escapaba un hoyuelo entre sus arrugas y creo que también una lágrima.
Me charló un poquito más mientras se formaba fila atrás mío pero a él no le importaba. Mis amigas esperaban arriba del Ford Ka, con balizas. Un hombre de traje que me respiraba en la nuca me preguntó si ya había pagado porque estaba apurado. Le creí, no paraba de contar los segundos golpeando la suela de sus de zapatos de marca contra el piso y chequeaba su reloj como si fuese una coreografía. Me incomodé, me puso tan nerviosa que hice una mueca medio rara y dejé al viejo con las palabras en la boca.
Me charló un poquito más mientras se formaba fila atrás mío pero a él no le importaba. Mis amigas esperaban arriba del Ford Ka, con balizas. Un hombre de traje que me respiraba en la nuca me preguntó si ya había pagado porque estaba apurado. Le creí, no paraba de contar los segundos golpeando la suela de sus de zapatos de marca contra el piso y chequeaba su reloj como si fuese una coreografía. Me incomodé, me puso tan nerviosa que hice una mueca medio rara y dejé al viejo con las palabras en la boca.
Me subí al auto hecha un desastre, como de costumbre, y tardé unos segundos en arrancarlo. La copilota me preguntó por qué había tardado tanto y puse primera en silencio. Me hubiese gustado decirle que maneje ella, que yo después veo cómo me vuelvo. Segunda, flechas en el piso, la salida a la derecha. Que quería seguir charlando con el señor, que me dio ganas de saber más de él, que me pareció que estaba muy solo. Tercera, salí en Juncal, doblá a la derecha dice Google Maps. Que me di cuenta que en el fondo todos estamos un poco solos. Que al final somos una anécdota, o muchas, o ninguna. Cuarta. Panamericana. Quinta. Que no sé a dónde voy tan apurada. Estoy cansada. Que ese señor trabaja en una caja de vidrio en el subsuelo de una avenida y que su abuelo trabajaba al aire libre y que por eso le gustaba visitarlo al laburo y que lo extraña y que tiene miedo de olvidarse de él. Bajá en Capitan Juan, yo te pago el peaje, me dijo. Me dio un billete de $100 nuevito porque nos habíamos gastado todo el cambio y la chica de Autopistas del Sol me hizo cara de que le estaba cagando la vida. ¿Más chico no tenés? No, perdoná. Le puse cara al abuelo del tipo del estacionamiento y me lo imaginé arrugando la jeta de San Martín. Me devolvió tres billetes y dos monedas. ¿Desde cuándo hay monedas de 10 pesos? Apoyé todo arriba de la guantera y la copilota los ordenó con las caritas para el mismo lado y de menor a mayor.
— No es de TOC— se apuró a decirme—, es que mi abuela me enseñó a ordenarlos así y bueno, cada loco con su tema, qué sé yo.
— ¿Te da miedo que se olviden de vos?
La descoloqué.
— Nada, nada, perdón— arremetí rápido— ¿Acá a la derecha, no?
Asintió.
Me quedé sola en el auto, puse balizas. Abrí la billetera y me fijé si guardo mi plata de alguna forma. Confirmé lo que intuía: pongo los billetes doblados a la mitad en fajos bastante aleatorios. No sé de quién lo heredé o a quién se lo copié. A veces no sé de dónde vengo. Saqué las balizas. Tampoco sé a dónde voy.
jueves, 22 de agosto de 2019
11 días nublados
Mi vieja cuenta que el primer año de casada anotó que solo hubo 11 días nublados. Me lo dijo una vez hace mucho a modo anecdótico y nunca me lo olvidé. Creo que, hoy, mirándolo con un poco de retrospectiva, me llama la atención que no me haya contado que fueron 344 días de sol.
La pobre porteña encerrada en San Juan, extrañaba la humedad que le inflaba el pelo, el pegote en la piel los días de calor subida a la línea D y, sobre todas las cosas, añoraba los domingos de lluvia que ameritaban estar todo el día en pijama. Supongo que ese registro del clima no era más que un débil grito de nostalgia.
Hace poco hubo una semana (o un poco más) sin que salga el sol. Fueron días fríos, grises. Bajos de energía. Me excusé con que el clima no aportaba y me di de baja de varios programas que no me tentaban. Estuvo bueno, era un sentimiento colectivo, legítimo. Era válida mi excusa.
Supongo que la vieja extrañaba no poder echarle la culpa al día nublado para disfrazar sus pocas ganas de estar ahí. Supongo que durante un año esperó un changüí de arriba que le regale la posibilidad de descansar, de decir basta por un ratito, de volver a lo cómodo y conocido. De poner pausa del frenesí de una rutina que no sentía propia, que no la tenía contenta. Supongo que se debería haber dado cuenta que había algo que no estaba funcionando y no era precisamente el clima.
Supongo que yo debería haber entendido que entre mis papás algo estaba roto y que me habían dado señales a lo largo de mi infancia. No entiendo por qué me sorprendí tanto cuando me anunciaron lo inevitable, por qué me costó tanto lidiar con el asunto. La agenda de mamá lo tenía anotado, lo había visto venir allá por 1992: en ese primer año de casados hubo 11 días nublados.
También hubo 344 días de sol; aunque eso no importó. No se puede cambiar el título de esta historia, qué se le va a hacer. Algunos dicen que el destino está escrito en la palma de la mano, en el cosmos o en el árbol genealógico. Yo digo que el destino no está tan lejos: está anotado con tinta azul en el margen de algún cuaderno Rivadavia. Con letras desprolijas, chiquitas, garabateadas casi al azar. Hay verdades que se esconden en jeroglíficos intraducibles al qwerty pero, por suerte, también quedan márgenes sin escribir.
Le voy a comprar un cuaderno nuevo a mi mamá, ojalá que este año tome mucho sol.
La pobre porteña encerrada en San Juan, extrañaba la humedad que le inflaba el pelo, el pegote en la piel los días de calor subida a la línea D y, sobre todas las cosas, añoraba los domingos de lluvia que ameritaban estar todo el día en pijama. Supongo que ese registro del clima no era más que un débil grito de nostalgia.
Hace poco hubo una semana (o un poco más) sin que salga el sol. Fueron días fríos, grises. Bajos de energía. Me excusé con que el clima no aportaba y me di de baja de varios programas que no me tentaban. Estuvo bueno, era un sentimiento colectivo, legítimo. Era válida mi excusa.
Supongo que la vieja extrañaba no poder echarle la culpa al día nublado para disfrazar sus pocas ganas de estar ahí. Supongo que durante un año esperó un changüí de arriba que le regale la posibilidad de descansar, de decir basta por un ratito, de volver a lo cómodo y conocido. De poner pausa del frenesí de una rutina que no sentía propia, que no la tenía contenta. Supongo que se debería haber dado cuenta que había algo que no estaba funcionando y no era precisamente el clima.
Supongo que yo debería haber entendido que entre mis papás algo estaba roto y que me habían dado señales a lo largo de mi infancia. No entiendo por qué me sorprendí tanto cuando me anunciaron lo inevitable, por qué me costó tanto lidiar con el asunto. La agenda de mamá lo tenía anotado, lo había visto venir allá por 1992: en ese primer año de casados hubo 11 días nublados.
También hubo 344 días de sol; aunque eso no importó. No se puede cambiar el título de esta historia, qué se le va a hacer. Algunos dicen que el destino está escrito en la palma de la mano, en el cosmos o en el árbol genealógico. Yo digo que el destino no está tan lejos: está anotado con tinta azul en el margen de algún cuaderno Rivadavia. Con letras desprolijas, chiquitas, garabateadas casi al azar. Hay verdades que se esconden en jeroglíficos intraducibles al qwerty pero, por suerte, también quedan márgenes sin escribir.
Le voy a comprar un cuaderno nuevo a mi mamá, ojalá que este año tome mucho sol.
martes, 20 de agosto de 2019
Rompe paga
Me abrocho el cinturón en el penúltimo agujerito pensando en cómo tus manos gruesas van a deshacer mi acción. Me miro al espejo por última vez y, perfumada, salgo a encontrarte. Me siento completa, terminada, digna de enmarcar.
Toda esa completud se desarma cuando te acercás, de a poquito, y me decís algo al oído. Te distraés con mis argollas de plata, las descubrís y pasan a ser tu juguete preferido. Te encaprichás y afirmás que soy tuya. Que no me querés compartir. Me convertís en espectadora activa, viendo mi última media hora en marcha atrás: me despeinás, me desatás, me desacomodás. Te cedo el control remoto y apretás rewind a tu gusto. Pausa. Play devuelta. La película va y viene un rato más.
Cuando vuelvo a casa, el espejo me espera con una sonrisa. Me veo más alta y más llena que cuando me fui. Me gusto desarmada. Es algo nuevo y me da miedo, me da miedo que me rompas.
Más miedo me da que me guste estar rota.
Toda esa completud se desarma cuando te acercás, de a poquito, y me decís algo al oído. Te distraés con mis argollas de plata, las descubrís y pasan a ser tu juguete preferido. Te encaprichás y afirmás que soy tuya. Que no me querés compartir. Me convertís en espectadora activa, viendo mi última media hora en marcha atrás: me despeinás, me desatás, me desacomodás. Te cedo el control remoto y apretás rewind a tu gusto. Pausa. Play devuelta. La película va y viene un rato más.
Cuando vuelvo a casa, el espejo me espera con una sonrisa. Me veo más alta y más llena que cuando me fui. Me gusto desarmada. Es algo nuevo y me da miedo, me da miedo que me rompas.
Más miedo me da que me guste estar rota.
martes, 30 de julio de 2019
Paco y Toto
Cuando mi viejo no estaba de viaje, mi casa era una fiesta. Con Mateo teníamos un instinto casi perruno para percibir cuando estaba por llegar del laburo y empezábamos a correr en círculos alrededor de la puerta principal. Se escuchaba el llavero del otro lado de la madera que retrasaba el reencuentro y desplegabámos todo lo que teníamos para mostrarle. Papá mirá acá, escuchá este ruido que aprendí a hacer, hoy en el colegio me saque un 10, ya estoy bañada como dijo mamá, mirá me re sale la vertical, papá no sabés Mateo aprendió a multiplicar, hoy fui a lo de una amiga a jugar, mirá pá ya me crecieron un montón las paletas. Después, entre hermanos compartíamos un cuchicheo cómplice para ver quién hacía el pedido que fundamentaba tanta alegría, quién iba a ser el encargado de convencerlo, quién iba a obtener ese sí para irnos a dormir más felices de lo normal. Tácitamente accedíamos a decirlo juntos, pero en lo concreto debo confesar que mi ansiedad arruinaba la armonía de pronunciar la pregunta al mismo tiempo porque siempre me adelantaba; las palabras se me salían de la boca, me pisaban los talones, rebotaban acompañando el torbellino de endorfinas que me inyectaba la situación.
—Pá, ¿nos querés contar un cuento de Paco y Toto hoy?
Y obvio que después rellenábamos el pedido con porfas, plichu plichu y caritas de ángel que nos salían bastante mal. Eventualmente el hombre terminaba cediendo a nuestros deseos porque si teníamos claro algo era que íbamos a aprovechar a papá las noches que esté en casa y no nos dábamos por vencidos.
Paco y Toto eran dos personajes inventados, protagonistas de todas las historias que nos relataba el viejo. Nos daba a elegir entre distintos títulos que se le ocurrían en el momento y a partir de ahí, estos dos muchachos tenían vida propia en nuestra mente. “Paco y Toto van al parque de diversiones”, “Paco y Toto viajan a la Costa”, “Paco y Toto intentan cocinar un omelette”. Paco y Toto crecían y conocían el mundo unos pasos adelantados a mí, me allanaban el terreno. Se mandaban todas las cagadas posibles y me mostraban cómo arreglarlas. Esa dupla era, para mí, una especie de primos más grandes que me tiraban la posta de lo que no había que hacer o de cómo zafar de situaciones cotidianamente complicadas.
Los cuentos tenían una constante: cuando Paco le preguntaba a Toto qué le parecía, si les convenía meter primera con la idea de turno (casi siempre condenada a que les salga mal), Toto le respondía “y daaaaaale”. Y eso nos contestaba papá después de tanta insistencia. Y daaale, así, medio cantado.
Escuché muchos episodios de Paco y Toto a lo largo de mi infancia pero me faltó un último capítulo. El viejo nunca nos contó el que se llama “Paco y Toto crecen”. En mi mente siguen siendo torpes adolescentes que están descubriendo el mundo y me da miedo pensar que, de repente, soy más grande que ellos. En algún punto, dejamos de insistirle a papá para que nos siga contando sus historias. Nos quedaron chicas, esos cuentos eran para bebés. Sus vidas quedaron suspendidas, hasta diría que olvidadas. Crecimos y Paco y Toto se convirtieron en una anécdota oxidada, una foto en blanco y negro archivada en un cajón.
Me gustaría ser Paco y preguntarle a Toto si está para que dejemos de crecer por un rato, que me mire de reojo levantando un poco las manos y que diga lo suyo. Tengo muchas ganas de escuchar ese “y daaale” cantado. Qué lástima que a los grandes no les cuenten historias antes de irse a dormir.
—Pá, ¿nos querés contar un cuento de Paco y Toto hoy?
Y obvio que después rellenábamos el pedido con porfas, plichu plichu y caritas de ángel que nos salían bastante mal. Eventualmente el hombre terminaba cediendo a nuestros deseos porque si teníamos claro algo era que íbamos a aprovechar a papá las noches que esté en casa y no nos dábamos por vencidos.
Paco y Toto eran dos personajes inventados, protagonistas de todas las historias que nos relataba el viejo. Nos daba a elegir entre distintos títulos que se le ocurrían en el momento y a partir de ahí, estos dos muchachos tenían vida propia en nuestra mente. “Paco y Toto van al parque de diversiones”, “Paco y Toto viajan a la Costa”, “Paco y Toto intentan cocinar un omelette”. Paco y Toto crecían y conocían el mundo unos pasos adelantados a mí, me allanaban el terreno. Se mandaban todas las cagadas posibles y me mostraban cómo arreglarlas. Esa dupla era, para mí, una especie de primos más grandes que me tiraban la posta de lo que no había que hacer o de cómo zafar de situaciones cotidianamente complicadas.
Los cuentos tenían una constante: cuando Paco le preguntaba a Toto qué le parecía, si les convenía meter primera con la idea de turno (casi siempre condenada a que les salga mal), Toto le respondía “y daaaaaale”. Y eso nos contestaba papá después de tanta insistencia. Y daaale, así, medio cantado.
Escuché muchos episodios de Paco y Toto a lo largo de mi infancia pero me faltó un último capítulo. El viejo nunca nos contó el que se llama “Paco y Toto crecen”. En mi mente siguen siendo torpes adolescentes que están descubriendo el mundo y me da miedo pensar que, de repente, soy más grande que ellos. En algún punto, dejamos de insistirle a papá para que nos siga contando sus historias. Nos quedaron chicas, esos cuentos eran para bebés. Sus vidas quedaron suspendidas, hasta diría que olvidadas. Crecimos y Paco y Toto se convirtieron en una anécdota oxidada, una foto en blanco y negro archivada en un cajón.
Me gustaría ser Paco y preguntarle a Toto si está para que dejemos de crecer por un rato, que me mire de reojo levantando un poco las manos y que diga lo suyo. Tengo muchas ganas de escuchar ese “y daaale” cantado. Qué lástima que a los grandes no les cuenten historias antes de irse a dormir.
miércoles, 10 de julio de 2019
Sonaban los decadentes
Mateo miraba atento por la ventana y leía con una dicción casi perfecta los carteles que decían cuántos kilómetros faltaban hasta llegar a Buenos Aires. Para mí era lo mismo que nada, solo quería saber cuántos minutos faltaban para llegar o, en su defecto, cuántos cds de la colección de papá iban a sonar hasta llegar a destino.
Casi todas las veces que nos subíamos a la Blazer del viejo para hacer los 1200 km de San Juan hasta la casa de los abuelos era o porque habían empezado las vacaciones, porque nos tocaba ir a visitar o por razones que no comprendía o elegían no contarme. Sea el motivo que fuere, teníamos una rutina que se repetía religiosamente: a eso de las 4 de la mañana, mamá y papá se despertaban para cargar la camioneta; al ratito nos despertaban, nos abrigaban mucho y, sin despabilarnos, nos alzaban y nos ponían en la parte de atrás del auto. La indicación de los viejos en ese momento era que sigamos durmiendo lo más que podamos y con Mateo teníamos la habilidad de convertirnos en un nudo, en dos cuerpitos hermanados que se servían de colchón mutuamente. Nos despertábamos cuando ya era de día y yo preguntaba cuánto faltaba para llegar, a lo que mamá me respondía poéticamente que estábamos haciendo el camino inverso al que hacía el sol: que cuando el sol llegue a San Juan y se esconda en nuestras montañas, nosotros íbamos a llegar a lo de los abuelos. Papá, en cambio, me respondía que faltaban más o menos 850 km por lo que claramente me quedaba con la contestación de la vieja y prestaba una atención muy cuidada a los pasitos que daba mi amigo amarillo. Eventualmente frenábamos a comer en alguna parrilla de mala muerte en medio de la ruta y yo sabía que podía pedirme un flan mixto de postre porque esos boliches por definición hacen los flanes con dulce de leche y crema más ricos de Argentina.
Retomábamos la ruta y ese era el momento en que Mateo entusiasmado nos mostraba lo bien que le salía leer carteles que pasaban a 120 km por hora. Al ratito, mamá nos repetía que intentemos dormir, entonces volvíamos a enlazarnos y a los pocos segundos ya lo escuchaba suspirar profundo. Qué fácil le salía conciliar el sueño. Yo ya no podía dormirme pero tampoco podía moverme: entonces contra todo pronóstico de los que me conocen y saben que soy un alma inquieta, permanecía inmóvil para que mi hermano grande no se despertara y pueda dormir. Sentía que crecía un poco al tener ese gesto, que maduraba de a puchitos. Para entonces, esa era la demostración más grande de amor que podía hacer. Ser su almohada era un privilegio, un honor. Era ser parte del mundo de los grandes que se ocupan de cuidar desinteresadamente a otros aunque les quede incómodo. No podía pedir más. Y, mientras pensaban que estaba dormida, espiaba a los viejos en su dinámica, me fascinaba verlos complementarse en la ruta: papá manejaba todo el trayecto pero mamá nunca se dormía, le cebaba mates, oficiaba de dj, abría el paquete de Lays en el momento justo y un segundo antes de que él lo pida, ya le estaba pasando la botella de agua que tenía al costado de la puerta.
Una vez los caché cantándose una de Los Auténticos que decía a mí me volvió loco tu forma de ser y desde ahí, por mucho tiempo, cada vez que escuché ese tema imaginé a los viejos en una especie de videoclip, actuando la historia de la canción. Arrancaba bastante visual diciendo que ella entró al bar del brazo de un amigo, pero después la película mental entraba en cortocircuito porque al Cucho Parisi se le ocurría cantar “me tiraste el pingüino, me tiraste el sifón y estallaron los vidrios de mi corazón” y la literalidad que venía dirigiendo la pieza audiovisual metía un pingüino en medio del bar y chau al verosímil; la ilusión de mis papás jóvenes se tornaba onírica, surreal; se suspendía la magia de creer que los hechos se habían dado así de verdad.
Podían estar en silencio largo rato o podían hablar horas. Me gustaba pescar fragmentos de conversaciones y tratar de entender de qué hablaban porque muchas veces, en ese ir y venir de palabras, estaba la pista de porqué estábamos yendo a Buenos Aires esa vez. No siempre me gustaba la información pero prefería el pinchazo de realidad a escondidas y pícaro que la incertidumbre que le correspondía a un niño. Una vez pesqué que era porque mamá tenía cáncer. Hablaron mucho de esa palabra pero yo no sabía qué era y no entendí. Pensé que era un trabajo que no le gustaba. No podía preguntar porque supuestamente estaba dormida: me quedé con la intriga hasta que un par de años después, cuando ya estaba curada, vi una película de alguien que moría de un cáncer de sangre y tuve una pequeña epifanía. Qué bueno que no pregunté en el momento porque creo que no hubiese podido lidiar con el miedo de que a la vieja le pase lo que le pasó al de la película. Otra vez los escuché hablar de que noséquién le metía los cuernos a la mujer y, en mi literalidad infantil e inocente, trataba de entender qué podía significar eso. Lejos estaba de la triste, agria, realidad.
Hubo un viaje que mamá tenía a Clara en la panza pero todavía no tenía nombre. Estaban analizando opciones: Olivia, Sol, Clara o Rocío. Papá le decía que también había que pensar de pibe y mamá insistía que estaba segura que era nena. Yo escuchaba eso y me quería morir: quería ser la princesa de la familia, la reina de la casa, la dueña de todo lo rosa. Quería que piensen nombres de varón también. Ese día rompí mi silencio, confesé que nunca me había dormido, que fui testigo atenta de toda la conversación. Les pedí, por favor, que también consideren el nombre Félix porque a mi me gustaba (y porque creía que así iban a haber más chances de que no me roben el trono). Mamá le sacó gravedad al asunto, que si era nena iba a tener una aliada para jugar siempre, que iba a tener con quien compartir todas las historias de princesas y castillos que tanto me gustaba contar y me amigué con la idea.
En otro viaje me acuerdo también que los escuché mencionar a un abogado. Y un divorcio. Fue el último compartido. Nos quedamos en Buenos Aires; papá volvió manejando solo. Sonaban los Decadentes.
Una vez los caché cantándose una de Los Auténticos que decía a mí me volvió loco tu forma de ser y desde ahí, por mucho tiempo, cada vez que escuché ese tema imaginé a los viejos en una especie de videoclip, actuando la historia de la canción. Arrancaba bastante visual diciendo que ella entró al bar del brazo de un amigo, pero después la película mental entraba en cortocircuito porque al Cucho Parisi se le ocurría cantar “me tiraste el pingüino, me tiraste el sifón y estallaron los vidrios de mi corazón” y la literalidad que venía dirigiendo la pieza audiovisual metía un pingüino en medio del bar y chau al verosímil; la ilusión de mis papás jóvenes se tornaba onírica, surreal; se suspendía la magia de creer que los hechos se habían dado así de verdad.
Podían estar en silencio largo rato o podían hablar horas. Me gustaba pescar fragmentos de conversaciones y tratar de entender de qué hablaban porque muchas veces, en ese ir y venir de palabras, estaba la pista de porqué estábamos yendo a Buenos Aires esa vez. No siempre me gustaba la información pero prefería el pinchazo de realidad a escondidas y pícaro que la incertidumbre que le correspondía a un niño. Una vez pesqué que era porque mamá tenía cáncer. Hablaron mucho de esa palabra pero yo no sabía qué era y no entendí. Pensé que era un trabajo que no le gustaba. No podía preguntar porque supuestamente estaba dormida: me quedé con la intriga hasta que un par de años después, cuando ya estaba curada, vi una película de alguien que moría de un cáncer de sangre y tuve una pequeña epifanía. Qué bueno que no pregunté en el momento porque creo que no hubiese podido lidiar con el miedo de que a la vieja le pase lo que le pasó al de la película. Otra vez los escuché hablar de que noséquién le metía los cuernos a la mujer y, en mi literalidad infantil e inocente, trataba de entender qué podía significar eso. Lejos estaba de la triste, agria, realidad.
Hubo un viaje que mamá tenía a Clara en la panza pero todavía no tenía nombre. Estaban analizando opciones: Olivia, Sol, Clara o Rocío. Papá le decía que también había que pensar de pibe y mamá insistía que estaba segura que era nena. Yo escuchaba eso y me quería morir: quería ser la princesa de la familia, la reina de la casa, la dueña de todo lo rosa. Quería que piensen nombres de varón también. Ese día rompí mi silencio, confesé que nunca me había dormido, que fui testigo atenta de toda la conversación. Les pedí, por favor, que también consideren el nombre Félix porque a mi me gustaba (y porque creía que así iban a haber más chances de que no me roben el trono). Mamá le sacó gravedad al asunto, que si era nena iba a tener una aliada para jugar siempre, que iba a tener con quien compartir todas las historias de princesas y castillos que tanto me gustaba contar y me amigué con la idea.
En otro viaje me acuerdo también que los escuché mencionar a un abogado. Y un divorcio. Fue el último compartido. Nos quedamos en Buenos Aires; papá volvió manejando solo. Sonaban los Decadentes.
jueves, 4 de julio de 2019
Arena
El dulce de leche tenía sabor a arena pero no nos importaba. Lo habíamos llevado a la playa a la mañana y, para el momento que el sol, ya cansado, teñía todo de dorado, estábamos en el auto dejando ese paréntesis en el espejo retrovisor. Tenía gustito a arena y lo cuchareamos sin vergüenza porque sabía a un recuerdo que no queríamos que se nos escape. Lo comimos mientras jugábamos al de encontrar palabras en orden alfabético en los carteles de la ruta. Obvio que ganó el Chino. Devuelta. Los de atrás estábamos convencidos de que su lugar de copiloto le daba ventaja. Yo me sumé a defendernos, a argumentar que era un afano y no dije lo que verdaderamente pensaba: que la posta era que el Chino era muy bueno y yo adelante también me hubiese estancado en la ele, dejando pasar cuatro carteles de La Pataia sin registrarlos. Qué sé yo. Más fácil decir que atrás no se ve nada y negar mi miopía.
El viaje en auto fue eterno pero no me di cuenta. Estábamos divertidos. Me dejaron en la puerta de casa y me bajé hecha un equeco: bolso sin cerrar, matera, libro, cartera rebalsada de cosas, auriculares colgando, celular en el bolsillo de atrás del short. Maniobré un pseudo chau con la mano izquierda, así como pude, y los vi subir la ventana a medida que avanzaban. Andá a saber dónde había dejado las llaves de casa. Estaba en pleno momento de organización para encontrarlas cuando escuché que me gritaban desde el Gol Country. No se escuchaba muy bien pero decían algo así como que me quede el dulce de leche, que ellos no lo querían y le quedaba más de la mitad como para tirarlo. Me acerqué al auto pausado con balizas en la vereda y me lo pasaron. Estaba todo pegoteado. Esta vez tenía solo el frasco en la mano así que pude saludarnos con un poco más de entusiasmo y ahí sí que nos dijimos chau por unos días.
Volví en vano a mi búsqueda un poco frenética de las llaves. No estaban por ningún lado.
Me senté al pie de la puerta a esperar que llegue alguno de mis hermanos a salvarme. Miré de reojo el dulce de leche y la cuchara. Imposible negarme.
Tenía sabor a arena y no me importó. Qué ricos son los recuerdos.
jueves, 13 de junio de 2019
Sanwich
Hay una calle caótica que todo porteño evita. Los semáforos están de paro, el asfalto está cubierto de cráters sin arreglar y si en algún momento existió una línea blanca y amarilla para delimitar los carriles, esa línea ya no existe hace rato. Esa anarquía obliga a ir lento y poder robar instantes camuflados en la vorágine. Suelo bajar las ventanas para pescar alguna conversación, alguna cumbia barata sonando en un parlante de celular y, si tengo suerte, el olorcito a choripán de los puestuchos de las esquinas.
Hasta ahora, mi descubrimiento preferido de esas cuadras es un pizarrón negro puesto muy el borde de la vereda. Está escrito con tiza blanca y letras mayúsculas muy prolijas que dicen “sanwich” y un precio abajo. El cartel es el mismo hace año y medio, van cambiando el numerito nomás porque, bueno, la inflación pega en todos lados. Cada un mes le suben diez pesos pero sigue siendo el mismo cartel simpático y errado a punto de caerse. Entre todo lo que se come ahí se ve que alguien se comió la “d” y no planean hacer nada al respecto. Nadie les contó que sandwich no se escribe así o no les importa y los banco. Más adelante, hay un cartel que dice “gaciosa” pero ese me molesta, no me da ternura. Les diría algo pero no puedo imaginarme la situación de bajarme del auto para jugar a la maestra ciruela. Tampoco es que me importe tanto. Sigo de largo.
Ayer fui sola y, como no estaba apurada, tomé mi camino poco productivo. Bajé las ventanas, esquivé un par de pozos. Hubo uno que me agarró desprevenida y el paragolpes (o alguna parte del auto cuyo nombre jamás sabré) hizo un ruido raro así que decidí ir todavía más despacio. En la vereda, ahí al lado mío, había un señor con panza y pelado acomodando una caja de madera en la parte de atrás de su moto y otro, un poco más flaco, con barba canosa y look más pendejo, ayudándolo.
—Es triste...—dijo el pelado, con un tono medio bajito como si se lo estuviese diciendo a él mismo.
—Y sí, es triste, boludo— respondió el otro, queriendo equilibrar la empatía de su mirada con palabras frías. De macho.
El pelado siguió forcejeando la caja para que quede más firme. El otro lo siguió mirando, acompañándolo a su forma hasta que desistió y se distrajo con el celular. Yo me estaba yendo, se venía la parte de la calle sin pozos y no tenía ningún auto adelante. No había excusa para ir tan lento. Los había dejado de mirar, me tocaba ser una ciudadana responsable y prestarle atención al camino. Estaba pasando a tercera y lo escuché.
—Es triste... pero ¿sabés qué es más triste, Flaco? Que me chupa un huevo.
Cuarta. Quinta.
Hasta ahora, mi descubrimiento preferido de esas cuadras es un pizarrón negro puesto muy el borde de la vereda. Está escrito con tiza blanca y letras mayúsculas muy prolijas que dicen “sanwich” y un precio abajo. El cartel es el mismo hace año y medio, van cambiando el numerito nomás porque, bueno, la inflación pega en todos lados. Cada un mes le suben diez pesos pero sigue siendo el mismo cartel simpático y errado a punto de caerse. Entre todo lo que se come ahí se ve que alguien se comió la “d” y no planean hacer nada al respecto. Nadie les contó que sandwich no se escribe así o no les importa y los banco. Más adelante, hay un cartel que dice “gaciosa” pero ese me molesta, no me da ternura. Les diría algo pero no puedo imaginarme la situación de bajarme del auto para jugar a la maestra ciruela. Tampoco es que me importe tanto. Sigo de largo.
Ayer fui sola y, como no estaba apurada, tomé mi camino poco productivo. Bajé las ventanas, esquivé un par de pozos. Hubo uno que me agarró desprevenida y el paragolpes (o alguna parte del auto cuyo nombre jamás sabré) hizo un ruido raro así que decidí ir todavía más despacio. En la vereda, ahí al lado mío, había un señor con panza y pelado acomodando una caja de madera en la parte de atrás de su moto y otro, un poco más flaco, con barba canosa y look más pendejo, ayudándolo.
—Es triste...—dijo el pelado, con un tono medio bajito como si se lo estuviese diciendo a él mismo.
—Y sí, es triste, boludo— respondió el otro, queriendo equilibrar la empatía de su mirada con palabras frías. De macho.
El pelado siguió forcejeando la caja para que quede más firme. El otro lo siguió mirando, acompañándolo a su forma hasta que desistió y se distrajo con el celular. Yo me estaba yendo, se venía la parte de la calle sin pozos y no tenía ningún auto adelante. No había excusa para ir tan lento. Los había dejado de mirar, me tocaba ser una ciudadana responsable y prestarle atención al camino. Estaba pasando a tercera y lo escuché.
—Es triste... pero ¿sabés qué es más triste, Flaco? Que me chupa un huevo.
Cuarta. Quinta.
jueves, 16 de mayo de 2019
Mi mesita de colores
En la casa donde crecí había una mesita ratona de plástico. Era mía. En realidad, la compartía con mi hermano más grande pero como yo pasaba más tiempo ahí, habíamos arreglado que podíamos decir que esa era mía y el sillón del living era de él. No había tal necesidad de dividir las propiedades pero se sentía bien la pertenencia, el deberse a algo, tener una conexión distinta y especial. Esa mesa era mía y yo la cuidaba y la quería y me instalaba feliz todas las tardes. Estaba puesta en una esquina de la galería, cerca de la pileta. El mejor momento era cuando atardecía y la luz del sol se colaba de coté medio amarillenta: eso significaba que en un ratito iba a aparecer mi vieja con un licuado de banana y leche en un vasito azul de plástico diciéndome que entre, que iba a empezar Art Attack. Al principio me jodía tener que suspender la obra de arte de turno que estaba haciendo o dejar de organizar el show de canto, baile y más canto que iba a hacerles a los pobres mortales que vivían en casa; pero una vez que entendí que si los rayitos de sol atravesaban las ramas del árbol de ciruelas ya era hora de ir cerrando ideas y guardando todo en la cartuchera, podía esperar lista cual sargento al llamado de ir adentro y llegar puntual a la cita que tenía con Rui Torres y sus manualidades.
6 años después ya no usaba esa mesita. Mi cuerpo torpe y adolescente no entraba ni me interesaba tampoco. Estaba en Secundaria, muy ocupada en ver cómo acortarme la pollera cuadrillé, hacerme licenciada en la banda de rock que el pibito que me gustaba era fan y en pensar distintas maneras de gritarle al mundo que había crecido. La usaba mi hermana que sí tenía edad, que era chiquita. La pendeja la amaba. Creo que hasta más que yo. Tenía su propia rutina, sus códigos, sus señales para saber que se terminaba el momento de crear y había que guardar la plastilina. Era suya. Ni siquiera tenía que ganársela a otro hermano de la edad porque era la última de la familia. No sufrió el derecho de piso, no, ella nació y esa mesita ya tenía su nombre. La esperaba para que alguien le siga dando vida.
Hace unos meses mi vieja la donó sin previo aviso. Mi hermana, con las uñas pintadas de negro y rimmel en las pestañas, hizo un escándalo porque le sacaron "su" mesita sin preguntarle. Se acordó de que toda su infancia la vivió apoyada en ese plástico grueso y amarillo. Lloró un poquito y todos le preguntamos cómo estaba. Se quería hacer la adolescente rebelde pero seguía siendo una beba que quería garabatear sin responsabilidades.
Obvio que no lloré. La mesa era de ella. No daba que aparezca yo con el duelo que no hice cuando, en mi rol de hermana mayor, se la cedí en silencio. El escándalo legítimo que tenía permitido había vencido hace varios veranos. "Donaron la mesa de Clara", era claro el mensaje.
Otro pequeño humano la estará usando en este momento, quién sabe. Ojalá sepa que tiene su cuerpito talle 4 apoyado en un lugar sagrado. Ojalá la haga propia. Y ojalá me cuente dónde la encontró, porque yo también estoy buscando una de esas.
Hace más de 9 años que vendieron mi casa de la infancia, creo que Rui Torres está muerto, no es época de ciruelas y la mesita, me doy cuenta ahora, nunca fue mía. Me queda el recuerdo de las ganas de dibujar sin que me corrijan, la imaginación para montar shows en mi mente y la valentía para inventar historias y contárselas a cualquiera que pasaba cerca mío. En algún momento fui libre y creativa y me extraño.
¿Dónde hay mesitas de mi tamaño?
6 años después ya no usaba esa mesita. Mi cuerpo torpe y adolescente no entraba ni me interesaba tampoco. Estaba en Secundaria, muy ocupada en ver cómo acortarme la pollera cuadrillé, hacerme licenciada en la banda de rock que el pibito que me gustaba era fan y en pensar distintas maneras de gritarle al mundo que había crecido. La usaba mi hermana que sí tenía edad, que era chiquita. La pendeja la amaba. Creo que hasta más que yo. Tenía su propia rutina, sus códigos, sus señales para saber que se terminaba el momento de crear y había que guardar la plastilina. Era suya. Ni siquiera tenía que ganársela a otro hermano de la edad porque era la última de la familia. No sufrió el derecho de piso, no, ella nació y esa mesita ya tenía su nombre. La esperaba para que alguien le siga dando vida.
Hace unos meses mi vieja la donó sin previo aviso. Mi hermana, con las uñas pintadas de negro y rimmel en las pestañas, hizo un escándalo porque le sacaron "su" mesita sin preguntarle. Se acordó de que toda su infancia la vivió apoyada en ese plástico grueso y amarillo. Lloró un poquito y todos le preguntamos cómo estaba. Se quería hacer la adolescente rebelde pero seguía siendo una beba que quería garabatear sin responsabilidades.
Obvio que no lloré. La mesa era de ella. No daba que aparezca yo con el duelo que no hice cuando, en mi rol de hermana mayor, se la cedí en silencio. El escándalo legítimo que tenía permitido había vencido hace varios veranos. "Donaron la mesa de Clara", era claro el mensaje.
Otro pequeño humano la estará usando en este momento, quién sabe. Ojalá sepa que tiene su cuerpito talle 4 apoyado en un lugar sagrado. Ojalá la haga propia. Y ojalá me cuente dónde la encontró, porque yo también estoy buscando una de esas.
Hace más de 9 años que vendieron mi casa de la infancia, creo que Rui Torres está muerto, no es época de ciruelas y la mesita, me doy cuenta ahora, nunca fue mía. Me queda el recuerdo de las ganas de dibujar sin que me corrijan, la imaginación para montar shows en mi mente y la valentía para inventar historias y contárselas a cualquiera que pasaba cerca mío. En algún momento fui libre y creativa y me extraño.
¿Dónde hay mesitas de mi tamaño?
miércoles, 24 de abril de 2019
Pica
Mis viejos se despertaban tarde los domingos, así funcionaba la dinámica del fin de semana en casa. Había un acuerdo tácito de que ese último día de la semana comíamos un desayuno muy tardío, un almuerzo de sobras, un té tempranero y una cena inexistente todo mezclado en una misma sentada a la mesa a eso de las dos del mediodía. Era comer o comer, llenate porque se cierra la cocina hasta el lunes a la mañana.
Los domingos eran así y yo estaba encariñada con esa rutina sin corridas. Pero había una excepción que ameritaba ponernos la alarma a eso de las 11 de la mañana y sacarnos del amado pijama, uniforme para ciertos días de pachorra. Esa alteración al fluir dominguero sucedía cuando éramos invitados a algún asado familiar en la quinta de la familia de mi viejo en Bellavista.
Comía rápido porque quería mi postre: jugar a las escondidas con todo el primaje mientras los adultos charlaban en la sobremesa con palabras que no entendíamos. Era mi juego preferido, nunca me encontraban.
Más que la satisfacción de ganar, lo que más disfrutaba era la adrenalina de que tal vez me encuentren y de escuchar a lo lejos un "pica Juancho" o los pasos acelerados de alguien disparando a la pared bordó gastada que oficiaba de paraíso donde automáticamente se me iban las ganas de hacer pis porque ya estaba en casa, ya estaba a salvo. Me consagré licenciada en el juego porque, de todos los jugadores oficiales, fui la única cuyo recoveco secreto nunca se reveló.
No sé en qué día mis primos se convirtieron en adultos con trabajos estables ni en qué momento exacto pasaron a opinar en esas conversaciones con palabras extrañas que desconocíamos; pero hubo un domingo sin fecha en el que todos participamos de la sobremesa. Tomamos café sentados. Nadie jugó.
Pasaron dos mundiales desde que mis tíos vendieron esa quinta con olor a asado familiar. Se terminaron los domingos en Bellavista y me regalaron el invicto eterno: no hubo más reclamo de revancha. Lo miro con nostalgia y me doy cuenta que me merecía esa máxima, ese reconocimiento que en realidad no le importaba a nadie pero que a mí me importaba millones. Sabía que los deportes no eran lo mío, que no clasificaba ni para ser de las pataduras del fútbol mixto, que ni siquiera daba una buena competencia cuando jugábamos al goofy en la pileta, que no iba a tener otra posibilidad de laureles porque siempre había un primo más grande que lo hacía mejor; por lo que me esmeré mucho en saberme experta en las escondidas.
De hecho, me escondí tan bien que todavía no puedo encontrarme. Sigo invicta. ¿Pica?
Los domingos eran así y yo estaba encariñada con esa rutina sin corridas. Pero había una excepción que ameritaba ponernos la alarma a eso de las 11 de la mañana y sacarnos del amado pijama, uniforme para ciertos días de pachorra. Esa alteración al fluir dominguero sucedía cuando éramos invitados a algún asado familiar en la quinta de la familia de mi viejo en Bellavista.
Comía rápido porque quería mi postre: jugar a las escondidas con todo el primaje mientras los adultos charlaban en la sobremesa con palabras que no entendíamos. Era mi juego preferido, nunca me encontraban.
Más que la satisfacción de ganar, lo que más disfrutaba era la adrenalina de que tal vez me encuentren y de escuchar a lo lejos un "pica Juancho" o los pasos acelerados de alguien disparando a la pared bordó gastada que oficiaba de paraíso donde automáticamente se me iban las ganas de hacer pis porque ya estaba en casa, ya estaba a salvo. Me consagré licenciada en el juego porque, de todos los jugadores oficiales, fui la única cuyo recoveco secreto nunca se reveló.
No sé en qué día mis primos se convirtieron en adultos con trabajos estables ni en qué momento exacto pasaron a opinar en esas conversaciones con palabras extrañas que desconocíamos; pero hubo un domingo sin fecha en el que todos participamos de la sobremesa. Tomamos café sentados. Nadie jugó.
Pasaron dos mundiales desde que mis tíos vendieron esa quinta con olor a asado familiar. Se terminaron los domingos en Bellavista y me regalaron el invicto eterno: no hubo más reclamo de revancha. Lo miro con nostalgia y me doy cuenta que me merecía esa máxima, ese reconocimiento que en realidad no le importaba a nadie pero que a mí me importaba millones. Sabía que los deportes no eran lo mío, que no clasificaba ni para ser de las pataduras del fútbol mixto, que ni siquiera daba una buena competencia cuando jugábamos al goofy en la pileta, que no iba a tener otra posibilidad de laureles porque siempre había un primo más grande que lo hacía mejor; por lo que me esmeré mucho en saberme experta en las escondidas.
De hecho, me escondí tan bien que todavía no puedo encontrarme. Sigo invicta. ¿Pica?
miércoles, 6 de febrero de 2019
También
Se acercó a la moza y, intentando no interrumpirla demasiado en su trabajo, le preguntó si podía prestarle una lapicera. Agarró un par de servilletas de mala calidad y se sentó sola en la mesa de la esquina. No sabía si quería escribir o no pero prefirió tener la certeza de que si quería, podía matar la soledad con sus pensamientos hechos tinta.
Nadie iba a acompañarla y lo sabía, pero no tenía ganas de volver a su casa porque ahí sí que estaría sola por completo. Una vez más eligió la tibia companía de extraños, de personas sin cara, sin identidad. Personajes irrelevantes, de relleno. Los observaba sin mirar. Cada tanto se detenía en algún detalle pero nunca adquiriendo el plano general. Se concentraba en los auriculares del pibe de remera amarilla verdosa y deliraba pensando qué clase de música podría escuchar un ser que tiene ese gusto en ropa; se colgaba mirando la manera medio afeminada de sostener los cubiertos del viejo a su derecha y la risa simpática de una chiquita ubicada cerca del baño. Estudiaba estos personajes usando su mirada distante, esa que hace que nada importe... La que la enajena y la hace irse de sí por un rato. Recorría ese paisaje barato sin ninguna intención de retenerlo en su memoria.
Cerró los ojos y se vio sin reconocerse, sentada en la mesa de la esquina, con los ojos un poco llorosos. Se vio un poco perdida. Miró a su alrededor y ya no quedaba nadie. Las sillas estaban arriba de las mesas, la luz estaba tenue y la moza del principio hacía ruido con la caja. “Gracias por la lapicera”, le dijo mientras la apoyaba en la barra. No hubo tiempo a una respuesta, a un simple denada, a un buenas noches o a un pequeño gesto de adiós porque desapareció por la puerta principal como quien se escapa de algo.
.
La moza se acercó a limpiar esa mesa del fondo y se encontró con una servilleta escrita. La leyó como en cámara lenta y respiró hondo. Fue a buscar la lapicera que seguía descansando en la barra y se dejó llevar. Escribió dos palabras mirando para los costados a pesar de que no haya nadie, como si quisiera evitar que alguien la vea en pleno acto. Guardó la servilleta en el bolsillo de atrás de su jean, terminó de ordenar, apagó las luces y se fue por la puerta de servicio. En su caminata al bondi pasó por tres tachos de basura y dudó si tirar la servilleta o no. Siguió de largo las tres veces. Se sentó en la parada y tuvo la necesidad física de un abrazo y el dolor de que no se lo den. Llegó el 167 y cuando estaba por subirse alguien le tocó el hombro. “Se te cayó esto, me parece”, le dijo una adolescente con auriculares. Agarró la servilleta y la sostuvo fuerte con la mano izquierda mientras intentaba tapar lo escrito con la derecha. En vano: se leía igual.
“Le tengo miedo a la soledad”, decía con minúsculas chiquitas y desprolijas.
“Yo también”.
Nadie iba a acompañarla y lo sabía, pero no tenía ganas de volver a su casa porque ahí sí que estaría sola por completo. Una vez más eligió la tibia companía de extraños, de personas sin cara, sin identidad. Personajes irrelevantes, de relleno. Los observaba sin mirar. Cada tanto se detenía en algún detalle pero nunca adquiriendo el plano general. Se concentraba en los auriculares del pibe de remera amarilla verdosa y deliraba pensando qué clase de música podría escuchar un ser que tiene ese gusto en ropa; se colgaba mirando la manera medio afeminada de sostener los cubiertos del viejo a su derecha y la risa simpática de una chiquita ubicada cerca del baño. Estudiaba estos personajes usando su mirada distante, esa que hace que nada importe... La que la enajena y la hace irse de sí por un rato. Recorría ese paisaje barato sin ninguna intención de retenerlo en su memoria.
Cerró los ojos y se vio sin reconocerse, sentada en la mesa de la esquina, con los ojos un poco llorosos. Se vio un poco perdida. Miró a su alrededor y ya no quedaba nadie. Las sillas estaban arriba de las mesas, la luz estaba tenue y la moza del principio hacía ruido con la caja. “Gracias por la lapicera”, le dijo mientras la apoyaba en la barra. No hubo tiempo a una respuesta, a un simple denada, a un buenas noches o a un pequeño gesto de adiós porque desapareció por la puerta principal como quien se escapa de algo.
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La moza se acercó a limpiar esa mesa del fondo y se encontró con una servilleta escrita. La leyó como en cámara lenta y respiró hondo. Fue a buscar la lapicera que seguía descansando en la barra y se dejó llevar. Escribió dos palabras mirando para los costados a pesar de que no haya nadie, como si quisiera evitar que alguien la vea en pleno acto. Guardó la servilleta en el bolsillo de atrás de su jean, terminó de ordenar, apagó las luces y se fue por la puerta de servicio. En su caminata al bondi pasó por tres tachos de basura y dudó si tirar la servilleta o no. Siguió de largo las tres veces. Se sentó en la parada y tuvo la necesidad física de un abrazo y el dolor de que no se lo den. Llegó el 167 y cuando estaba por subirse alguien le tocó el hombro. “Se te cayó esto, me parece”, le dijo una adolescente con auriculares. Agarró la servilleta y la sostuvo fuerte con la mano izquierda mientras intentaba tapar lo escrito con la derecha. En vano: se leía igual.
“Le tengo miedo a la soledad”, decía con minúsculas chiquitas y desprolijas.
“Yo también”.
domingo, 6 de enero de 2019
Vicios
-Che, ¿tenés fuego?
Maite asintió con la cabeza y sacó el encendedor del bolsillo chiquito de su mochila. Sabía perfectamente que le quedaban dos puchos en la caja y que los estaba guardando para más tarde, pero también quería una excusa para seguir cerca de este sujeto desconocido y compartir el vicio le parecía una buena entrada. Además, no estaba muy convencida de esa idea de “racionalizar” los cigarros como si estuvieran en la guerra; esa política había salido de la cabeza de Oli, su amiga, que dijo que así de a poco iban a dejar de fumar juntas -énfasis en juntas-. Mil disculpas a Oli, pensó Maite a la segunda pitada del anteúltimo mentolado que le quedaba. Sintió la necesidad de compartir ese pucho con el pibito lungo que le había dirigido la palabra. Los dos esperaban un bondi que solía hacerse esperar, así que entre pitada y pitada fueron mostrando un poco de su identidad. Entre líneas de diálogo inconclusas e inconexas, se contaron que él estaba volviendo de la Facultad de Derecho y ella yendo a lo de su primo a tomar unos mates.
Maite tiró un comentario vacío de contenido al estilo de “ah, mirá vos” porque no quería pecar de intensa y él respondió con una mueca casi imperceptible. Fumaron callados por un rato. Él tenía miedo de que el maldito bondi juegue a ser puntual solo para arruinarles el momento, sabía que quería decir algo pero no encontraba la forma de volver a entablar conversación. Cada instante sin palabras que se agregaba hacía más difícil una retomada sutil. Venció ante sus pedidos internos de auxilio y dijo lo primero que se le ocurrió: algún comentario de la serie que estaba publicitando Netflix en esa parada. Ella le dijo que no la veía, que en realidad no veía mucha tele. “Pero Netflix no cuenta como tele”, refutó él. Maite se río y cambió de tema porque no le gustaban las discusiones banales. Siguieron hablando hasta el colectivo los interrumpió. Estaba estallado de gente así que cada uno encontró un lugar como pudo y se sostuvieron la mirada por un instante. Maite se puso los auriculares y calculó cuántas canciones faltaban hasta llegar a lo de su primo. Sonaron los primeros acordes de la tercer canción de su playlist y cerró los ojos por un rato. Alguien le tocó el hombro.
-Te jodo devuelta, ¿te puedo pedir tu número?
Maite asintió y se lo anotó. El lungo le prometió que le hablaba en la semana y ella sonrió fallando en el intento de disimular su cara de feliz cumpleaños. Sellaron el pacto con un guiño sutil pero pícaro y ella volvió a su música y él a su lugar.
Terminó la canción y Maite abrió Whatsapp. “Oli, dejo de fumar”. Enviar.
sábado, 5 de enero de 2019
Mentiras piadosas
“Es obvio que vas a flashear que flasheo”, dije susurrándole a la comisura de su sonrisa. Lo dije convencidísima, o por lo menos eso pareció, mientras internamente estaba queriendo absorber el momento más de lo humanamente posible. Si fuésemos una película, esa hubiese sido la escena en que el común de los espectadores piensa “por fin” y algún que otro romanticón llora un poquito de felicidad. Entre nuestras risas de siempre y una mirada distinta, me di cuenta que nunca estuve tan cómoda con otra persona. No era nada nuevo, todos sabían que entre Manu y yo siempre hubo un magnetismo incamuflable... pero esto era distinto. Callamos sin palabras todas las incógnitas que sonaban desde que comenzó nuestra amistad y, muy a mi pesar, abrimos nuevas. Nuevos interrogantes, nuevos miedos.
Miedo a que nada vuelva a ser como antes y, también, miedo a que todo vuelva a ser exactamente igual. Moría de ganas de congelar ese momento, quedarme a vivir en la parte de atrás de su auto, sacar una foto mental y que no pensemos en nuestro pasado ni mucho menos en nuestro misterioso futuro. “Vos sabés que yo no quiero nada serio”, me dijo él intentando pincharme la burbuja. Lo dijo con la misma cantidad de verdad que yo le dije que no me iba a enganchar. Dos mentirosos. Dos miedosos. Dos actores improvisando, buscando la forma de no hacernos cargo de las consecuencias de nuestras acciones.
Estiramos el final de esa noche como quien no quiere entregar un examen pensando que en algún momento esa respuesta que necesita va a caer como inspiración divina. No nos decíamos nada. Simplemente seguíamos en nuestro ahí, en ese ahora, en una canción que solo nosotros podíamos escuchar.
Eso de compartir el silencio me lo había enseñado él. Era la única persona con la que podía estar sentada horas sin la necesidad de llenar el momento con palabras. Estar con Manu calmaba mi típica ansiedad en la que mi cerebro y boca jugaban una carrera a ver cuál podía pensar o hablar más rápido. Con él, simplemente ponía pausa a ese constante tic tac y me dejaba llevar.
Estuvimos ahí hasta que las responsabilidades del día después se materializaban en alarmas, recordatorios y mensajes de Whatsapp. Era duro volver a la realidad. Sin muchas ganas, devolvimos nuestros cuerpos a sus posturas habituales, nos miramos una vez más y abrimos la puerta. Así sin más le dimos la bienvenida a ese futuro cercano que nos daba tanta intriga.
Fue un poco raro pero nos abrazamos para decirnos chau. Nos reímos porque no habían pasado dos segundos de que rompimos la armonía de nuestro encuentro y ya lo estábamos haciendo un poco incómodo. Empecé a caminar y sin darme vuelta le repetí: “Es obvio que vas a flashear que flasheo”. “Que no se dé cuenta que ya me hizo flashear”, pensé. Me subí a mi auto y miré el volante por una eternidad hasta que me animé a poner una tímida primera. Lo vi hacerse cada vez más chiquito en el espejo del lado del copiloto hasta que me alejé del todo. Ya no estaba más. Solo me quedó el recuerdo y la intriga de cómo será la próxima vez que nos veamos. Subí el volumen de la radio y dejé de pensar.
Miedo a que nada vuelva a ser como antes y, también, miedo a que todo vuelva a ser exactamente igual. Moría de ganas de congelar ese momento, quedarme a vivir en la parte de atrás de su auto, sacar una foto mental y que no pensemos en nuestro pasado ni mucho menos en nuestro misterioso futuro. “Vos sabés que yo no quiero nada serio”, me dijo él intentando pincharme la burbuja. Lo dijo con la misma cantidad de verdad que yo le dije que no me iba a enganchar. Dos mentirosos. Dos miedosos. Dos actores improvisando, buscando la forma de no hacernos cargo de las consecuencias de nuestras acciones.
Estiramos el final de esa noche como quien no quiere entregar un examen pensando que en algún momento esa respuesta que necesita va a caer como inspiración divina. No nos decíamos nada. Simplemente seguíamos en nuestro ahí, en ese ahora, en una canción que solo nosotros podíamos escuchar.
Eso de compartir el silencio me lo había enseñado él. Era la única persona con la que podía estar sentada horas sin la necesidad de llenar el momento con palabras. Estar con Manu calmaba mi típica ansiedad en la que mi cerebro y boca jugaban una carrera a ver cuál podía pensar o hablar más rápido. Con él, simplemente ponía pausa a ese constante tic tac y me dejaba llevar.
Estuvimos ahí hasta que las responsabilidades del día después se materializaban en alarmas, recordatorios y mensajes de Whatsapp. Era duro volver a la realidad. Sin muchas ganas, devolvimos nuestros cuerpos a sus posturas habituales, nos miramos una vez más y abrimos la puerta. Así sin más le dimos la bienvenida a ese futuro cercano que nos daba tanta intriga.
Fue un poco raro pero nos abrazamos para decirnos chau. Nos reímos porque no habían pasado dos segundos de que rompimos la armonía de nuestro encuentro y ya lo estábamos haciendo un poco incómodo. Empecé a caminar y sin darme vuelta le repetí: “Es obvio que vas a flashear que flasheo”. “Que no se dé cuenta que ya me hizo flashear”, pensé. Me subí a mi auto y miré el volante por una eternidad hasta que me animé a poner una tímida primera. Lo vi hacerse cada vez más chiquito en el espejo del lado del copiloto hasta que me alejé del todo. Ya no estaba más. Solo me quedó el recuerdo y la intriga de cómo será la próxima vez que nos veamos. Subí el volumen de la radio y dejé de pensar.
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