jueves, 20 de abril de 2023

Habitación 229

Cuando mi abuela se murió estaba hirviendo. La acompañábamos mi tía y yo, que no podíamos distinguir si efectivamente se había ido entre tanto tuberío conectado. Su respiración era el silencio que viene antes de empezar a hablar. La enfermera había dejado la instrucción de que le tocáramos el cuello para ver si encontrábamos latidos pero yo solo escuchaba los míos que sonaban cada vez con más presencia y atropello. Sentí algo, después no sentí más nada. Con mi tía Vero le decíamos bajito que la queríamos, que se fuera en paz, que ya está. Yo pensaba en Guandacol, su pueblo natal, un lugar ínfimo en La Rioja; nunca fui, pero reciclé la idea genérica de pueblito argentino y la pensé fuerte, como si esa imagen pudiera llegarle, como si pudiera trasladar esa postal que indique que hay algo de origen en el final, que podía volver. Su cuerpo ocupaba un tercio de la cama del hospital, sobraba espacio a los costados y en los pies, se había desdibujado casi como nuestro árbol de Navidad que se achicaba año a año porque yo crecía en altura. Me detuve en su pelo: me sorprendí con la ausencia de canas, tenía muy pero muy pocas. Recordé que mi mamá decía que la genética de la abuela era envidiable, nunca un pelo gris, nunca un pocito de celulitis. No era momento para chequear ese último dato. Estaba caliente, ¿los muertos no deberían estar fríos? ¿Que si decíamos que se había muerto mientras seguía viva? Mi tía le acariciaba la frente con una ternura sacada de un libro de maternidad, yo le acariciaba el cuello y trataba de disimular mis nervios, mis latidos, algunos de mis pensamientos desubicados, mi mucha vida desordenada. En un momento nos miramos, hicimos gesto de ‘ya está’ y nos abrazamos hasta que Vero se rió y me dijo ‘llamá a una enfermera, ya veo que nos confundimos y tu mamá me mata’. La enfermera se tomó su tiempo (con sabiduría, supongo, ¿quién la apura?) y no dijo nada. Solo le sacó la máscara de oxígeno y bajó la frente, cerró los ojos y sonrió chiquito sin dientes. Pensé que no había diferencia, estaba igual viva que muerta. Seguía calentita, quieta, suave. Tenía los labios casi sin piel, su boca era una gran llaga seca. Quise mojarlos con una gasa húmeda, me sentí inútil. A los 5 minutos llegó mi tío Hugui, a los 10 mi vieja. Ambos entraron a la habitación y se encontraron con mi gesto mudo de pésame, ese que había aprendido de la enfermera. Él dijo ‘no llegué, no llegué’, llorando, abrazando a mi tía Vero. Mi mamá no nos creía, necesitaba confirmación de algún doctor. Yo dejé que fuera en busca de ese veredicto porque en el fondo seguía teniendo dudas. Pero sí, estaba muerta. ¿Qué hacemos con el abuelo?, preguntó alguien. Estaba en camino, se concluyó que lo mejor era que llegué al hospital para poder contenerlo y contarle sin que se ponga nervioso en la calle. Mi tío lo esperó en la puerta. Entró a la habitación como si fuera dueño de todo, con una autoridad que no le vi jamás. ‘Mi Sonia, mi chiquita, mi pequeñota, mi amor’. Sentí que podía llegar a escupir el corazón, que no me entraba en el cuerpo escucharlo en ese momento, que no existía amor como el de él por ella y que ese amor ahora estaba desparramado, perdiendo, gritando. Se inclinó sobre ella y levantó la cabeza para decir ‘está tibia’, aferrándose a esa última pulsión de vida dentro de su cuerpo, esa parte de ella que todavía no se había ido, buscando el rastro de sus últimas respiraciones. Me acerqué a abrazarlo, aproveché para tocarla: efectivamente estaba tibia, ya no hervía como hacía media hora. Se había ido. Mi abuelo le acomodó la sábana y agarró el bolso que trajo: 3 camisones limpios, pañales de adultos, medialunas para las enfermeras, dos botellas de agua grandes. Pidió que nos ocupemos de regalar todo, que él ya no necesitaba nada de eso. Vinieron los médicos que la atendieron durante su internación y mamá les agradeció en nombre de toda la familia. Le agradecía sobre todo a uno de los dos (al más lindo), haciendo énfasis en su labor y contención. La vieja estaba verborrágica y ¿chamuyera? Intercedí, di el gracias final y nos fuimos al pasillo como habían indicado. Mamá dijo que el médico lindo parecía Capitán América y nadie le dio bola. En esos pasillos estaba el verdadero dolor. Bastaba salir de la habitación por menos de 1 minuto para empezar a sentir que alguien metía una mano invisible por mi boca para hacer presión hacía abajo. Alguien me apretaba los pulmones, la garganta, el estómago. Alguien me callaba, me raspaba las cuerdas vocales. Me anclaba al ras del piso como si fuera el fondo del mar. Durante el tiempo que estuvo internada, salí a esos pasillos amarronados lo mínimo indispensable: para llamar a Pablo, contarle las novedades; escuchar audios en el grupo de la familia; tratar de encontrar una enfermera; ir a buscar un café. Cualquiera de esas acciones me resultaba más punzante que ver cómo mi abuela se preparaba para morir. En la habitación todo se ponía en pausa, hasta el dolor; estabas acompañando, no se podía hacer más. En cambio, esos pasillos con ruidos genéricos te decían que todo el resto seguía existiendo, que el mundo no frena por vos, que tu vidita es una más de tantas, que tu muerte es una más de tantas. Empezaron los llamados, los mensajes, los trámites. Antes de irnos fui a despedirme del cuerpo: tenía una parte de la cara fría y amarilla. Las manos estaban violetas hasta los codos, también heladas; parecían unos guantes finos del color que usa la realeza, tan coqueta que era ella. Estaba más muerta que antes; la muerte se apareció silenciosa, por goteo, cayó de a poquito como si fuera el suero que la mantuvo viva esta semana. La luz del día se colaba por la ventana tiñendo todo de un sepia clarito que vi en algunas películas. Solo quedaron sonando mis latidos como si buscaran llenar el silencio, el vacío, la angustia, la incertidumbre de no saber a dónde se fue eso que no está más. 


sábado, 12 de marzo de 2022

Con llave

Soñé que mi vieja invitaba a toda la familia a casa. Al departamento de ahora en realidad, nuestra casa la vendimos y no sé todavía si logramos construir algo parecido. Estaban hasta los muertos. Estaban hasta los vivos que nunca están. Los históricos peleados y los chicos. Los que son solo un regalo de cumpleaños una vez cada tanto, los que se sientan en el sillón a criticar, los que solo difunden mensajes de Whatsapp apocalípticos y la camada de primos más chicos que no paran de correr y abrir cajones con picardía. Estaban las tías que preguntan “¿para cuándo los nietos?” y las que susurran por lo bajo “no la veo bien a tu mamá”. Obviamente estaba mi vieja, corriendo de acá para allá, estresada, con un trapito en la mano refregando rincones invisibles de un mueble. Mi papá no, no apareció pero nadie parecía percatarse de su ausencia. También estaba él, siendo testigo de mis peores miedos cara a cara con un florero grande de por medio. Creo que era un velorio aunque no sé de quién. Tal vez era un cumpleaños. En algún momento, él fue al baño y tiró sin querer la tintura de mamá. Era un pote azul enorme con un líquido que ardía y se pegoteaba cuando lo tocabas. Estaba desparramado en todos los rincones, el piso era una lava desesperante. Me llamó para ayudarlo. Intenté limpiar en silencio y como podía, para que nadie se dé cuenta. Solo lo empeoré: el pasillo del departamento se inundaba como en los dibujos animados, el agua subía y subía concentrada y azul y solo en ese espacio, ahogándolo todo. Él me decía que se iba a ir para no seguir rompiendo cosas. Que no me quería invadir. Yo le rogaba que se quede. Nos encerramos en mi cuarto y le expliqué hablando bajito que su presencia era lo único que me daba refugio. Nos abrazamos con intención, apretándonos con ganas. Tocaban la puerta con fuerza y no se distinguía ninguna voz pero sí muchos puños de colores distintos. Yo lloraba. Él también. “Salgan, salgan”, se escuchaba. Lo abracé mucho. Lo seguí abrazando mucho mucho a pesar de los gritos demandantes de afuera. Parecía que iban a tirar abajo la madera. Nos agachamos para protegernos y le dije que no hacía falta que abramos, que no teníamos que salir, que en realidad prefería que los otros queden del otro lado. Alguien forzaba el picaporte, yo cerré la puerta con llave. 

martes, 15 de junio de 2021

Monoambiente

Se ve distinto el monoambiente de mamá sin muebles. Parece más grande, o tal vez solo soy yo que me siento más chiquita que nunca. La inmobiliaria se ocupó del grueso, por suerte ella ya había apalabrado todo cuando sintió en el cuerpo lo que se venía. Previsora hasta en las últimas, qué mujer. Me dijeron que pase a buscar lo que quedaba, que lo tire, que lo done, que lo que sea con tal de que lo saque de ahí y lo deje libre para el próximo que venga.

Un teclado. Supo ser mío en un principio. Empecé a tomar clases de piano a los 11 con un profesor que nos recibía a mí y a mi hermana en su altillo. Mamá quería que aprendiéramos. Me acuerdo del olor de ese rinconcito como si hubiese usado ese perfume toda la vida pero no lo sé describir. Camila no se lo acuerda y me frustré todas las veces que intenté explicárselo. No íbamos ni 2 clases que mi papá nos llevó un fin de semana al shopping a que elijamos un teclado para casa. Salió $2.300 en ese momento, de la etiqueta con el precio sí me acuerdo. A los 4 meses de tomar clases una vez por semana, una Camila de 8 años terminó de tocar una versión muy light de Para Elisa, levantó la cabeza y dijo “renuncio”. Nunca más volvimos. Debemos haber usado el teclado como mucho 2 o 3 veces por año. Cuando nos estábamos mudando de casa quisimos venderlo pero no hubo comprador o no le pusimos mucho énfasis a la venta. Se lo terminó quedando la vieja. Su médico le recomendó que toque una hora al día, que eso la iba a ayudar con el Alzheimer. Se olvidaba hasta su propio nombre de vez en cuando pero no el principio de Adiós Nonino. Me gustaría ver qué pasa si me siento a tocarlo, si a mí también me saldría de un tirón ese tango que ella me hizo practicar con tanto empeño. Me da miedo que no me salga nada. Prefiero tomar distancia respetuosa y ni siquiera intentar. El piano nunca fue para mí.

Una caja con mi nombre. Ella me había avisado que me la dejaba. Camila se llevó la suya ayer cuando vino con los de la inmobiliaria. Tiene unos álbumes de fotos que le vengo pidiendo hace rato. Que le venía pidiendo. ¿Que le pedía? No me acostumbro al pasado. No los voy a abrir ahora. Me gusta saber que los tengo. Que si algún día se me empiezan a borrar los recuerdos tengo un backup. Me los debería haber llevado antes, a mamá le frustraban. Al principio veía anotaciones con su letra y lloraba porque se sentía desdoblada. Al final ya no lloraba. No reconocía sus garabatos en cursiva y tinta azul.

Un tapado de invierno largo y bordó, muy abrigado. Era su uniforme para las idas y vueltas al colegio cuando refrescaba. Caminábamos las 4 cuadras hasta el San Ignacio con las manos entrelazadas, escondidas en esos bolsillos hondos. Me lo pruebo pero no hay espejos, hasta sacaron el del baño. Intento verme en la cámara selfie de mi celular y de repente me da miedo que entre alguien. Vergüenza, no miedo. No da sacarse selfies con la ropa de alguien que se acaba de morir. Me rio nerviosa. Lloro nerviosa. Me limpio los mocos con su tapado y le ensucio las mangas. Lloro un poco más. Si lo mando a la tintorería le van a sacar lo ultimísimo de su olor que queda. Me siento en el piso y pienso que llorar en un monoambiente vacío puede llegar a ser de las cosas más deprimentes que hay pero me lo permito. Me lo permito y sigo.

Un alhajero con su colección de anillos rotos. Tiene varios. Los fue guardando con la falsa promesa de mandarlos a arreglar algún día. También está la alianza de compromiso con papá en perfecto estado, el anillo más roto de todos. Nunca pudo tirarlos y yo no pienso ser la sicaria. Me encantaría decir que los voy a arreglar pero no puedo mentirle a un muerto. Voy a sumar la tarea a una lista de pendientes de 5 pisos y tal vez algún día lo haga. Y si no van a seguir rotos, tampoco me parece tan grave.


Un dibujo que hice en sala de 5 encuadrado. Es un señor de ojos grandes con sombrero y algunos pájaros en el fondo. Son algunos porque a la mitad me aburrí y decidí que estaba listo. Mamá siempre lo trató como si fuese su obra de arte más preciada. Lo tenía colgado al lado de la cama, donde antes tenía un espejo. Ese me lo llevo. Creo que ahora puedo ver lo que ella le vio. Algo en los ojos, en la mirada perdida, triste. Creo que últimamente era el único lugar en el que se reconocía.

lunes, 26 de abril de 2021

El primer chico que me tocó

Benjamín fue el primer chico que me tocó. “Me tocó” es ser demasiado generosa con el recuerdo. Fue el primero que me puso piel de gallina, me rozó suavecito la pierna con el índice. El primero que me hizo sentir grande. También fue el primero que me sacó todo eso y me devolvió a la tierra insulsa de lo que pudo ser pero al final no.
Llovía en Punta del Este y nos habíamos quedado solos por pura casualidad. Yo tenía 14 y parecía que me habían apretado con un pulgar para abajo; el famoso estirón todavía no figuraba ni por asomo y emanaba redondeces por donde se me mire. Todas las de nuestro grupo de la playa usaban bikinis triangulito y se les marcaban los huesos de la cadera. Yo seguía usando las que me elegía mi mamá en las ferias de navidad. Tenía dos obsesiones: chapar por primera vez y preguntarme todos los días cuándo me iba a venir. Él era el más alto y más grande de los varones, daba en la tecla de todos los clichés rubios pelilargos que me podían gustar. “El potro”, así lo apodamos ese verano. La versión oficial era porque una vez en una joda cantó a los gritos una canción de Rodrigo, pero cuando se iba a surfear secreteábamos la verdadera razón como si nadie se diera cuenta de que moríamos por él.
Ese día de lluvia mi vieja quizo ir a tomar café al Estrella de Mar porque había un rejunte de sus amigas de la playa. Habían mandado a toda la pendejada a tomar un helado al shopping pero yo llegué tarde. Las viejas querían hablar cosas de adultos y necesitaban borrarme del plano. Le tocaron la puerta a Benjamín, que había ido ese verano de prestado a lo de su tía, y le encajaron el paquete: yo. Me miró con cara de culo al principio pero yo me conformaba con que me esté mirando. “Vayan a ver una peli abajo, jueguen a las cartas, algo”, le dijeron. No le puso mucha cabeza al programa, se agarró de la primera orden e hizo zapping en la tele que estaba en el SUM de planta baja.
Nos sentamos en el medio del sillón: ni muy lejos ni muy cerca entre nosotros. Los dedos le bailaban arriba del control remoto y dudé si él también estaba nervioso. Cambió un par de canales y enganchó una de Marvel doblada al español. “¿Te jode?”, me preguntó y se me enredó la lengua queriendo hacerme la relajada. Seguro se podía poner subtítulos pero mi cerebro soltó la orden de decir “todo bien”. Miramos media escena y la cambió susurrando que era una verga en gallego. Puso una de las típicas de Adam Sandler.
—Esta va, ¿no? —me dijo apoyándome la mano en la rodilla. Creo que también metió un guiño de ojos y alguna que otra mueca con el labio. Yo me quedé estática, en posición de firmes cual abanderada de colegio en pleno himno. De a poco le empezaban a temblar los dedos, los movía con mucha sutileza en el lugar, como rozando sus yemas con la capa más externa de mi piel. Era como un zumbido silencioso y lento. Ninguno de los dos sacaba los ojos de la película. Yo tenía puesta una pollera corta de bambula que heredé de una prima y tenía los rulos en Saturno por la humedad. En esa época todavía no me depilaba la parte de arriba de las piernas y lo único que podía pensar era qué si le daban asco mis pelos. Él no parecía registrarlos. Parecía disociado. Por arriba, miraba la película, se reía de los chistes y tiraba comentarios sin mover la cabeza, casi sin mirarme; por abajo, una de sus manos jugaba con los bordes de mi pollera con vida propia y con la otra me había acercado más a él. Me latía todo el cuerpo. Todo.
Él se enredaba y desenredaba con mi pollera y en una de esas idas y vueltas se animó a esconder un dedo abajo de la bambula. Lo dejó ahí un rato. Después siguió el franeleo en cámara lenta. Entre mis nervios y el cuerpo enchufado a 220, sentí algo distinto. Me había venido. Estaba segura. ¿Qué era esa sensación si no? Bancame que voy al baño, le dije y miré de reojo desesperada a ver si había manchado el sillón blanco. Nada. Llego al toilette de la planta baja, me veo la bombacha. Nada. Rarísimo. Me lavé la cara, me acomodé el flequillo con humedad y me hice una media cola que sentí que me favorecía. Chequié devuelta. Nada. Seguía sintiendo algo ahí. Me busqué en el espejo casi sin poder mirarme a los ojos y traté de calmarme: es hoy. Vos podés. No la cagues. Me acomodé el pelo y salí convencida. 
No había llegado al SUM que ya sentí desde el pasillo el murmullo concentrado de todo el grupete retumbando en las paredes. Habían vuelto del shopping porque los helados estaban muy caros o algo así. Cami estaba apoyada en uno de sus hombros y Luli se había puesto del otro lado, con una pierna medio subida arriba de él. El resto de los pibes estaban dispersos en el living y un par encararon la mesa de ping pong. Lo llamaron y lo perdí. Esa noche los más grandes hacían un fogón en la playa y mi mamá no me dejó ir.



domingo, 11 de abril de 2021

Los espejos no existen

Leo con un lápiz en la mano, no me sale de otra forma. Sufro cuando me prestan libros: no puedo gritar con tres signos de admiración ni dejarle una marca cómplice al próximo lector. Soy caprichosa. Me compro el libro después de devolverlo para rayonearlo a mi gusto.

Leo con un lápiz porque es mi manera de llevar esas frases a todas partes en una especie de valija mental. Hay algunas que me las sé de memoria, no me las puedo olvidar ni aunque intente. Margarita García Robayo, una colombiana que no ubico de cara pero es básicamente todo lo que quiero ser, dice que siempre que se muda, “elige” una ventana de su nueva casa con linda luz para que sea suya: esa idea me salvó en los primeros días viviendo en mi departamento nuevo. Zambra y sus definiciones borrosas de felicidad siempre me son un mimo: “Y si alguien los hubiera visto habría pensado que esa era la felicidad: bailar en pelotas en el living, sin música, interminablemente”. Me quedo con una sensación amarga y un poco de dolor de corazón cada vez que pienso en este microcuento de Cortázar: “Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son”. Me mata eso de volver a ser lo que no soy. Leo con un lápiz porque soy (o creo ser) esas frases subrayadas: si algún día me siento perdida solo tengo que buscarme en esa biblioteca, la mía, y empezar a abrir libros al azar. Lo que elijo y lo que no de quién soy está garabateado por ahí.

Subrayo mis libros porque en el fondo hay una Susanita que espera que alguien quiera leer esas marcas para entenderla, para encontrarse con las frases que le frenaron el mundo, para hacerle doble clic. Leo con un lápiz porque es mi manera de ir dibujando un caminito a mi persona más secreta. Ahí estoy, ahí estuve todo este tiempo: en el grafito gris claro, en títulos tan imponentes como “La insoportable levedad del ser” o títulos que todavía no escribí como “Mi colección de anillos rotos”.

Leo con un lápiz porque me hago la película de que mis nietos van a heredar mis libros y van a encontrarse con esa abuela que no llegaron a conocer de joven y tal vez entiendan un poco más de dónde vienen, de dónde sale su nariz medio fea, los ojos caídos para abajo, sus rulos castaños y su imán por las palabras. Juego a que van a sentir una conexión conmigo, no como yo con mis abuelos que digo que sí a todo cuando en realidad no los estoy escuchando. Tal vez las próximas generaciones sean mejores. No lo sé. Leo con un lápiz en un acto de egoísmo puro, porque creo que en el fondo necesito que todo hable de mí. Busco las flores y los aplausos hasta cuando me imagino muerta. Me agota.

Leo con un lápiz porque necesito ir haciendo ruido para sentir que existo.

Tengo una nota en el celular que dice: “Soy el peor retrato de mí mismo”. No sé si la escuché en un bondi o si es de algún literato. Siempre vuelvo a esa nota de menos de un renglón. Me da más incertidumbre que otra cosa. Y miedo. ¿Que si en realidad esa que dejé marcada por ahí no soy yo? ¿Que si alguien se enamora de esa farsa que inventé? ¿Que si nunca se arma el rompecabezas? ¿Que si lo arman y no se parece a mí?

Leo con un lápiz porque no tengo respuestas a ninguna pregunta.

Leo con un lápiz porque es más fácil que escribir y quiero dejar mi firma en algún lado. No tengo talentos: no me salen los deportes, me da vergüenza actuar, canto solo el feliz cumpleaños y cuando escribo, miento. Todo lo que está acá puede ser mentira. No hay nada para subrayar. Mis nietos no existen y los espejos tampoco.

viernes, 19 de marzo de 2021

Las dos solas

Mi mamá sabe todo. Me ayuda con la tarea de matemática sin usar los dedos, me enseña a pintar tranquila por adentro de los bordes, conoce los detalles de las historias de princesas que me gustan. Saluda a todos los de nuestra cuadra por el nombre y siempre sabe si hay que agarrar saquito o no antes de salir de casa. Tiene curitas en la cartera para que las frutillas de mis rodillas sanen más rápido y si me duele la cabeza o la panza tiene unos remedios que son especiales, solo para mí. También tiene remedios especiales para ella. Los toma cuando llora mucho o cuando le cuesta dormir, pero esos son para grandes, me dijo. Yo creo que también los toma cuando extraña mucho aunque eso no lo dice la caja de palabras complicadas y ella me diga que estamos bien así, las dos solas. “Las dos juntas”, pienso para adentro pero no se lo digo. Las dos juntas queda más lindo.

Yo hay muchas cosas que no sé todavía. Por qué los varones no pueden usar pollera, por qué los árboles están desnudos, por qué no tenemos celulares adentro de la cabeza, por qué papá no duerme más en casa. Algún día voy a ser grande y mamá me las va a explicar, me prometió.

Es verdad que desde hace como dos inviernos, se ríe menos y se dejó de poner perfume. Está más tiempo en pijama y a veces habla en voz alta de lachedepé y dice malas palabras que no me deja repetir. Le salieron mechones grises al costado de las orejas y aunque yo me mire todos los días al espejo no me salen esos pelos blancos como a ella.

Ayer me desperté a la mitad de la noche y vi un cenicero con muchos cigarrillos aplastados, una botella de vino vacía y pañuelitos con mocos en la mesa de la cocina. Ella hablaba por teléfono en el balcón. “No vas a volver, ¿no?” fue lo único que entendí y me empezó a doler la garganta como si me la estuviesen apretando desde adentro.

Busqué en puntitas de pie las pastillas esas que le sacan la tristeza a mamá y me tomé una. En la caja quedaban 4. Volví a guardarla prolija en el fondo del primer cajón y me acosté en su cama sin hacer ruido repitiendo para adentro “las dos juntas”. Me desperté mareada porque me daba el sol del mediodía en la cara y mamá, aunque estaba dormida, me estaba abrazando. Ella siempre sabe cuando necesito un abrazo.

La intenté despertar y no me dio bola. En la mesa de luz estaba la tirita de sus pastillas vacía. Ojalá no se haya dado cuenta que le robé una cuando se tomó las que quedaban. Lo debe saber igual, mamá sabe todo. ¿O no, má?

¿Mamá?

domingo, 21 de febrero de 2021

El sindicato

Un martes me largué a llorar lavando los platos. Ese fue el día que me uní al sindicato de las amas de casa infelices. Mi bautismo se hizo oficial con la entrada al grupo de Whatsapp. Damas de Casa y una copita de vinito rezaba el título que, como un paraguas, amparaba a todas, reunidas, pegadas, hermanadas, contra los desvaríos del contexto.

La que tuvo la iniciativa de sumarme fue Claudia, mi vecina. Compartimos medianera y le pusimos una ligustrina para que quede más estético. Más armónico, feng shui, ruido visual y no sé qué más me dijo Claudia cuando se me apareció, invasiva, por el costado de casa. Coincido cien por cien, le dije yo con mi mejor cara de primera dama, apretando los cachetes, asintiendo suavecito y sonriendo en línea recta; al poco tiempo de vivir en Los Naranjos ya había perfeccionado la expresión hasta -casi- parecer una nativa.

El primer día que la conocí me dio un paneo general de todo el barrio. Chismes, apodos, normas de comportamiento que tenía que saber. Lo importante. De a poco y en distintos eventos me fue presentando en persona a todas las integrantes del sindicato que ya me había dado a conocer a través de cuentos de mala fe. Ahí viene la del marido falopero, me susurraba para adentro con sus ojos verdes, saltones y llenos de rimmel grumoso. Automáticamente yo sabía de quién me estaba hablando y tenía una pauta para saber qué sí y qué no. Porque con Claudia aprendí que lo que uno calla es más importante que lo que uno dice y gracias a ella pasé con honores la ronda de primeras impresiones.

Ella quería saber cómo lo conocí a Matías, mi marido. Siempre que podía sacaba data de cómo era la dinámica acá en casa y si nos decíamos cosas como gordi o amor mío. La primera vez que salí con él, le contaba a Claudia, conoció a mi familia de una y lo demás salió solo. Hubo una segunda parte casi involuntaria, improvisada, en esa cita de inauguración. Dos birras cada uno, un par de carcajadas en voz alta, qué linda sos y la cuenta por favor. Estábamos por volver del bar y mi celular vibró fuerte con el nombre de mi hermano. Me hice la boluda dos veces y a la tercera atendí. No me solía llamar de noche y mucho menos un día de semana. Hola, sí, qué tal, sí, soy yo.
—Es la enfermería de un boliche —le conté a Matías tapando el micrófono del celular.
Juan Ignacio estaba en una fiestita de egresados y en plena fase de rebeldía, excesos y toda la bola, había tomado de más. Estábamos cerca así que partimos al rescate. Hecho el tramiterío para llevarme al menor de edad ebrio, cayó la vieja. Así que ahí sin más, se conocieron. Mamá, Tute. Tute, mamá. Coni, mi madre, es conocida por ser una radio. La mujer puede hablar largo y tendido con una planta, el cajero de un supermercado, un bebé de 2 años e, inclusive, un pobre pibe que acababa de conocer. Juanchi estaba en el nivel de pedo babosa, ese que no tiene articulaciones ni hilos conductores. Había pasado por todos los estados: el “esto no me pega”, el “es la mejor noche de mi vida”, el pedo un poco violento, el famoso “cómo te quiero, hermano” hasta llegar al momento icónico, deplorable y del que probablemente no hay retorno: abrazar el tacho de basura de un boliche. Terminó el rescate con los cuatro en casa y cuando se fueron todos a dormir, Matías me robó lo que se congeló en el recuerdo como nuestro primer beso. Ese día me gustó todo de él: su inteligencia práctica, su espontaneidad, el hecho de que se haya parlado a mi vieja con una sonrisa y, sobre todo, lo que más me gustó fue ese beso. Mi vieja en el café de la mañana, el día después, me retó porque no le avisé que estaba con compañía y ella había ido sin tapaojeras y con el camisón debajo del tapado. No le llegué a responder y con una sonrisa de oreja a oreja me preguntó de qué signo era. “Me encanta un ariano para vos”, dijo después.

Ni el horóscopo ni la predicción más pesimista me hubiesen advertido de que esa inteligencia práctica se iba a volver frialdad; la espontaneidad y la charla políticamente correcta, en conveniencia; y, que, ya pasado el quinto aniversario de casados, el cariño físico se redujo a cumpleaños y efemérides varios, dejó de ser gratis y al azar. No había forma que mi yo veinteañera, tan virgen de desilusiones y cargada de expectativas, hubiese visto venir esa evolución del -abro signo de preguntas- amor. Tal vez hubo señales a lo largo del camino y no las supe registrar, ni yo ni nadie. Matías nos tenía embelesados; cayó tan bien al principio que se compró mi lealtad y la de mi familia en tiempo récord.

Nos gustaba escuchar conversaciones vecinas de rebote, no necesitábamos mucho más que eso al principio para divertirnos. Cuando cumplimos un mes de novios fuimos a un restaurant cerca de casa. En la mesa de al lado había una pareja de viejos pidiendo la cuenta, le estaban contando al mozo una anécdota de un cumpleaños sorpresa para uno de sus nietos que salió mal. El mozo se reía genuinamente, no por compromiso. Era una carcajada real, de esas que salen de la panza. Me acuerdo que me dieron ganas de ser como ellos cuando sea grande. Pagaron y se fueron caminando de la mano. El cuento a medias nos sirvió de inspiración barata para imaginarnos a nosotros más grises y blanditos, con infinitos pliegues en la piel. Jugamos a ser ellos porque a Matías también le habían dado ganas. “Dale, querida, apurate”, me dijo en un susurro áspero, frunciendo el ceño mientras señalaba su reloj y encaraba la salida. Yo me reía en mi mejor carcajada de setentona. Había algo en su mirada bruta, sincera, que se mantenía vigente con el supuesto pasar del tiempo. Nos sentamos en la vereda a ser testigos de la madrugada, Dalís pincelando un cuadro con recuerdos derretidos que todavía no habíamos vivido. Hubo algún que otro beso pasajero pero siempre concentrados en no romper la nube de teorías tibias, cálidas, que estábamos diagramando. Teorías efímeras pero concretas. Perfumadas con olor a jazmín. Hasta pensamos un hipotético árbol genealógico y alguna sorpresa de cumpleaños que podía llegar a fallar. Fuimos raíces, techo. Fuimos familia. Cómplices del amanecer, teñidos de dorado y en silencio, le guiñamos un ojo al destino y caminamos a casa. Caminamos de la mano, pero creo que le dimos la espalda a la dirección correcta y en algún momento nos perdimos.

Mirando en retrospectiva, le decía yo a Claudia, puede ser que sí, que las señales estaban ahí. Cuando todavía seguíamos haciendo el baile de la cuenta hubo una pequeña advertencia, un ruidito que desentonó pero ignoré. En pleno juego del pago-yo, no-dejá-yo-te-invité, no-enserio, bueno-está-bien-vos-la-propina, tuve un mini instante epifánico. Él pagó el vino que tomamos en una vereda de Caballito, en mesitas de plástico, en sillas de plástico, en vasos -también- de plástico. Yo dejé 100 pesos para la propina porque hace poco había cobrado y me sentía generosa. La moza se confundió en algo mínimo al final y él hizo jugar mi billete de Roca diciendo en un inglés británico muy bien pronunciado: “oh, oh, no tip for the girl”, y metió mi aporte en su billetera. Me puso incómoda pero me reí para quedar bien. Esa noche volví a casa y soñé que le cortaba. Cuando me desperté decidí que iba a dejar que fluya y así fluimos por muchos, muchos, años más.

Nuestra vida en Los Naranjos era una obra de teatro de mal gusto pero eso no se lo conté a Claudia de una. Desencontrados en el deseo, discutiendo si azúcar o edulcorante en las recetas y solitarios, cada uno con un momento de soliloquio, monologueábamos sin escucharnos. Me dio pudor contarle eso. También había algo de resignación, de no aceptarlo. De no aceptarnos. Por eso es que de una no me agregaron al grupo de Whatsapp de las infelices. Pero Claudia era viva, era bicha, tenía un sexto sentido para olfatear a las suyas y de a poco me sacó la ficha. De hecho, estoy segura que nos escuchó pelearnos más de una vez porque que las paredes de casa no son muy gruesas y, las pocas veces que me levantó la voz, lo hizo con determinación. Igual Claudia siempre fue muy prudente con eso, nunca hizo referencia directa a algo que haya escuchado de rebote, que no le haya contado yo. Y tampoco es que discutíamos tanto con Matías, lo que en cierto punto me molestaba un poco más. La indiferencia era peor.

A veces lo pincho un poco, a ver si reacciona, le conté a Claudia y se rió de costado. Se sacó los anteojos de sol para responderme pausado mirándome a los ojos. “Ay, gordita, todas lo hacemos”, me dijo. Me acomodó un mechón de pelo atrás de la oreja. Supongo que creyó que me estaba dando tranquilidad, no sé. ¿Quién era ese todas? ¿Las infelices? ¿Las de los matrimonios rotos?

En el grupo había, sin contarme a mí, cuatro minas en sus treintaitantos. Y Claudia, la administradora, la única arriba de los 40. Divorciada, con dos mellizos que desde que empezaron la facultad vivían en la casa del padre. Se quedó embarazada de muy chica y se casó de apuro con el noviecito de turno porque la familia de él, unos doble apellido de Recoleta, no podían con el qué dirán. El matrimonio duró hasta que los chicos festejaron sus 12 años y ella se llevó una torta de guita. Nunca me dio mucho detalle sobre el tema pero se puede ver perfectamente en sus tetas hechas, la casa de tres pisos con pileta que nadie usa, las mucamas con asistencia perfecta hasta los fines de semana -que más que ir a limpiar, le brindan compañía- y la camioneta Dodge, siempre impecable, estacionada en su garage.

El resto era un mix interesante. Camila, una mami fit que iba al gimnasio cinco veces a la semana para descargar la bronca que se comía en silencio desde que se enteró que su marido la cagaba. La Tana, una abogada que supo ser muy exitosa en lo suyo pero que ahora organizaba eventos de tanto en tanto porque el marido le pidió que renuncie. ¿La razón? Porque ganaba más que él. Mechi, una viuda reciente que no hablaba casi nunca y salía de su casa solo para ir al mercadito del barrio. Pilar, la que estaba casada con el falopero (y, creo yo, también adicto al juego). Y, por último, Luisa, la más pendeja, la más flaca, la más hegemónica: la que le metía los cuernos al marido con todo macho que entre en su radar para llenar el vacío de sentirse invisible.

Las Damas de Casa tenían una dinámica diagramada para acompañar en la soledad e ingratitud ajena. Pero a pesar de que los chistes y los consejos de autoayuda eran constantes, su caballito de batalla eran las juntadas de los martes. El sindicato se reunía con copa de vino en mano y no había marido, ni hijo, ni ex (muerto o vivo) que pudiera impedirlo. Ese martes que me largué a llorar frente a una pila de platos sucios, hablé con Claudia y propuso mi incorporación al grupo. A algunas les sorprendió, pensaron que yo era del bando de las que la pegaron en la vida. Qué ilusas.

Esa misma noche, Claudia estaba afuera de casa tocando bocina con su Dodge para que vayamos juntas al Club House. Les conté mi historia y me compartieron de su tinto. Les hablé de Matías, del silencio de casa, hasta les conté el episodio de la propina. Ellas me contaron en primera persona lo que Claudia me había resumido en charlas de vereda. Eran buena gente. Luisa y la Tana lloraron un poco y tres Malbecs después, solo se escuchaban carcajadas. Ahí no eran tan infelices; tal vez un poco alcohólicas pero, aunque sea por un rato, infelices no.

Les conté también que yo quería tener hijos y que Matías no quería saber nada. Es mi culpa igual, aclaré rápido. Él me había sido muy franco cuando cumplimos tres años de novios y la cosa se había puesto más seria. Fue un baldazo de agua fría. Hice un mini ping pong de pros y contras en mi mente y al final la variable que empardó fue, lamentablemente, el miedo a quedarme sola. El miedo a quedarme sola para siempre. Creo que desde ese día guardo un poco de resentimiento. No quería sentir que esos últimos tres años habían sido una pérdida de tiempo, un desperdicio, no sé. Sentí que si le cortaba había muchas chances de que no vuelva a encontrar a otra persona. Lo decía en voz alta y me daba cuenta que era una boludez. Claudia me lo confirmó, me dijo que sí, que efectivamente era una boludez. Claudia era así, medio bruta pero sincera. Y así fue cómo resigné el ser madre con tal de tener un compañero y ahora ya no le podía decir nada porque el que avisa no traiciona y él me había avisado.
—Los estrategas son los peores —dijo Cami mientras descargaba la cenizas del cigarrillo en el cenicero. Todas asentían.
—Es que él no es malo —suspiré hondo dos veces antes de seguir hablando—, solo que...
—¿Solo que qué? —interrumpió la Tana. Debe haber sido una excelente abogada.
—No estamos enamorados.
Abrimos otra botella.

Volví caminando a casa. Claudia insistió que me suba a su camioneta y después de un rato de tire y afloje entendió que necesitaba caminar. Airear. Pensar. Me acordé que mi vieja solía contar que en su primer año de casada, recién mudada a otra provincia siguiendo a papá en su laburo, anotó que solo hubo 11 días nublados. Me lo había dicho una vez hace mucho, a modo anecdótico, y nunca me lo olvidé.

Caminé un rato más. Seguía pensando en los 11 días nublados en un año. Me empezó a llamar la atención que no me haya contado que fueron 344 días de sol. La pobre porteña encerrada en San Juan extrañaba la humedad que le inflaba el pelo, el pegote en la piel los días de calor subida a la línea D y, sobre todas las cosas, añoraba los domingos de lluvia que ameritaban estar todo el día en pijama. Supongo que ese registro del clima no era más que un débil grito de nostalgia.

Hace poco había pasado más de una semana en Los Naranjos sin que salga el sol. Fueron días fríos, grises. Bajos de energía. Yo me excusé con que el clima no aportaba y me di de baja de varios programas que no me tentaban. Era un sentimiento colectivo, legítimo. Una excusa válida. Supongo que la vieja habrá extrañado no poder echarle la culpa al día nublado para disfrazar sus pocas ganas de estar ahí. Supongo que durante un año esperó un changüí de arriba que le regale la posibilidad de descansar, de decir basta por un ratito, de volver a lo cómodo y conocido. De poner pausa al frenesí de una rutina que no sentía propia, que no la tenía contenta. Supongo que se debería haber dado cuenta que había algo que no estaba funcionando y no era precisamente el clima. ​

Supongo que yo debería haber entendido que entre mis papás algo estaba roto y que, también, me habían dado señales a lo largo de mi infancia. No entiendo por qué me sorprendí tanto cuando me anunciaron lo inevitable y volvimos con mamá a Buenos Aires, por qué me costó tanto lidiar con el asunto. Su agenda lo tenía anotado, lo había visto venir allá por 1982: en ese primer año de casados hubo solo 11 días nublados.

También hubo 344 días de sol; aunque eso no importó. No se puede cambiar el título de esa historia. Algunos dicen que el destino está escrito y lo buscan desesperados en la palma de una mano, en el cosmos o en árboles genealógicos infinitos... y todo este tiempo había estado anotado con tinta azul en el margen de un cuadernito Rivadavia perdido entre cajas de mudanza. Con letras desprolijas, chiquitas, garabateadas casi al azar. Hay verdades que se esconden en jeroglíficos intraducibles al qwerty pero también supongo que quedan algunos márgenes sin escribir. Mamá se dio cuenta tarde de eso, pero se dio cuenta al fin.

Siempre tuve miedo de espejar esa historia, la de mis papás. Eso tampoco se lo conté a Claudia. No quería sumarle otro matrimonio fracasado al historial de nuestro apellido. No quería ser otra mina sola. Y por no querer heredar ese titular en mayúsculas, la copié inconscientemente en todo lo otro. Lo de ignorar las señales, lo de negadora. Yo no estaba aislada en otra provincia ni conté la cantidad de días lluviosos en un año, pero sí estaba encerrada en una casa que me quedaba grande, sintiéndome ajena a mi propia vida y conformándome con la idea de que el amor sea sinónimo de piloto automático. Me senté en la vereda y me puso piel de gallina preguntarme en cómo llegué hasta ahí. A Los Naranjos, a elegir a Matías. A esa vida conformista, de revista, estática y estética. Vacía y aburrida.

Cuando mamá y papá se peleaban cerraban la puerta de su cuarto pero los escuchábamos igual. Me daba mucha bronca no poder cerrar las orejas, no poder apagar el sonido. Metía la cabeza abajo de la almohada y apretaba con fuerza para desaparecerme, flotar en algún universo subalterno, onírico, lejos de ahí. Se me hacía imposible detectar el momento exacto en que empezaban a discutir. Qué rica está la comida, pasame la sal, qué onda la oficina y no sé cómo, cinco oraciones después, el tono había escalado. Juanchi se metía en mi cama y llorábamos hasta quedarnos dormidos. Una de esas noches de frío nos juramos que no íbamos a dejar que nuestras vida sean eso. Perdón a esa chiquita sin paletas, una vez más la decepcioné.

Repasé mentalmente ese martes cargado. Todo empezó mientras lavaba los platos porque me acordé de cuando lo conocí a Matías. Estaba terminando mi primer año de facultad. Yo hacía teatro con su primo, éramos pareja en la ficción. Me vio en esa obra y le pidió mi número. Me acordé que tenía un carry on con las cosas de Irene, mi personaje. Lo llevaba siempre en el baúl del auto y la mayoría del tiempo me olvidaba que estaba ahí. Los miércoles a la noche y algunos domingos al mediodía, Irene me dejaba abrirlo y jugaba a ser ella por un rato. Me prestaba sus zapatos para que se los camine. Usaba su vestido, me peleaba con su marido, ordenaba las cosas de su hijo y, por un rato cortito, chancleteaba sus pantuflas. Me caía bien Irene pero me daba pena. Me parecía que no era feliz, que no estaba conforme. Tenía la sensación de que se había acostumbrado a que algo no funcione y ya no era más consciente de ese ruidito interno que te avisa que cambies algo. Pobre Irene. Había naturalizado que la maltraten, se había enajenado. Había perdido su identidad. Yo se la buscaba, le prestaba carácter y gesticulaciones pero su modus operandi ganaba todas las pulseadas: sumisa, volvía a ordenar en silencio.

Mientras más usaba sus cosas me daba cuenta cuánto más cómoda me quedaba mi ropa. Me gustaba abrir su carry on porque significaba que podía quererla hasta cansarme, guardar todo devuelta donde corresponde y distanciarme de ella con un cierre y un candado azul que había encontrado por ahí. Sabía que nadie me lo iba a robar pero igual lo cerraba cuidadosamente con candado.

Algún día me debo haber olvidado de cerrar esa valijita porque, sin darme cuenta, Irene se había expandido. Estaba desparramada en mi vida. Me encontré siendo ella un martes al mediodía frente a una pila de platos sucios. Por eso lloré y por eso me agregaron a ese grupo de minas solitarias en el que odié sentirme cómoda.

Cuando llegué a casa Matías estaba tirado en el sillón escuchando un podcast de finanzas. Nos dimos un beso por inercia. Insípido y sin amor. Lo miré un rato, él no me miró. Qué pasa, me dijo de reojo. Yo lagrimeaba en silencio. Me quiero separar. Me preguntó por qué y no se lo supe explicar bien. No quiero ser más infeliz, no quiero ser más infeliz, repetía yo, como una especie de mantra, entre sollozos.
—¿No sos feliz? —preguntó sin parpadear.
—¿Vos sí?

Nos miramos fijo. Se escuchaba muy fuerte el silencio. Los dos nos mordimos el labio de abajo; yo para no llorar, él no sé porqué.

martes, 9 de febrero de 2021

Solfa

El pasto estaba pinchudo pero nos acostamos panza arriba a mirar las estrellas. Mirar las estrellas es un decir porque estaba nublado e igual tampoco íbamos a encontrar tantas en una placita rodeada de edificios altísimos. Como mucho me podría haber hecho la canchera reconociendo la Cruz del Sur o inventando alguna constelación con un nombre tipo el minotauro o el escorpión, pero no mucho más. Tampoco te podía hablar de las cumulonimbus o esa terminología inútil de nubes que aprendí en primaria porque el cielo era una gran masa uniforme color azul profundo y grisáceo. Vos quisiste que nos quedemos ahí, que respiremos el olorcito a pasto medio mojado, que nos refresque el viento que silbaba pre tormenta. En ningún momento pensé en agarrar un paraguas porque a vos mojarte no te parecía un problema y me suele gustar cómo te tomás la vida en solfa. Cerré los ojos para concentrarme en lo que estaba por largarse, traté de ignorar tupresenciatuolortumirada y conectarme con algo más grande que nosotros, como me habías propuesto. Cada tanto te pispeaba de reojo a ver qué tan metido estabas. Siempre me estabas mirando y parecías no disimular. Te agarré la mano y me quedé en silencio. De lejos se escuchaban autos, voces desarmadas y algún que otro perro. También se escuchaban nuestros latidos que, para esa época, ya estaban sincronizados. Cayeron un par de gotas y escondieron mis lagrimitas de haber conseguido, finalmente, la sensación de estar en paz.

lunes, 25 de enero de 2021

Ramas

Terminamos de comer un omelette hecho en el microondas y me ganaste de mano para lavar los platos. Se escuchaba a tu vecina hablando a los gritos por el balcón. Estaba en altavoz con otra vieja, parecía ser la socia de un emprendimiento de decoraciones o remeras medio cliché.
—Hagamos una que diga yo te quiero con limón y saaaal —desafinaba con énfasis y nulo percate del mundo exterior.
Vos un poco que te reías y otro poco que te daba vergüenza. Reunía todas las características para ser un personaje de una comedia teatral bien bien argenta. Te hice señas de silencio para que me dejes escucharlas y seguiste enjuagando los pocos trastos sucios que quedaban silbando bajito.

La conversación de las viejas se iba desviando sin criterio: de enumerar los 12 signos del zodíaco para estampar remeras al novio de una sobrina que sabe hablar ucraniano a la teoría de los terraplanistas explicada por alguien de la radio, sin escalas. Empecé siguiéndoles el hilo pero de a poco me fui yendo por mis propias ramas. Lo único que podía pensar era en cómo hace un rato sonaba Parcels y que la luz amarillenta de tu cuarto podía ser parte del videoclip. Nosotros flotábamos sin hacer caso omiso de la melodía de fondo pero estoy segura que vibrábamos a ritmo. Me enredé en un loop secreto de detalles muy tuyos, muy nuestros, mientras tu vecina seguía monologueando de fondo sobre que Shakira bajó la calidad de sus letras desde que no está con Antonito De La Rúa. 

Me tildé pensando en cada uno de tus tatuajes, siempre me dieron intriga. Sobretodo el que tenés en las costillas. Lo vi la primera vez que estuvimos juntos y me dieron ganas de pegarme lo más que pueda a vos como para calcármelo en la piel. Nunca me animé a preguntarte qué significan. Tenés mucha info en el cuerpo y preferí esperar a que vos elijas contarme -o no- de qué tratan esos garabatos que vestís en todos lados. Los repasé mentalmente mientras te pispeaba silbando de reojo hasta que la vieja pegó un grito y se quejó de algo que la mojó.
—¡O está lloviendo o es un perro meando del cielo! —coronó. Nos miramos y nos tentamos.

Cerraste la ventana y me dijiste que se terminó la función. Me agarraste de la mano y caminamos en cámara lenta hasta tu cuarto. Te sacaste la remera, volví a ver ese símbolo místico en líneas negras y finitas, esa especie de árbol otoñal con ramas que forman otra cosa. Lo recorrí con mi dedo índice como si lo estuviera remarcando, como si quisiera aprendérmelo para poder estamparlo en otro lado. Sin moverte demasiado, te estiraste y me pasaste el portarretrato de tu mesa de luz: reconocí el dibujo al instante en la popa del barco; al que no reconocí fue al hombre de remera manga corta y ojotas sonriéndole a la cámara. Me imaginé que era tu papá, no solemos hablar mucho de él. Como si fuésemos una película muda, nos acercaste todavía más la foto y señalaste la tinta negra que se colaba por abajo de la remera. Tiene un aire a vos y cara de bueno.

Devolviste el portarretrato a su lugar y soltaste la lengua. Me contaste su historia, la tuya. Que le gustaba dibujar, que su lugar en el mundo era el río, que silbaba cuando estaba contento. Cómo conoció a tu vieja y le cambió la vida. Que caminaban siempre de la mano. Cuántos años tenías cuando partió. Que te hacés el que no, pero que lo extrañás todos los días. Que la vecina de arriba fue con él al colegio y aunque no te la fumes, una vez por mes subís a que te cuente anécdotas. También me pediste que algún día escriba un cuento de él, que te gustaría regalárselo a tu vieja. Me parece muy bien, te dije. Todavía no sé cómo empezarlo ni cómo hacerle justicia. Mientras tanto, este es para vos. Te cuento que vos también silbás cuando estás contento. 

lunes, 4 de enero de 2021

Protagonista

No le puedo poner número a la cantidad de veces que me pediste ser el protagonista de una de mis historias. Me cansé de explicarte que no funciona así y que, además, no te convenía. No te importaba, me decías. Te encaprichaste con que querías ver tu nombre, tu cabeza rapada, la manera que tenías de agarrarme la mano cuando cruzábamos la calle y tus imanes de personajes de Pulp Fiction garabateados en mi cursiva desprolija. Reclamabas inmortalidad en mis cuadernos. Que ojo con lo que deseás, que lo que pedimos en voz alta tiene una potencia especial, que de tanto repetir algo se puede cumplir, intenté advertirte en vano. “Es la idea”, me decías mientras tratabas de resaltar algún gesto heroico que valga la pena dedicarle unas líneas.

Felicitaciones, conseguiste el papel principal. Lástima que no estuviste prestando atención. En todo este tiempo no te diste cuenta que solo escribo cuentos sobre desamor.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Spam

Mi terapeuta me mandó a escribir. A escribirte. Se supone que ayuda a sanar. Y puede que funcione, me entusiasma la idea de romper la pared que nos separa de un trompazo. Estoy harta de hablar sola, de latigarme, de fomentar el discurso que me victimiza sin que ni siquiera te enteres. Creo que ella también se hartó de escucharme y por eso quiere que cambie el destinatario. Te vendría bien escucharlo, así entendés que lo que hacés tiene consecuencias. Me encantaría putearte en la cara casi que escupiendo en todas las pés. Decir todo lo que pienso sin reparos. No tener miedo a que te enojes conmigo por enojarme con vos. ¿Qué clase de mecanismo macabro es ese?

Una vez me dijiste que nunca habías sentido algo por mí, que lo nuestro fue solo mío. Creo que muy en el fondo quisiste pedirme perdón por confundirme tanto, por necesitar reafirmar constantemente que yo iba a seguir atrás tuyo. Que me iba a reír de tus chistes malos, que iba a responder tus preguntas googleables. Que iba a escuchar tus teorías infundadas cuando ya nadie te estaba prestando atención. Ahí hay una clave: necesitabas atención, no me necesitabas a mí. Pero no te importó volverme loca en el proceso. No. No te importó todo lo que yo iba resignando con tal de tenerte cerca. Alimentaste expectativas de la manera más egoísta que conozco. ¿Será que en el fondo sos un inseguro? ¿Que necesitaste romperme íntegra con tal de sentirte un poquito mejor? Te felicito, lo lograste. No sé si ahora te sentirás más lleno o más alto, más grande. Más hombre. Subrayemos lo de sentirte, la parte subjetiva de la cuestión, porque en la práctica no sos nada de eso. Alguien tendría que decirte que sos un cagón y también una mierdita. No voy a ser yo la que te lo diga igual, solo dejame pensarlo, permitime la sana catarsis. Creo que te diste cuenta en un momento, creo que intentaste de una forma muy lavada y tibia esbozar una especie de perdón, pero te quedaste a mitad de camino. No fue suficiente. Siempre te faltan 5 pal peso, no entiendo por qué no me di cuenta antes.

Tampoco entiendo por qué me siento tan rota por adentro. Tan fragil, chiquita, débil. Endeble. Me siento insulsa, reemplazable. Siento que nunca me voy a curar del mal de amores pero al mismo tiempo me siento una fracasada porque eso no fue amor. ¿Se puede extrañar lo que no fue? Igual no te confundas, no extraño nada de vos. No me hacés sentir bien, nunca me hiciste bien. Me hiciste sentir insegura e indeseada, me hiciste querer ser algo distinto a lo que soy. Me hiciste sentir fea, gorda, poca cosa. Inquerible. Me hiciste querer tener otra risa y otras convicciones morales. Me hiciste sentir una imbécil por no saber contar bien los remates de los chistes. Me hiciste hacerme fan de bandas que no me gustan; o tal vez esa solo fui yo queriendo buscar una personalidad más digna para vos. Entiendo que también fue mi culpa. Me hiciste sentir minúscula, “el último orejón del tarro”. Eso. Me hiciste sentir la última en la fila. Invisible. Me robaste hasta a mi mejor amiga: hasta ella te elige a vos por sobre mí. Me sacaste la seguridad, la personalidad, la confianza en que valgo la pena. “Valer la pena”: creo que ninguna persona la vale y aún así te la dedico. A mi pena, digo. Mi pena tiene nombre y apellido. Tiene tu número de documento. Me siento sola y siento que la sensación es eterna: tengo miedo de que estas emociones atragantadas duren para siempre. Ojalá no. Ojalá algún día seas un recuerdo lejano, ojalá algún día me acuerde de vos con una sonrisa y diga “já, era tan joven”. Ojalá nos crucemos en algo que se sienta como otra vida y me des lo mismo. Deseo poder serte indiferente algún día. Ni siquiera deseo que me veas feliz, con alguien mejor que vos, con las tetas hechas, con un mega trabajo: nada de eso me interesa porque lo que más deseo es que me des lo mismo. Que te pueda cruzar en chancletas y rodete bajando al chino y saludarnos como se saludan dos personas que se conocen “de la vida”. Al pasar. Deseo que algún día dejes de tener tanto poder sobre mí. Ser libre de vos y todo ese barro que me haces sentir. Aunque no lo hagas a propósito, porque eso es lo peor. Vos con suerte te acordás de mí en mi cumpleaños y esa indiferencia es lo que más me acuchilla. ¿Cómo puede ser lo poco que valí para vos? ¿Cómo puede ser que esa nada me siga lastimando tanto?

Últimamente casi que no lloro pero cuando digo tu nombre en voz alta me explotan las lágrimas, las escupo. Quiero agarrarme el corazón y hacérmelo bollito con las dos manos para que me deje de doler y no es metáfora. Literal me duele el pecho cuando pienso en vos, me duele eso que late, siento que se me deshace. Que me deshago. Que me borrás, me sacás todo lo bueno que tengo, que me llevás a la sombra, que me hacés desaparecer. Estoy sola. Y no quiero estar con vos. Solo quiero que me liberes. No quiero llorar más por vos. Quiero entender que el amor es otra cosa, que no puede ser esto. Quiero quererme. Devolverme la seguridad, las ganas de comerme el mundo. Quiero animarme a no estar sola como mecanismo de defensa. Quiero ser libre de vos.

Una vez que abro la canilla no puedo parar. Una vez que te doy lugar no basta con escribir de un tirón todas mis emociones. Sigo triste. Sigo con dolor. No sé qué hacer para que se vaya. Para que te vayas. Esta es la única manera que conozco y me desborda cuando no es suficiente. No me queda otra que atravesar el sentimiento pero es una mierda. No me gusta sentirme así. Me siento una pelotuda por seguir llorando por vos. Me da hasta risa. Soy patética. Ni siquiera puedo estar triste en paz. Ni eso me das.

Tal vez algún día te mande esto. Tal vez hasta te lo diga en la cara. Por ahora voy a seguir escribiendo, por lo menos hasta que se me terminen las lágrimas.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Pasas de uva

Me das la sensación de no hacer pie en la pileta. Con vos nunca sé. Sos un rompecabezas que vino sin caja, me diste un montón de piezas inconexas que no sé cómo armar. Un enigma hecho a mi medida que, para variar, me sacó la ficha de una. No dejé nada a la imaginación. De entrada supiste que soy un manojito de palabras y piel de gallina. Tengo la risa fácil, como limón como si fuese una naranja y bailo en la cocina mientras espero que hierva la pava eléctrica. Me olvido los finales de las películas pero tengo memoria infalible para las fechas. Escucho canciones en loop por días enteros. Me despierto antes que la alarma y cuando tengo sueño no lo puedo disimular. Prefiero leer cuentos antes que novelas, si tengo que pedir helado voy por banana split y pistaccho, a veces rapeo sola en el auto, no me sale hablar sin mover las manos y soy fanática de las siestas al sol. Paseo un cuadernito chiquito a todos lados por si las dudas pero los textos que más me gustan los escribí garabateando en servilletas de mala calidad. Amo los micrófonos y me encantaría saber cantar. Siempre tengo los dedos congelados, no importa la estación ni el clima. Nunca no me tienta comer queso. No hace falta que te cuente todo eso porque ya lo sabés; ya me sabés toda.
No sabría cómo describirte a vos. Simplemente sos. Estás. Querés. Tu simpleza me resulta compleja porque no estoy acostumbrada a que los vínculos vengan tan aceitados. Cuando estoy con vos siento que no hago pie, por eso voy despacito. Voy despacito porque me da miedo llegar a lo hondo y darme cuenta que tengo los dedos como pasas de uva y que igual no quiero salir. 

martes, 10 de noviembre de 2020

Cajón vacío

La mina de la farmacia tenía las uñas pintadas de fucsia con formita triangular, supongo que eran esculpidas. La primera y última vez que las tuve así me pusieron una sanción en el colegio. Ella además tenía una gargantilla rosa bebé y el pelo teñido de color uva. Su barbijo beige y liso desentonaba con todo su rococó sacado de un casting de mal gusto. Le pedí la pastilla del día después sin subir mucho la voz y asintió sin prestarle mucha atención a mi uniforme de colegio que se escapaba por abajo del buzo oversize. Yo mantenía el contacto visual para disimular la vergüenza. Qué pensaba una treinteañera con pelo de fantasía era el último de los problemas que me tenían que aturdir el mediodía del lunes. Me acercó la cajita de “Plan B” —no sé si los del departamento de Marketing de ese laboratorio me caen bien o son unos conchudos— y me señaló la caja.

En la fila para pagar repasé los últimos eventos: la fiesta, su camioneta, su departamento. Una, dos, creo que tres secas. Botellas vacías, envases retornables. Una cama deshecha y un cajón vacío. Lo dimos vuelta en vano, no habían. No me acuerdo cuál de los dos fue el que dijo “ya fue, un poquito” y hay muchas chances de que haya sido yo. Hago mea culpa. Como no le iba a pedir a mi vieja que me lleve a la farmacia, me fui en el recreo del mediodía. Caminaba bajo pleno rayo de sol de las 12 mientras las lágrimas se perdían adentro del barbijo, lagrimas de bronca y culpa y miedo. Crucé con un trote medio torpe la ruta que separa el colegio de un centrito comercial con varios locales y pensé que tal vez sería más fácil si me chocaran, solo un poquito, sin mucha lesión. Podría tener un yeso en la gamba por un par de meses y estar de alta justito para el verano, no parecía tan grave el panorama. Tan grave en comparación a ser un hotel movible con forma de chisito gigante y piernas de palito para un huésped que nadie pidió ni me entra en el cuerpo.

En la caja de la farmacia pagué con la tarjeta de papá sin preguntar el monto y fui directo a la estación de servicio.
—¿Un agua nada más? —preguntó el rubio que me atendió, parecía más chico que yo.
—Sumale un atado de Marlboro Box, gracias.
—¿Documento?
Quise disimular la cara de culo y le entregué el documento vencido de una prima que podría ser mi hermana. Me la dejó pasar pero sin ningún gesto de complicidad. Le di un billete de 500 y me devolvió mucho cambio en monedas. 

Me senté en una de esas sillitas de metal duro y frío bien incómodas y pensé que la sorpresa sería de géminis. Me tragué la pastilla de una, dejé la botella casi llena en la mesa y me alejé con pasos rápidos de la escena del crimen. Saqué un fuego robado del sábado a la noche y fumé todo el camino devuelta al colegio. Cuando volví a casa, mamá me preguntó qué tal mi día y le conté que levanté matemática. 
—Estoy orgullosa de vos, hijita —dijo y me dio un beso en la frente. Se dio cuenta que me cayó una única lágrima muy embalada. Me acomodó el pelo detrás del cachete y repitió las mismas palabras que antes. Yo solo me limité a asentir. 

martes, 13 de octubre de 2020

Covid negativo

Anoche me fui de tu casa con sabor a nada. Bajaste a abrirme y ese último chau de vereda fue una coreografía que nos quedó incómoda a los dos. Apuré la despedida con la excusa de que se estaba por largar la tormenta y te colgué ese beso a la mitad. Decime la verdad: ¿qué te gusta de mí, de nosotros? Tengo serias sospechas de que te enamoraste del concepto de estar conmigo, no de lo que soy. Creo que yo también caí en ese vicio. Me gustás pero no me gusta lo que somos.

Nos faltó un clic y no hay culpas, son los famosos gajes del oficio. Yo estaba para que me duela la panza de la risa y vos querías que escuchemos tu playlist de culto en silencio tirados en tu sillón nuevo. Querías descorchar siempre tu tinto preferido y yo, probar todos los tipos de birra habidos y por haber. Si era por mí, me hubiese pasado una noche entera charlando de anécdotas de la infancia pero vos solo me hablabas de un futuro compartido y proyecciones que adjetivaste como nuestras. Fuimos demasiado contraste y no del bueno.

Me fui de tu casa con sabor a nada. ¿Será Covid o es que ya no me gustás? Quiero esperar a ver si en unos días pierdo el olfato, aunque no creo que pase. No, no creo. El silencio en tu puerta desafinó en mayúscula. No supe decirte en ese instante húmedo pre-tormenta que estoy desenganchada. Que ya no siento tu perfume porque dejé de prestarle atención a tus detalles. Que el mate lavado me aburre. Y que, aunque lo niegues, hace mucho tiempo no nos reímos en voz alta. Perdón, todo sigue teniendo gusto salvo vos. Hubiese preferido que sea Covid.

domingo, 4 de octubre de 2020

Mechón rosa

De chiquita jugaba a ser princesa, cantante, mamá. Caminaba los tacos de mi vieja aunque me quedaban enormes, hacía la mímica de fumar con lápices de colores, daba clases de lo que sea a un cuarto lleno de peluches, me metía abajo de la mesa a hacer shows todas las noches.

El playroom de mi casa de San Juan era un laboratorio: un laboratorio de piso de alfombra, hojas en blanco para dibujar y banda de juegos inventados en el momento. Me acuerdo que no me gustaba jugar a las Barbies como a mis amigas porque odiaba el después: ordenar. Ahí te das cuenta que hay cosas que no cambian porque lo sigo evitando. Una vez jugamos al ahorcado con mi hermano y yo perdí porque no sabía que la palabra psicólogo arrancaba con P. A partir de ahí creo que empecé a hacer trampa. Perdón, Mateo, hay otras cosas que por suerte sí cambiaron.

Al principio de la cuarentena me teñí un mechón de rosa y mamá me preguntó “¿te sentís libre?”. Creo que sí, le respondí. Me dio mucha pena que sea verdad. Que la libertad se reduzca a eso.

Hay algo raro en este mundo de los grandes en el que supuestamente nos tenemos que mover. Sus códigos me quedan un poco incómodos. Y entre tanta agenda, números y pretensiones mi chiquita interior se abruma. Me deja y me da mucho trabajo encontrarla. Trato de tentarla con lápices acuarelables, cuadernos nuevos a estrenar, pisos que resbalan para girar desprolijo pero aparece y en un instante se va. Se va y me deja a mí, en este cuerpo torpe y lungo, forzando algo que en algún momento salió solo. ¿En qué momento nos creímos que la creatividad no es productiva?

Me encantaría hacer mucho silencio y susurrarle un “hola, amiguita”. Decirle que la invito a casa para que venga a jugar cuando quiera. Que podemos hacer lo que a ella le divierta. Y que si no tiene ganas de jugar podemos charlar. Que me puede contar qué quiere ser de grande y que yo le prometo que esta vez la voy a escuchar con mucha mucha atención.

Y cuando ella me pregunte a mí le voy a decir que de grande quiero ser como ella. Y ahí nos vamos a abrazar y yo voy a tener el corazón más tranquilo por haberme dado cuenta de que no perdí el norte. Sí, de grande quiero ser como una chiquita. Ya no va a hacer falta teñirme otro mechón de rosa. 

viernes, 25 de septiembre de 2020

Casa

Metí retacitos de vidas pasadas en cajas por miedo de olvidarme que alguna vez fui eso, esa. Embalé y encinté con delicadeza para que ninguno de esos recuerdos frágiles se me rompan, para que no se me deshagan con el tiempo. Jugué al tetris con todo lo palpable pero lo que realmente me quise llevar no entraba en el camión de mudanza. 

Armé esta valijita de sensaciones y momentos hecha a mi medida, a escala. Esta es mi lista desordenada y desprolija del montoncito de recuerdos que no llegué a meter en cajas. Esta es mi casa, la que me voy a llevar a todos lados.

leer en el sillón del living los sábados a la manana
mis festejos de cumpleaños multitudinarios
mi rinconcito en el balcón del playroom
la luz que entra por mi ventana a la tardecita
el duraznero del fondo del jardín
los atardeceres desde mi cuarto
el ventanal enorme del comedor, la mejor vista del mundo para hacer home office
encontrarme a mitad de camino del pasillo para darnos un abrazo con mateo
la cantidad de ventanas y de paredes para cuadros
la cantidad de gente que invite a tomar birra a mi galería
los videos/tps que hicimos para la facultad en el living o en mi cuarto
los sets de fotos que armé, casa de revista
la poolparty de despedida de mateo
cuando clara se rompió la pera
la cantidad de veces que me rei con clara en todos lados
el piso de la cocina: mi lugar preferido para bailar
el piso del comedor de diario: mi lugar preferido para dormir siesta
ser la unica que tiene señala siempre en este búnker
volver del colegio y tirarme en el sillón del estar
la cantidad de veces que pasé en bolas por el ventanal grande de adelante
las luces de afuera prendidas cuando vienen visitas
el árbol de enfrente de mi cuarto
mis rositas rococó que mama cuida
la cantidad de suculentas
chocarme contra todas las paredes sabiendo lo espaciosa que es
ir a pesarme al baño de mamá a la mañana
la cantidad de veces que tomé sol en la pileta
unas birras random con matrak un martes
hacer hiphop en el playroom
que el vecino sea el ex de mi mama
los muchachos de la guardia
los mates con amigas, brownies y duque duque
ser la casa del pueblo
una convivencia que hicimos para el colegio
mucho mucho verde
la cantidad de libros y cuadros por todos lados
que azul y vicky se queden a dormir los fines de semana
el pre de pacha
joaquin y simon jugando al futbol
el principio de la pandemia y el reencuentro con el dia a dia de la casa
la cantidad de vasos que rompí aca
clara bailando tango con duque
hacerme msn y jugar a jueguitos de Facebook en las computadoras de arriba
dormir los 4 abrazados en la cama grande de mama en tiempos tristes
los baules llenos de disfraces
mi esmalte negro en el mueble de los limones
la etapa que a clara se le ocurrio pegar stickers escondidos por toda la casa
el mueble de los limones
las flores blancas
las flores rosas nuevas
los jacarandas que se ven al fondo en noviembre
estudiar en el comedor, en los silplones, en la galeria, en el jardin, en la pileta
usar marcadores para vidrios y ensuciar todo
salir a andar en rollers con gente random apenas me mudé y volver deshidratada
el tubo para la ropa sucia
el cuarto de blanco
la despensa
no saber explicar cómo llegar al baño de invitados
la cama del cuarto de servicio
las poesías de mamá
los pajaritos y el sonido de esos búhos raros
convivir con cuises
el rinconcito de plantas
escuchar las conversaciones de los vecinos
tener distintos lugares para encontrar inspiración
ver arriba argentinos a la manana antes de ir al colegio
los books que nos hicimos de pendejas
jugar en la pileta con clara
los 25 de diciembre tranca y sin corridas
la foto de mis zapatos y los de vicky tirados al lado del sillón
la luz y sombra de las escaleras
los spots de duque para tirarse al sol
los domingos con los abuelos
el jazmin del cielo en el verano eterno
ver hannah montana dos veces seguidas el mismo día
las burratas con mamá y clara
mi rutina de domingos con clara en cuarentena
ir caminando al house
la cuadra toda naranja/roja en otoño
nuestro arbolito que va a destiempo
duque acompañándonos al colegio todas las mañanas
clara jugando al guitar hero
el mosquitero roto
clara poniendole medias al perro y agarrandole la lengua cuando bostezaba
duque sentando en la mesa con nosotros en todas las comidas
la luz de la escalera prendida esperándome

saber que siempre puedo decir “vengan a casa”

miércoles, 19 de agosto de 2020

Cosquilla

Tenés las manos frías me dijiste y me las guardaste por un rato en tus bolsillos. Había un silencio suavecito y muchas pero muchas estrellas. Jugué con tus dedos lungos y escurridizos y nos escuchamos sin hablarnos. 

La noche estaba fresquita, joven, perfumada de infancia. Me crucé con tu mirada medio en pausa y me devolviste una sonrisa muy sincera. Pareciera que todo el tiempo te están haciendo cosquillas. Sos puro hoyuelo. 

Bien bien al fondo se escuchaba a alguien tarareando desprolijo y me encantó darme cuenta que en ese instante tibio de mayo, el mundo estaba lleno de gente feliz.



martes, 18 de agosto de 2020

Otra línea roja

Google Maps invadió mis notificaciones y asumió que esa mañana iba a hacer lo de siempre. “47 minutos a la Universidad del Salvador” afirmaba, omnipotente, Steve Jobs desde la ultratumba. Me dio cierta satisfacción que esté errado, no ser tan predecible. Tipié Hospital Italiano como un acto de rebeldía inútil. Mi destino aparecía a una hora y doce minutos y estaba atravesado por muchas líneas rojas en la Panamericana. Calculé que si metía un zigzag estratégico entre los autos, podía llegar en menos de una hora y coronaría una mínima victoria contra el enemigo de turno: la tecnología y sus presuposiciones, sus razonamientos fríos, su matemática llena de algoritmos que me ahogan. Qué sé yo, una amiga suele repetir que al final del día cada uno hace lo que puede y, bueno, eso fue lo que hice: lo que pude. La carrera boluda contra un aparatito me era una excusa válida para dejar de pensar en la noticia que me había desayunado hace menos de veinte minutos.

Esa mañana parecía que todo el mundo se había despertado con ganas de dominguear. Putié en silencio y creo que con un poco de envidia, yo también hubiese querido estar paseando sin apuro. Imposible. Efectivamente, había apuro: tenía que llegar antes de que Juan entre al quirófano y además, ganarle a Google Maps. La cámara lenta no era un lujo que me podía permitir. Llorar antes de tiempo, tampoco.

Hasta el peaje, bien. Avanzaba lento pero avanzaba al fin. El problema fue cuando pisé la autopista. Cientos de cacharros de metal en pausa bajo el rayo del sol de las ya ocho y treinta de la mañana me inhabilitaron. Y para colmo, el aire acondicionado. Se rompió en junio y no me había ocupado de mandarlo al taller. Problema de mi yo del futuro, había pensado. Nota mental: mi yo del pasado es una imbécil. Como para sumarle a la odisea, la patente de adelante sugería de manera muy sutil lo que estaba pensando: CRY. Qué agradable. ¿Ni en pedo un PAZ? ¿Dónde está el Dios de las señales cuando necesitás que te tire buena onda? Bajé las ventanas y decidí no hacerme drama por algo que no podía solucionar en ese momento. Basta con la paranoia de encontrarle a todo un significado de fondo. Las casualidades también existen.

Cuando los autos van a paso de hombre, mi intriga por lo que hacen los otros se disfraza de curiosidad inocente; casi como invadiendo su espacio privado. De repente, estaba demasiado metida en la conversación de mi auto vecino, un Volkswagen bordó donde una pareja que discutía. Él tenía la nariz colorada y los ojos llorosos. Ella, mirada clavada adelante, negando cualquier conexión visual. Parecía que él le estaba pidiendo perdón por algo y parecía sincero. Su fila avanzó más rápido que la mía y se me escaparon. Tenían pegado un sticker que decía bebé a bordo.

A mi derecha, había una mina hablando sola. No parecía estar conversando con el teléfono en altavoz ni ser de esas personas con la vida molestamente organizada que tienen conectado el Bluetooth al auto. Gesticulaba enfáticamente con el dedo índice, repitiendo el mismo gesto una y otra vez. Le pegó una cachetada al aire, rompió en llanto y frenó en seco. Estaba a punto de tildarla de loca hasta que levantó un papel resaltado con mucha prolijidad cada dos o tres líneas y quedó en evidencia que, claramente, era un intento de actriz. Volvió a su dedo acusador y la dejé en el espejo retrovisor. Me imaginé conectando a la pareja vecina, los del auto bordó, con el guion de esta mina. Tal vez les vendría bien un poco de drama, de estallido, de efusividad cargada de gestos e intensidad. O tal vez ellos ya tenían su propio guion y les había dictaminado que era momento de silencio. Chan. Nunca iba a saber. Tampoco es que me importaba tanto, igual. Solo que todo me resultaba más tentador que pensar en ese llamado. La imagen de él, todo entubado, postrado en la cama de un sanatorio me desarmaba de a poquito.

Dale, volvé a mirar patentes, personas, otras historias que te saquen de la suya, dale, dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Lo repetía como un mantra pero era contraproducente. A cada intento de dejar de pensarlo, la película que me estaba proyectando se volvía más nítida, más saturada.

Me acordé del día en que me di cuenta que me gustaba enserio. Era la quinta o sexta vez que salía con él y, hasta ese momento, no era tanto más que un barbudo de manos cálidas y voz profunda que me parecía interesante. A la tercera pinta ya habíamos entrado en el plano de lo filosófico y nos perseguíamos en una carrera infinita de preguntas respondidas con preguntas. Nos creíamos Sócrates, reyes del no saber. Expertos en cuestionarse. En pleno trance y charla sin silencios, no nos dimos cuenta que éramos los únicos que quedábamos en el bar, que todas las sillas estaban puestas prolijamente arriba de las mesas y que por poco no nos estaban barriendo los pies.
—Disculpen, chicos, no los quiero echar... —dijo la moza rubia con el tatuaje grande en el hombro que nos había atendido al principio.
Acusamos recibo y nos paramos. Me estaba envolviendo en la bufanda color mostaza que me compré con mi primer sueldo y Juan se me acercó sin que yo me dé cuenta.
—Tengo una pregunta más, bancá. ¿Cómo sabés cuando estás enamorado de alguien? —me susurró con picardía.

De más chica, yo había hecho la misma pregunta.
—Mamá, ¿cómo sabés cuando estás enamorado? —pregunté mientras la vieja me llevaba al colegio en el Astra con olor a nuevo y todavía vivíamos en Rivadavia.
Mamá estaba vestida de abogada y en el asiento del copiloto tenía un bolso con su ropa de pilates.
—Dale, má, quiero saber —insistí.
La vieja suspiró.
Me dio ansiedad.
—¿Qué? ¿No sabés la respuesta? —pregunté mientras invadía con la cabeza el espacio entre los asientos de adelante.
De repente fui muy consciente del silencio. A mí me habían contado que en la radio siempre había algo sonando hasta cuando es de noche y nadie la escucha; pero, en ese momento, me pareció que hasta los del programa que estaba de fondo se callaron. Fue la primera vez que me puse a pensar que, tal vez, existía una mínima chance, minúscula, de que mi mamá no tenga todas las respuestas. ¿Era posible? No era tan difícil mi pregunta, no me pareció digna de ser el golpe que la derrote. Hace poco la había visto enseñarle a dividir a Lucas y tenía todas las cuentas en la cabeza. Ni siquiera usaba los dedos. ¿Cómo que ésta no la sabía?
—Cuando te gusta mucho mucho alguien, sonreís cuando pensás en esa persona —respondió para zafar.
—Pero yo no quiero saber cuando te gusta mucho alguien. Quiero saber cuando estás enamorado, mamá.
—Bueno, hija, en cada persona es distinto.
—Y vos, ¿cómo te diste cuenta que estabas enamorada de papá?
Estaba a punto de decir algo pero se frenó.
—Cuando seas más grande te cuento.
Y con esa promesa a futuro, ganó la batalla, se regaló más tiempo. Me dejó tranquila.

Tenía la barba de Juan a pocos centímetros de mi cara y me acordé de la respuesta escapatoria de la vieja. No podía usar la misma estrategia. ¿Por qué nunca me había contestado? La moza cerró la caja con gestos bruscos y se escucharon ruidos metálicos y fríos a lo lejos. También me acordé que poco después de que en casa compraron el Astra, papá se mudó. Tal vez ella, realmente, no sabía la respuesta. Pero Juan estaba en la suya, no se dio cuenta de que yo estaba carburando a dos mil. Me dio un beso chiquito en el cuello y después uno más largo cerca de la comisura de la boca. Creo que no le había dado mucha importancia a la pregunta. Fue un esbozo borracho, un intento de chamuyo. Claro, el pibe no esperaba una respuesta, qué boluda. Terminamos de abrigarnos y, compartiendo el calor corporal, caminamos a su Gol Country. Prendió la calefacción a todo lo que da, me giró su celular para que sea la DJ y anunció que sí, que ese era el momento crucial en el que iba a juzgar mis gustos musicales. No dudé ni un segundo: Como eran las cosas, Babasónicos. Lo vi sonreír y tararearla bajito y hablamos de que tocaban dentro de poco, en noviembre. Los fui a ver el año pasado, le dije. ¿A Obras? Él también había ido. Tal vez nos rozamos en un pogo y nunca lo íbamos a saber; nos armamos toda la película, fue divertido. Nos gustó la posibilidad y la incertidumbre. Podemos ir en noviembre, dijo con frescura llegando a un semáforo en rojo. Sonreí como solo sonríen los borrachos cuando están muy contentos. Me miró. “Sos linda, che”. Me quedé helada, nunca supe responder a elogios ni tampoco sé qué hacer cuando me hago consciente del silencio. Seguía pensando que no le había respondido lo otro.
—Nunca estuve enamorada.
El semáforo se puso en verde pero él me seguía mirando fijo. Se acercó lento y me agarró la cara. Pensé que me iba a tirar la boca y me pareció poco oportuno pero no, me acomodó despacito como para poder decirme algo al oído.

Por culpa de las tres cervezas de esa noche, no me acuerdo exacto qué me dijo. Pero sí me acuerdo que supe que tenía razón. Se me empezó a nublar la vista con lágrimas. Tal vez nunca pueda re-preguntarle. Volví a visualizarlo entubado en el Italiano. Basta. Dejá de pensarlo.

—¡Pero qué hijo de una san puta! —una voz chillona reclamó mi atención. Festejé el espectáculo que cajoneó mis pensamientos a un segundo plano. No es que me solía alegrar de las desgracias ajenas, no, pero qué bien me hizo distraerme con esa vieja sacada que patoteaba a un BMW por casi chocarla. La señora tenía el pelo de peluquería, una cadena plateada que le ocupaba todo el cuello con una medalla de la Virgen y no uno, no dos, sino tres stickers religiosos que le tuneaban su chata. No sé si usará ese lenguaje con las otras paquetas de la iglesia, pero lo cierto es que su rosario de puteadas creativas fue lo único que me salvó de mi loop. Punto para la religión.

Una luz medio anaranjada me estaba encandilando y me di cuenta que no tenía los anteojos de sol en la cartera. Los dejé en el auto de Juan cuando volvíamos del campo de un amigo de él, el último fin de semana largo. ¿Se habrán roto con el choque? Qué pensamiento banal; me dio culpa y bronca haberlo pensado. Lloré sin ruido. Me dijeron que estaba bien, no hacía falta exagerar. Su hermano me dijo clarito que no me preocupe, que lo operaban a las diez, que él estaba bien. Estaba bien, listo, dejá de pensarlo. Google Maps se actualizó y decidió caprichosamente aumentar mi condena: faltaba una hora y veinticinco para llegar. Estaba queriendo ver a qué altura se despejaba la autopista y me clavaron tres bocinazos al hilo. El auto de adelante había avanzado creo, que menos de medio metro y el camión impaciente de atrás, pretendía que todos nos respiremos en la nuca. Avancé sumisa y perdí cualquier interés en buscar información que igual no podía controlar. Las lágrimas no me estaban dejando enfocar.

Me puse a repasar mentalmente nuestra última salida. Habíamos estacionamos sobre Pizarro y Albarellos y me dijo que lo anote porque nos íbamos a olvidar. Le dije que no hacía falta, que confiara en mi sentido de la ubicación. Tres horas y media después y con cuatro pintas encima no me acordaba ni el color del auto. Se podría haber enojado pero me dijo que le daba ternura cuando estaba borracha. Que le caigo bien cuando mi superyó se toma licencia. Yo también me caigo bien, le dije, y nos sentamos en una vereda cualquiera, resignados a buscar su Gol Country por un buen rato. Charlamos largo y tendido. Ahí me contó lo de su vieja. Nunca creí que me iba a dar tanta impotencia ver a alguien llorar. Y eso que lo abracé con todas mis fuerzas, todas, pero, en el momento, fui muy consciente de que no había gesto suficiente que pudiera llegar a suspender su dolor aunque sea por un instante.

Ya lo quería, pero en ese momento lo quise más. Lo quise bien, lo quise sincera, lo quise como nunca había querido a alguien. Le pregunté si todos los días pensaba en ella y asintió con la cabeza. Le pregunté si la extrañaba. Ajam. Le pregunté si estaba bien. Me agarró la mano y entrelazamos los dedos.
—Si algún día me ves de mal humor, dame un abrazo —dijo bajito y con los ojos cristalizados mirándome con timidez.
Se paró y me ofreció la mano para que me levante yo también. Caminó un par de cuadras a la izquierda y yo lo seguí sin cuestionar. Pizarro y Albarellos, dijo mientras señalaba el cartel de las calles, guiñó un ojo y me abrió la puerta. Es chamuyero hasta cuando está triste.

A la vuelta cambió de tema, estaba verborrágico. Que el partido de River, que la nueva de Woody Allen, que un libro de Sacheri. Nunca lo escuché hablar tanto y tan atolondrado. Veníamos con la onda verde hasta que nos topamos con un semáforo en rojo. Se quedó en silencio y se largó a llorar. Estacionó y me pidió que lo acompañe a caminar unas cuadras porque necesitaba despejar un poco más. Asentí y nos bajamos del auto. Empecé a seguirlo y de repente, volví sobre mis pasos. Se dio vuelta y me vio concentrada con el celular. Se acercó y miró sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo. Tenía la aplicación Notas abierta y estaba escribiendo que estacionamos en Blanco Encalada y Vidal. Me dio un abrazo de atrás, me llenó de su perfume y me susurró que no hacía falta, que le gustó perderse.
—A veces perderse sirve para encontrar otras cosas —retrucó, mientras me abrazaba más fuerte.

Caminamos sobre Vidal sin rumbo específico porque la noche estaba fresquita y lo ameritaba. Parecía cualquier día de enero en una ciudad costera con gusto a vacaciones. Me estaba contando la anécdota de la última navidad de su vieja, en la que se disfrazó de Papá Noel porque ninguno de sus familiares varones había querido ponerse el disfraz y se interrumpió.
—Che, negri...—miró sus Converse desgastadas, suspiró hondo y se dio impulso para terminar la frase que había empezado. Me confesó como con culpa que siempre supo que habíamos estacionado en Pizarro y Albarellos. Me dio ternura, pensó que yo no lo sabía. Me hice la sorprendida y seguimos caminando un rato más.

Siempre tuvo buen sentido de la ubicación. En ese momento, por ejemplo, estábamos dónde teníamos que estar.

Sonó mi celular y, con un arrebato demasiado preciso, tardé menos de una milésima de segundo en contestar. Del otro lado había silencio.
—¡¿Hola?! —dije casi gritando, desesperada para que me digan lo que sea que me tenían que decir.
—¿Qué tal? Soy Pedro de Person... —dejé de escuchar. Toqué el botón de mute cerebral y analicé las opciones. A: Mandar a cagar al pobre pelotudo de Pedro de Personal diciendo que no tengo interés en meterle los cuernos a Movistar. B: Escuchar todo el discurso que tiene armado, re-preguntar nimiedades comprometida psicóticamente con la oferta en cuestión hasta el punto que no sepa qué contestar y lo termine sacando de su guion o, en su defecto, tenga que consultar con algún superior. C: Largarme a llorar y contarle que mi chongo barra saliente barra pibito con el que me veo hace unos meses pero nunca nos pusimos un título barra la persona más buena del mundo chocó a la mañana yendo a laburar contra una camioneta, que su Gol Country tiene destrucción total y que no me dieron más detalles. No le iba a contar que el viejo no me conoce y no sabe quién soy porque me iba a ir por las ramas. ¿Qué mierda iba a hacer con el viejo cuando llegue al hospital? No lo había pensado. Lo reconocía porque todos en su familia tienen el ADN tatuado en la cara y lo había visto en una foto por el día del padre. Me imaginé presentándome, ahí, en una sala de espera con luz fría, olor a quirófano, toda despeinada y verborrágica y por un pseudo instante me dieron ganas de que los autos nunca avancen. Por lo menos, en ese pedazo de metro cuadrado en el que mi Ford Ka descansaba en punto muerto, él estaba vivo, no había nada más que un llamado telefónico que dejó mi tostada de pan negro a medio comer y mi imaginación catastrófica pero intangible al fin. De repente me di cuenta que Pedrito de Personal se había quedado callado esperando una respuesta. Fui por la opción D. “Perdón, no estoy interesada”, y corté.

El tránsito me estaba inyectado dosis cada vez más potentes de ansiedad y, muy en contra de mi voluntad racional, me comí dos uñas. No me las comía desde el colegio pero no era el día ni el lugar para juzgarme por caer en viejos hábitos. Repito. Cada uno hace lo que puede.

No tan lejos se veían dos motos de policía, una camioneta hecha acordeón y un auto, irreconocible de los golpes, panza arriba. A partir de ese punto, los conductores aceleraban y comenzaban a moverse a velocidad normal. No había nada deteniendo el tráfico, simplemente la curiosidad del argentino promedio que no puede con su genio y necesita sentirse parte de la catástrofe por lo que disminuye la marcha para mirar. Me indigné. Por principios me propuse fijar la mirada adelante y negarme a ser cómplice del chusmerío colectivo pero terminé cediendo ante la tentación y pispié muy de reojo.

Me quedé helada. El del tráfico era Juan, o sea, era su Gol Country. Era su patente FAK 101 que tanto nos hacía reír. No había ambulancia, solo policías. ¿Por qué no había ambulancias? Me odié por estar en el segundo carril izquierdo, lejos de posibles preguntas. Le dejé tres llamadas perdidas a su hermano pero no me contestó. Me temblaba la pierna del embrague, mucho. La Panamericana se había descomprimido y solo me acuerdo que pisé a fondo el Ford Ka. Me sonó el celular devuelta y me juré que si era Pedro de Personal buscando revancha, iba a ir por la opción de putearlo. El velocímetro marcaba ciento sesenta kilómetros por hora. Vi su nombre en la pantalla. Pegué un grito de emoción. Vi un camión adelante mío. Pegué un grito ahogado. Puta madre, la del tráfico voy a ser yo.

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A las 9:27 de esa mañana, Google Maps se actualizó y sumó otra línea roja a la autopista.

jueves, 6 de agosto de 2020

El asterisco

Andrea me insiste con que juguemos al qué hubiese pasado sí y estoy harta de explicarle que no le pago para eso. “La terapia no es un juego”, me repite con esa voz nasal y finita con la que me taladra cada vez que no colaboro. Yo le digo a la cara que últimamente me cae mal, que qué quiere que le diga. Que no me sirven las sesiones en las que hablamos de universos paralelos en los que yo soy más o menos infeliz. El otro día la amenacé con que me iba a auto-dar el alta y me dijo que eso no existía. Me fui de esa sesión jurándole que era la última y al jueves siguiente volví. Ninguna de las dos dijo nada al respecto. Somos pocos y nos conocemos mucho, solía decir mi vieja. Es verdad.

A veces hago su jueguito pero no le cuento. Porque lo que imagino es qué hubiese pasado si no hubiera empezado a psicoanalizarme y ser tan consciente de mis actos. A veces pienso cómo sería yo si no le pusiera tanta cabeza a las cosas. Más alegre, seguro. Tengo una teoría muy firme de que los boludos son más felices.

Tal vez no lo hubiera dejado a Lucho porque me pasaban cosas con mi jefe. O peor, lo hubiese cagado. Se me cruzó por la cabeza un par de veces, no lo voy a negar. Desistí al instante porque no toleraba la escena post-acto: contarle a Andrea, profundizar sobre qué es la culpa, debatir cuál es mi mambo con la autoridad y terminar echándole la culpa a mi madre de todos mis males. Agotador. Esa secuencia me arrestaba toda la libido y me alejaba de cualquier fantasía sexual que podía hacerme con mi jefe, por lo que, eventualmente, lo terminé dejando al pobre nabo de Luciano y renunciando un tiempito después.

Un poco que la odio a Andrea. A ella, sus anteojos colorados medio gatunos, su nariz finita y alargada, sus cuadernos ordenados alfabéticamente por paciente. Toda prolija y perfecta. En nuestra última sesión ella bajó a atender a una paciente que había llegado demasiado temprano y me paré rápido a pispear qué venía anotando en esa libretita con mi nombre en el lomo. “Necesita atención constantemente. Déficit primario. Infancia y madre*”. Me indigné. Encima le puso un asterisco a lo de la madre como si no fuese de lo único que me hablara. No es una novedad, Andy querida, tampoco es que descubriste la pólvora. Volvió y le di el tratamiento del silencio, no vaya a ser que le parezca a la señorita que quiero llamar demasiado la atención. Me quedé ahí, callada como nunca. Por adentro pensaba “tomá, Andrea, tomá”. Me anoté mentalmente que tal vez, paralelamente, podría empezar otra terapia para hablar de mi relación con Andrea. No sé si está bien que todo lo que hace me caiga mal. Podía hacer los martes con una nueva psicóloga para hablar sobre Andrea y los jueves seguir con ella para que no se dé cuenta. Un plan perfecto. Me interrumpió el fluir de pensamiento y me preguntó si ya me había cansado de querer llamar la atención y estaba lista para hablar en serio. Me pareció el colmo.

—¿Yo te caigo bien, Andy? —le pregunté así, a secas.
—¿Qué es esa pregunta?
Nos miramos. Ella anotó algo en su cuaderno.
—Nada, nada. ¿En qué estábamos antes del timbre?
—Me estabas por contar qué hubiese pasado sí... —hizo un gesto con la mano como para que le termine la frase. 

Cierto, cierto. Me acordé. Le dije todo lo que pensaba que hubiera pasado si no hubiese arrancado a verla. Hablé sin parar hasta que se hizo la hora. Después la muy forra me preguntó si quería “interrumpir nuestro tratamiento” si estaba tan disconforme. Le dije que se joda, que ahora me tiene que bancar. Jamás le pienso confesar que en realidad la necesito. Creo que lo sabe, igual. Anotó algo más en su cuaderno y lo vi clarito. Otro asterisco. Nos vemos el jueves.

viernes, 17 de julio de 2020

Descalza

Cerré la puerta de un latigazo y me alejé estampando los borcegos contra el piso. Mientras me subía al auto seguía escuchando fragmentos de sus gritos ilegibles. Puse primera y quise desaparecer. En mi radio de siempre contaron que el 21 de septiembre es el día con mayor cantidad de efémerides que tenemos los argentinos y me parecieron una manga de boludos. Sentencié el volumen a cero y me aturdí con mi propio silencio. El vozarrón de Javi me zumbaba en la oreja. “¿Me querés?”, preguntaba una y otra vez el casette en loop que me condenaba a no poder soltar la última conversación que tuvimos. El error fue mío porque la respuesta debería haber sido automática. ¿Mequerés?Sí. No me debería haber atribuído ese minuto eterno para hacerme la que estaba pensando un veredicto. ¿Lo quiero? Sí. Esa es la verdad y esa fue la decisión errónea que, en un instante, desdobló una conversación intensa a una pelea sin vuelta atrás. Vi cómo toda nuestra relación iba quedando en el espejo retrovisor. Pasé por el banquito de la plaza en el que tomamos café en nuestra primera salida. “Ir a un bar a tomar birra lo hace cualquiera...”, ese había sido su fundamento para la elección. Después me chamuyó con una supuesta cita de Winston Churchill afirmando que no hay nada que diga más de un hombre que cómo toma su café en la plaza de barrio. En el momento no le creí y después Google confirmó mis sospechas. Obvio que lo había inventado. La plaza estaba llena de gente feliz haciendo picnic. Se me aguó la mirada y el semáforo seguía pintado de rojo. A veces duele mucho frenar. Al lado de mi ventana estaba el cine al que íbamos todos los miércoles. Javier se volvió parte de mi rutina sin esfuerzo. La cartelera por afuera estaba llena de promociones especiales para aprovechar el feriado de los alumnos de secundaria. Habían tres grupitos de adolescentes puerteando, lookeados para la ocasión especial. El semáforo se puso en verde y me alejé lo más rápido que pude. La catarata de recuerdos me estaba ganando por goleada. Él, sus cigarrillos armados, su paraguas azul francia, sus anécdotas de la infancia, su manera de caminar firme por el mundo. Prendí la radio para que le haga competencia a mi taladro de pensamientos y los acordes de Agua marfil me destruyeron. Al segundo mes de conocernos nos escapamos a la costa y esa canción nos musicalizó el fin de semana largo. La cantamos comiendo galletitas con arena y tomando un mate lavado. Nos reímos hasta el dolor de panza. Confirmamos que nuestros cuerpos estaban salados. Fuimos la típica postal del amor que yo creía falsa. Javi me sacó una foto con su celular en pleno atardecer y después de verla me dijo algo así como “cagamos, me enamoré”. Nunca me la quiso mostrar, le gustaba el misterio de que haya algo mío que sea solo suyo. La verdad es que yo ya estaba hasta las manos desde el día cero y, por primera vez en la vida, no me asusté ante semejante declaración. No me debería haber ido de casa así. Puse el guiño y doblé a la derecha para retomar. Quise deshacer todas las acciones que me fueron alejando de él, de mí. Quise hacer lo que sea para desandar la última media hora y responderle lo que ya sabía y no pude decirle. Quise abrir la puerta suavecito y entrar descalza a casa.

jueves, 16 de julio de 2020

Distintos

Bauti tomaba una pastillita todas las mañanas. Apenas nos despertábamos, nos esperaban dos vasitos de plástico con tapa y bombilla en nuestra mesa de luz. El mío tenía detalles en amarillo patito y un dibujo de Twitty, el pajarito de la tele. El de Bauti era de Dexter y celeste. Era de Dexter porque era un personaje de un chico inteligente que siempre encontraba las respuestas para todo y tenía una hermana que lo molestaba a veces pero se querían, como nosotros. Teníamos que ser cuidadosos: en la tapa de su vaso para genios descansaba siempre su pastillita blanca. Una vez lo volqué antes de que llegue a tomarla y mamá vino en cuatro patas a buscarla. Me dijo que era importante que la tome todas las mañanas.
—¿Y por qué yo no tomo nada, mami?
—Porque son distintos, Camilita.

Éramos distintos y se notaba a kilómetros, pero era lo peor que me podían decir. Yo solo quería ser cómo él. Matizar mi torpeza, ser prolija en mis dibujos, tener paciencia para ordenar, hablar y que la gente me entienda. No me salía nada de eso. Toda mi infancia fui un torbellino que rompía cada cosa que tocaba. Era una canasta de rulos despeinados con hebillas coloridas con más energía que horas del día. Ansiosa, invasiva. Él, para variar, tenía todo claro: había un orden y, por ende, había que respetarlo. Hablaba lento y claro. Empezaba un libro y lo terminaba. Sacaba solo los Legos que iba a usar para su construcción y después guardaba cada uno en su lugar correspondiente. Ordenaba los juegos de mesa por el tamaño de las cajas. Vivía en su mundito hecho a escala, un espacio en el que la rutina no podía cambiar. Y vine a aparecer yo a ponerlo patas para arriba.

El colmo para un chico como él era tenerme a mí de hermana, que era por escándalo lo contrario a sus esquemas, orden y repetición. Y no lo hacía de mala, él y yo lo sabíamos. Pero no podía callar mis fuegos artificiales, mi río constante, las siestas repentinas o mis ganas de bailar por toda la casa. Él iba paciente atrás de mis pasitos impulsivos y cortos, dejando todo en orden después del terremoto con mis iniciales desparramadas por ahí. El hecho de que coincidamos en tiempo y espacio podría haber sido algo caótico, pero no fue el caso. Nos hacíamos bien: encontramos códigos muy nuestros en ese tire y afloje de mi libertad egoísta contra su ley firme.

Un tiempito después, mamá y Bauti festejaron que iba a dejar de tomar su pastilla todas las mañanas y, recién ahí, la que tuvo miedo que las cosas cambien fui yo. La idea de que algún día los vasos de Twitty y Dexter nos queden chicos, que nos separen de cuarto o de tener que jugar sola me dio ganas de llorar. Me gustaba mi vida así, con él. ¿Que Bauti deje de tomar la pastillita significaba que ya no éramos más distintos o que éramos todavía más diferentes de lo que yo pensaba? Tragué mucha saliva y pregunté entre lágrimas por qué.
—Ya no tengo más TOC —dijo él y me dio un abrazo.
Yo lloraba sin ruido pero él se dio cuenta porque le llené de mocos el sweater a la altura de los hombros. No sabía qué era eso del TOC ni quería saberlo. Quería que me digan que mi hermano iba a seguir siendo mi hermano como lo conocía. Y que si dejábamos de ser distintos era porque yo me iba a parecer a él, no por otra cosa.
—¿Qué significa eso? —pregunté mirándolo a los ojos a él porque sabía que no me iba a mentir.
—Que te quiero mucho —me abrazó con más fuerza y completó lo que estaba diciendo —, que te quiero mucho y gracias.
—¿Y por qué a mi no me dan una pastillita para ser más buena?
Mamá se acercó a nuestra altura y nos dio un beso en la frente a los dos.

martes, 14 de julio de 2020

El coronel

El Coronel volvió a acomodarse los lentes con los nudillos. En su mano izquierda sostenía firme la invitación. Re-leyó atento cada una de las palabras cursivas garabateadas con prolijidad absoluta en tinta china, negra como su café. Tomó nota en su libretita de bolsillo: AEROPUERTO. 1300 HS. Puso su uniforme de ceremonia en la valija.

Llegó a tiempo como para poder hacer la fila de Aeroparque en paz, sin ningún insolente respirándole en la nuca mientras cuenta los segundos con alguna parte del cuerpo. Podía ser con la punta de los pies, los talones, los dedos enganchados en la presilla de un jean o contra una cartera. Cualquiera de esas lo irritaba. Si había algo que lo sacaba de quicio más que la irresponsabilidad era la irresponsabilidad disfrazada de jóvenes ansiosos.

Ya arriba del avión, su cuerpo oxidado recordó la que supo ser su rutina. Una vida entera entre valijas, en las alturas. Pasó más navidades en vuelo que en familia; o eso es lo que le reprochaba su única hija. Hace mucho no la veía, ni siquiera sabía que había formalizado un festejante, un novio, uno de esos. No fue una sorpresa que vaya a casarse, a fin de cuentas todas las mujeres hacen y deshacen a favor del reloj biológico. Tal vez el factor sorpresa estuvo en la invitación: hace muchos otoños que su voz interna lo había eximido de cualquier responsabilidad como padre y, con eso, de cualquier expectativa de que Renata lo registre como tal. Había asumido que las chances de no verla nunca vestida de blanco eran altas. Por eso se sorprendió con el anuncio de hoy para mañana. En el sobre estaba la invitación y una nota a mano que decía “Me caso, si querés vení”.

Desde que se jubiló no volvió al Cuyo. Para qué. Con un par de postales y el recuerdo opaco le bastaba. Memorias apolvadas, sucias y espesas, hasta incluso deformadas. No le interesaba hacer revisión histórica ni un mea culpa. Pero nobleza obliga, para el casamiento de Renata ameritaba volver.

La tonada sanjuanina lo recibió enseguida encarnada en un remisero que enfiló para la Circunvalación tratándolo como si fuese un turista. Le aclaró que no era un porteño de paso, que volvía para el casamiento de su hija. Que en cuál se casaba, que en la Desamparados, que qué bonita para un casorio, ¿nosierto? Que sí, le dijo, aunque no tenía idea porque cuando se construyó él ya no vivía por esos pagos del oeste. El remisero agregó: “Qué nervios llevarla al altar...”. El Coronel sintió un temblor en el cuerpo.

Llegó a la que supo ser su casa, su base. Reconoció la ventana que encuadra a la distancia la cordillera amarillenta, bañada de atardecer. Apuró la petaca sin que nadie lo vea y la volvió a guardar en el bolsillo correspondiente. Sintió cómo la tibieza del whisky de a poco le daba calor a sus dedos gruesos.

Golpeó en la puerta principal. Ella giró la llave y suspiró un “pasá” nerviosa. Primero la vio de perfil y tuvo que apretarse los anteojos contra el entrecejo. Ya era una mujer. El Coronel le tendió la mano y confirmó la suavidad de su piel. La necesidad de estar en contacto con la materia seguía vigente. Siempre fue un fiel creyente de que lo abstracto era para los débiles pero fue la primera vez que se cuestionó si habrá estado en lo cierto todos esos años. Sus manos quedaron trenzadas y sus miradas coincidieron a mitad de camino. Quiso decirle que qué grande y linda estaba pero no le vibraban las palabras para afuera. Se le cristalizaron los ojos y la abrazó con rigidez porque no quería que lo vea llorar.