lunes, 14 de diciembre de 2020

Spam

Mi terapeuta me mandó a escribir. A escribirte. Se supone que ayuda a sanar. Y puede que funcione, me entusiasma la idea de romper la pared que nos separa de un trompazo. Estoy harta de hablar sola, de latigarme, de fomentar el discurso que me victimiza sin que ni siquiera te enteres. Creo que ella también se hartó de escucharme y por eso quiere que cambie el destinatario. Te vendría bien escucharlo, así entendés que lo que hacés tiene consecuencias. Me encantaría putearte en la cara casi que escupiendo en todas las pés. Decir todo lo que pienso sin reparos. No tener miedo a que te enojes conmigo por enojarme con vos. ¿Qué clase de mecanismo macabro es ese?

Una vez me dijiste que nunca habías sentido algo por mí, que lo nuestro fue solo mío. Creo que muy en el fondo quisiste pedirme perdón por confundirme tanto, por necesitar reafirmar constantemente que yo iba a seguir atrás tuyo. Que me iba a reír de tus chistes malos, que iba a responder tus preguntas googleables. Que iba a escuchar tus teorías infundadas cuando ya nadie te estaba prestando atención. Ahí hay una clave: necesitabas atención, no me necesitabas a mí. Pero no te importó volverme loca en el proceso. No. No te importó todo lo que yo iba resignando con tal de tenerte cerca. Alimentaste expectativas de la manera más egoísta que conozco. ¿Será que en el fondo sos un inseguro? ¿Que necesitaste romperme íntegra con tal de sentirte un poquito mejor? Te felicito, lo lograste. No sé si ahora te sentirás más lleno o más alto, más grande. Más hombre. Subrayemos lo de sentirte, la parte subjetiva de la cuestión, porque en la práctica no sos nada de eso. Alguien tendría que decirte que sos un cagón y también una mierdita. No voy a ser yo la que te lo diga igual, solo dejame pensarlo, permitime la sana catarsis. Creo que te diste cuenta en un momento, creo que intentaste de una forma muy lavada y tibia esbozar una especie de perdón, pero te quedaste a mitad de camino. No fue suficiente. Siempre te faltan 5 pal peso, no entiendo por qué no me di cuenta antes.

Tampoco entiendo por qué me siento tan rota por adentro. Tan fragil, chiquita, débil. Endeble. Me siento insulsa, reemplazable. Siento que nunca me voy a curar del mal de amores pero al mismo tiempo me siento una fracasada porque eso no fue amor. ¿Se puede extrañar lo que no fue? Igual no te confundas, no extraño nada de vos. No me hacés sentir bien, nunca me hiciste bien. Me hiciste sentir insegura e indeseada, me hiciste querer ser algo distinto a lo que soy. Me hiciste sentir fea, gorda, poca cosa. Inquerible. Me hiciste querer tener otra risa y otras convicciones morales. Me hiciste sentir una imbécil por no saber contar bien los remates de los chistes. Me hiciste hacerme fan de bandas que no me gustan; o tal vez esa solo fui yo queriendo buscar una personalidad más digna para vos. Entiendo que también fue mi culpa. Me hiciste sentir minúscula, “el último orejón del tarro”. Eso. Me hiciste sentir la última en la fila. Invisible. Me robaste hasta a mi mejor amiga: hasta ella te elige a vos por sobre mí. Me sacaste la seguridad, la personalidad, la confianza en que valgo la pena. “Valer la pena”: creo que ninguna persona la vale y aún así te la dedico. A mi pena, digo. Mi pena tiene nombre y apellido. Tiene tu número de documento. Me siento sola y siento que la sensación es eterna: tengo miedo de que estas emociones atragantadas duren para siempre. Ojalá no. Ojalá algún día seas un recuerdo lejano, ojalá algún día me acuerde de vos con una sonrisa y diga “já, era tan joven”. Ojalá nos crucemos en algo que se sienta como otra vida y me des lo mismo. Deseo poder serte indiferente algún día. Ni siquiera deseo que me veas feliz, con alguien mejor que vos, con las tetas hechas, con un mega trabajo: nada de eso me interesa porque lo que más deseo es que me des lo mismo. Que te pueda cruzar en chancletas y rodete bajando al chino y saludarnos como se saludan dos personas que se conocen “de la vida”. Al pasar. Deseo que algún día dejes de tener tanto poder sobre mí. Ser libre de vos y todo ese barro que me haces sentir. Aunque no lo hagas a propósito, porque eso es lo peor. Vos con suerte te acordás de mí en mi cumpleaños y esa indiferencia es lo que más me acuchilla. ¿Cómo puede ser lo poco que valí para vos? ¿Cómo puede ser que esa nada me siga lastimando tanto?

Últimamente casi que no lloro pero cuando digo tu nombre en voz alta me explotan las lágrimas, las escupo. Quiero agarrarme el corazón y hacérmelo bollito con las dos manos para que me deje de doler y no es metáfora. Literal me duele el pecho cuando pienso en vos, me duele eso que late, siento que se me deshace. Que me deshago. Que me borrás, me sacás todo lo bueno que tengo, que me llevás a la sombra, que me hacés desaparecer. Estoy sola. Y no quiero estar con vos. Solo quiero que me liberes. No quiero llorar más por vos. Quiero entender que el amor es otra cosa, que no puede ser esto. Quiero quererme. Devolverme la seguridad, las ganas de comerme el mundo. Quiero animarme a no estar sola como mecanismo de defensa. Quiero ser libre de vos.

Una vez que abro la canilla no puedo parar. Una vez que te doy lugar no basta con escribir de un tirón todas mis emociones. Sigo triste. Sigo con dolor. No sé qué hacer para que se vaya. Para que te vayas. Esta es la única manera que conozco y me desborda cuando no es suficiente. No me queda otra que atravesar el sentimiento pero es una mierda. No me gusta sentirme así. Me siento una pelotuda por seguir llorando por vos. Me da hasta risa. Soy patética. Ni siquiera puedo estar triste en paz. Ni eso me das.

Tal vez algún día te mande esto. Tal vez hasta te lo diga en la cara. Por ahora voy a seguir escribiendo, por lo menos hasta que se me terminen las lágrimas.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Pasas de uva

Me das la sensación de no hacer pie en la pileta. Con vos nunca sé. Sos un rompecabezas que vino sin caja, me diste un montón de piezas inconexas que no sé cómo armar. Un enigma hecho a mi medida que, para variar, me sacó la ficha de una. No dejé nada a la imaginación. De entrada supiste que soy un manojito de palabras y piel de gallina. Tengo la risa fácil, como limón como si fuese una naranja y bailo en la cocina mientras espero que hierva la pava eléctrica. Me olvido los finales de las películas pero tengo memoria infalible para las fechas. Escucho canciones en loop por días enteros. Me despierto antes que la alarma y cuando tengo sueño no lo puedo disimular. Prefiero leer cuentos antes que novelas, si tengo que pedir helado voy por banana split y pistaccho, a veces rapeo sola en el auto, no me sale hablar sin mover las manos y soy fanática de las siestas al sol. Paseo un cuadernito chiquito a todos lados por si las dudas pero los textos que más me gustan los escribí garabateando en servilletas de mala calidad. Amo los micrófonos y me encantaría saber cantar. Siempre tengo los dedos congelados, no importa la estación ni el clima. Nunca no me tienta comer queso. No hace falta que te cuente todo eso porque ya lo sabés; ya me sabés toda.
No sabría cómo describirte a vos. Simplemente sos. Estás. Querés. Tu simpleza me resulta compleja porque no estoy acostumbrada a que los vínculos vengan tan aceitados. Cuando estoy con vos siento que no hago pie, por eso voy despacito. Voy despacito porque me da miedo llegar a lo hondo y darme cuenta que tengo los dedos como pasas de uva y que igual no quiero salir. 

martes, 10 de noviembre de 2020

Cajón vacío

La mina de la farmacia tenía las uñas pintadas de fucsia con formita triangular, supongo que eran esculpidas. La primera y última vez que las tuve así me pusieron una sanción en el colegio. Ella además tenía una gargantilla rosa bebé y el pelo teñido de color uva. Su barbijo beige y liso desentonaba con todo su rococó sacado de un casting de mal gusto. Le pedí la pastilla del día después sin subir mucho la voz y asintió sin prestarle mucha atención a mi uniforme de colegio que se escapaba por abajo del buzo oversize. Yo mantenía el contacto visual para disimular la vergüenza. Qué pensaba una treinteañera con pelo de fantasía era el último de los problemas que me tenían que aturdir el mediodía del lunes. Me acercó la cajita de “Plan B” —no sé si los del departamento de Marketing de ese laboratorio me caen bien o son unos conchudos— y me señaló la caja.

En la fila para pagar repasé los últimos eventos: la fiesta, su camioneta, su departamento. Una, dos, creo que tres secas. Botellas vacías, envases retornables. Una cama deshecha y un cajón vacío. Lo dimos vuelta en vano, no habían. No me acuerdo cuál de los dos fue el que dijo “ya fue, un poquito” y hay muchas chances de que haya sido yo. Hago mea culpa. Como no le iba a pedir a mi vieja que me lleve a la farmacia, me fui en el recreo del mediodía. Caminaba bajo pleno rayo de sol de las 12 mientras las lágrimas se perdían adentro del barbijo, lagrimas de bronca y culpa y miedo. Crucé con un trote medio torpe la ruta que separa el colegio de un centrito comercial con varios locales y pensé que tal vez sería más fácil si me chocaran, solo un poquito, sin mucha lesión. Podría tener un yeso en la gamba por un par de meses y estar de alta justito para el verano, no parecía tan grave el panorama. Tan grave en comparación a ser un hotel movible con forma de chisito gigante y piernas de palito para un huésped que nadie pidió ni me entra en el cuerpo.

En la caja de la farmacia pagué con la tarjeta de papá sin preguntar el monto y fui directo a la estación de servicio.
—¿Un agua nada más? —preguntó el rubio que me atendió, parecía más chico que yo.
—Sumale un atado de Marlboro Box, gracias.
—¿Documento?
Quise disimular la cara de culo y le entregué el documento vencido de una prima que podría ser mi hermana. Me la dejó pasar pero sin ningún gesto de complicidad. Le di un billete de 500 y me devolvió mucho cambio en monedas. 

Me senté en una de esas sillitas de metal duro y frío bien incómodas y pensé que la sorpresa sería de géminis. Me tragué la pastilla de una, dejé la botella casi llena en la mesa y me alejé con pasos rápidos de la escena del crimen. Saqué un fuego robado del sábado a la noche y fumé todo el camino devuelta al colegio. Cuando volví a casa, mamá me preguntó qué tal mi día y le conté que levanté matemática. 
—Estoy orgullosa de vos, hijita —dijo y me dio un beso en la frente. Se dio cuenta que me cayó una única lágrima muy embalada. Me acomodó el pelo detrás del cachete y repitió las mismas palabras que antes. Yo solo me limité a asentir. 

martes, 13 de octubre de 2020

Covid negativo

Anoche me fui de tu casa con sabor a nada. Bajaste a abrirme y ese último chau de vereda fue una coreografía que nos quedó incómoda a los dos. Apuré la despedida con la excusa de que se estaba por largar la tormenta y te colgué ese beso a la mitad. Decime la verdad: ¿qué te gusta de mí, de nosotros? Tengo serias sospechas de que te enamoraste del concepto de estar conmigo, no de lo que soy. Creo que yo también caí en ese vicio. Me gustás pero no me gusta lo que somos.

Nos faltó un clic y no hay culpas, son los famosos gajes del oficio. Yo estaba para que me duela la panza de la risa y vos querías que escuchemos tu playlist de culto en silencio tirados en tu sillón nuevo. Querías descorchar siempre tu tinto preferido y yo, probar todos los tipos de birra habidos y por haber. Si era por mí, me hubiese pasado una noche entera charlando de anécdotas de la infancia pero vos solo me hablabas de un futuro compartido y proyecciones que adjetivaste como nuestras. Fuimos demasiado contraste y no del bueno.

Me fui de tu casa con sabor a nada. ¿Será Covid o es que ya no me gustás? Quiero esperar a ver si en unos días pierdo el olfato, aunque no creo que pase. No, no creo. El silencio en tu puerta desafinó en mayúscula. No supe decirte en ese instante húmedo pre-tormenta que estoy desenganchada. Que ya no siento tu perfume porque dejé de prestarle atención a tus detalles. Que el mate lavado me aburre. Y que, aunque lo niegues, hace mucho tiempo no nos reímos en voz alta. Perdón, todo sigue teniendo gusto salvo vos. Hubiese preferido que sea Covid.

domingo, 4 de octubre de 2020

Mechón rosa

De chiquita jugaba a ser princesa, cantante, mamá. Caminaba los tacos de mi vieja aunque me quedaban enormes, hacía la mímica de fumar con lápices de colores, daba clases de lo que sea a un cuarto lleno de peluches, me metía abajo de la mesa a hacer shows todas las noches.

El playroom de mi casa de San Juan era un laboratorio: un laboratorio de piso de alfombra, hojas en blanco para dibujar y banda de juegos inventados en el momento. Me acuerdo que no me gustaba jugar a las Barbies como a mis amigas porque odiaba el después: ordenar. Ahí te das cuenta que hay cosas que no cambian porque lo sigo evitando. Una vez jugamos al ahorcado con mi hermano y yo perdí porque no sabía que la palabra psicólogo arrancaba con P. A partir de ahí creo que empecé a hacer trampa. Perdón, Mateo, hay otras cosas que por suerte sí cambiaron.

Al principio de la cuarentena me teñí un mechón de rosa y mamá me preguntó “¿te sentís libre?”. Creo que sí, le respondí. Me dio mucha pena que sea verdad. Que la libertad se reduzca a eso.

Hay algo raro en este mundo de los grandes en el que supuestamente nos tenemos que mover. Sus códigos me quedan un poco incómodos. Y entre tanta agenda, números y pretensiones mi chiquita interior se abruma. Me deja y me da mucho trabajo encontrarla. Trato de tentarla con lápices acuarelables, cuadernos nuevos a estrenar, pisos que resbalan para girar desprolijo pero aparece y en un instante se va. Se va y me deja a mí, en este cuerpo torpe y lungo, forzando algo que en algún momento salió solo. ¿En qué momento nos creímos que la creatividad no es productiva?

Me encantaría hacer mucho silencio y susurrarle un “hola, amiguita”. Decirle que la invito a casa para que venga a jugar cuando quiera. Que podemos hacer lo que a ella le divierta. Y que si no tiene ganas de jugar podemos charlar. Que me puede contar qué quiere ser de grande y que yo le prometo que esta vez la voy a escuchar con mucha mucha atención.

Y cuando ella me pregunte a mí le voy a decir que de grande quiero ser como ella. Y ahí nos vamos a abrazar y yo voy a tener el corazón más tranquilo por haberme dado cuenta de que no perdí el norte. Sí, de grande quiero ser como una chiquita. Ya no va a hacer falta teñirme otro mechón de rosa. 

viernes, 25 de septiembre de 2020

Casa

Metí retacitos de vidas pasadas en cajas por miedo de olvidarme que alguna vez fui eso, esa. Embalé y encinté con delicadeza para que ninguno de esos recuerdos frágiles se me rompan, para que no se me deshagan con el tiempo. Jugué al tetris con todo lo palpable pero lo que realmente me quise llevar no entraba en el camión de mudanza. 

Armé esta valijita de sensaciones y momentos hecha a mi medida, a escala. Esta es mi lista desordenada y desprolija del montoncito de recuerdos que no llegué a meter en cajas. Esta es mi casa, la que me voy a llevar a todos lados.

leer en el sillón del living los sábados a la manana
mis festejos de cumpleaños multitudinarios
mi rinconcito en el balcón del playroom
la luz que entra por mi ventana a la tardecita
el duraznero del fondo del jardín
los atardeceres desde mi cuarto
el ventanal enorme del comedor, la mejor vista del mundo para hacer home office
encontrarme a mitad de camino del pasillo para darnos un abrazo con mateo
la cantidad de ventanas y de paredes para cuadros
la cantidad de gente que invite a tomar birra a mi galería
los videos/tps que hicimos para la facultad en el living o en mi cuarto
los sets de fotos que armé, casa de revista
la poolparty de despedida de mateo
cuando clara se rompió la pera
la cantidad de veces que me rei con clara en todos lados
el piso de la cocina: mi lugar preferido para bailar
el piso del comedor de diario: mi lugar preferido para dormir siesta
ser la unica que tiene señala siempre en este búnker
volver del colegio y tirarme en el sillón del estar
la cantidad de veces que pasé en bolas por el ventanal grande de adelante
las luces de afuera prendidas cuando vienen visitas
el árbol de enfrente de mi cuarto
mis rositas rococó que mama cuida
la cantidad de suculentas
chocarme contra todas las paredes sabiendo lo espaciosa que es
ir a pesarme al baño de mamá a la mañana
la cantidad de veces que tomé sol en la pileta
unas birras random con matrak un martes
hacer hiphop en el playroom
que el vecino sea el ex de mi mama
los muchachos de la guardia
los mates con amigas, brownies y duque duque
ser la casa del pueblo
una convivencia que hicimos para el colegio
mucho mucho verde
la cantidad de libros y cuadros por todos lados
que azul y vicky se queden a dormir los fines de semana
el pre de pacha
joaquin y simon jugando al futbol
el principio de la pandemia y el reencuentro con el dia a dia de la casa
la cantidad de vasos que rompí aca
clara bailando tango con duque
hacerme msn y jugar a jueguitos de Facebook en las computadoras de arriba
dormir los 4 abrazados en la cama grande de mama en tiempos tristes
los baules llenos de disfraces
mi esmalte negro en el mueble de los limones
la etapa que a clara se le ocurrio pegar stickers escondidos por toda la casa
el mueble de los limones
las flores blancas
las flores rosas nuevas
los jacarandas que se ven al fondo en noviembre
estudiar en el comedor, en los silplones, en la galeria, en el jardin, en la pileta
usar marcadores para vidrios y ensuciar todo
salir a andar en rollers con gente random apenas me mudé y volver deshidratada
el tubo para la ropa sucia
el cuarto de blanco
la despensa
no saber explicar cómo llegar al baño de invitados
la cama del cuarto de servicio
las poesías de mamá
los pajaritos y el sonido de esos búhos raros
convivir con cuises
el rinconcito de plantas
escuchar las conversaciones de los vecinos
tener distintos lugares para encontrar inspiración
ver arriba argentinos a la manana antes de ir al colegio
los books que nos hicimos de pendejas
jugar en la pileta con clara
los 25 de diciembre tranca y sin corridas
la foto de mis zapatos y los de vicky tirados al lado del sillón
la luz y sombra de las escaleras
los spots de duque para tirarse al sol
los domingos con los abuelos
el jazmin del cielo en el verano eterno
ver hannah montana dos veces seguidas el mismo día
las burratas con mamá y clara
mi rutina de domingos con clara en cuarentena
ir caminando al house
la cuadra toda naranja/roja en otoño
nuestro arbolito que va a destiempo
duque acompañándonos al colegio todas las mañanas
clara jugando al guitar hero
el mosquitero roto
clara poniendole medias al perro y agarrandole la lengua cuando bostezaba
duque sentando en la mesa con nosotros en todas las comidas
la luz de la escalera prendida esperándome

saber que siempre puedo decir “vengan a casa”

miércoles, 19 de agosto de 2020

Cosquilla

Tenés las manos frías me dijiste y me las guardaste por un rato en tus bolsillos. Había un silencio suavecito y muchas pero muchas estrellas. Jugué con tus dedos lungos y escurridizos y nos escuchamos sin hablarnos. 

La noche estaba fresquita, joven, perfumada de infancia. Me crucé con tu mirada medio en pausa y me devolviste una sonrisa muy sincera. Pareciera que todo el tiempo te están haciendo cosquillas. Sos puro hoyuelo. 

Bien bien al fondo se escuchaba a alguien tarareando desprolijo y me encantó darme cuenta que en ese instante tibio de mayo, el mundo estaba lleno de gente feliz.



martes, 18 de agosto de 2020

Otra línea roja

Google Maps invadió mis notificaciones y asumió que esa mañana iba a hacer lo de siempre. “47 minutos a la Universidad del Salvador” afirmaba, omnipotente, Steve Jobs desde la ultratumba. Me dio cierta satisfacción que esté errado, no ser tan predecible. Tipié Hospital Italiano como un acto de rebeldía inútil. Mi destino aparecía a una hora y doce minutos y estaba atravesado por muchas líneas rojas en la Panamericana. Calculé que si metía un zigzag estratégico entre los autos, podía llegar en menos de una hora y coronaría una mínima victoria contra el enemigo de turno: la tecnología y sus presuposiciones, sus razonamientos fríos, su matemática llena de algoritmos que me ahogan. Qué sé yo, una amiga suele repetir que al final del día cada uno hace lo que puede y, bueno, eso fue lo que hice: lo que pude. La carrera boluda contra un aparatito me era una excusa válida para dejar de pensar en la noticia que me había desayunado hace menos de veinte minutos.

Esa mañana parecía que todo el mundo se había despertado con ganas de dominguear. Putié en silencio y creo que con un poco de envidia, yo también hubiese querido estar paseando sin apuro. Imposible. Efectivamente, había apuro: tenía que llegar antes de que Juan entre al quirófano y además, ganarle a Google Maps. La cámara lenta no era un lujo que me podía permitir. Llorar antes de tiempo, tampoco.

Hasta el peaje, bien. Avanzaba lento pero avanzaba al fin. El problema fue cuando pisé la autopista. Cientos de cacharros de metal en pausa bajo el rayo del sol de las ya ocho y treinta de la mañana me inhabilitaron. Y para colmo, el aire acondicionado. Se rompió en junio y no me había ocupado de mandarlo al taller. Problema de mi yo del futuro, había pensado. Nota mental: mi yo del pasado es una imbécil. Como para sumarle a la odisea, la patente de adelante sugería de manera muy sutil lo que estaba pensando: CRY. Qué agradable. ¿Ni en pedo un PAZ? ¿Dónde está el Dios de las señales cuando necesitás que te tire buena onda? Bajé las ventanas y decidí no hacerme drama por algo que no podía solucionar en ese momento. Basta con la paranoia de encontrarle a todo un significado de fondo. Las casualidades también existen.

Cuando los autos van a paso de hombre, mi intriga por lo que hacen los otros se disfraza de curiosidad inocente; casi como invadiendo su espacio privado. De repente, estaba demasiado metida en la conversación de mi auto vecino, un Volkswagen bordó donde una pareja que discutía. Él tenía la nariz colorada y los ojos llorosos. Ella, mirada clavada adelante, negando cualquier conexión visual. Parecía que él le estaba pidiendo perdón por algo y parecía sincero. Su fila avanzó más rápido que la mía y se me escaparon. Tenían pegado un sticker que decía bebé a bordo.

A mi derecha, había una mina hablando sola. No parecía estar conversando con el teléfono en altavoz ni ser de esas personas con la vida molestamente organizada que tienen conectado el Bluetooth al auto. Gesticulaba enfáticamente con el dedo índice, repitiendo el mismo gesto una y otra vez. Le pegó una cachetada al aire, rompió en llanto y frenó en seco. Estaba a punto de tildarla de loca hasta que levantó un papel resaltado con mucha prolijidad cada dos o tres líneas y quedó en evidencia que, claramente, era un intento de actriz. Volvió a su dedo acusador y la dejé en el espejo retrovisor. Me imaginé conectando a la pareja vecina, los del auto bordó, con el guion de esta mina. Tal vez les vendría bien un poco de drama, de estallido, de efusividad cargada de gestos e intensidad. O tal vez ellos ya tenían su propio guion y les había dictaminado que era momento de silencio. Chan. Nunca iba a saber. Tampoco es que me importaba tanto, igual. Solo que todo me resultaba más tentador que pensar en ese llamado. La imagen de él, todo entubado, postrado en la cama de un sanatorio me desarmaba de a poquito.

Dale, volvé a mirar patentes, personas, otras historias que te saquen de la suya, dale, dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Dejá de pensarlo. Lo repetía como un mantra pero era contraproducente. A cada intento de dejar de pensarlo, la película que me estaba proyectando se volvía más nítida, más saturada.

Me acordé del día en que me di cuenta que me gustaba enserio. Era la quinta o sexta vez que salía con él y, hasta ese momento, no era tanto más que un barbudo de manos cálidas y voz profunda que me parecía interesante. A la tercera pinta ya habíamos entrado en el plano de lo filosófico y nos perseguíamos en una carrera infinita de preguntas respondidas con preguntas. Nos creíamos Sócrates, reyes del no saber. Expertos en cuestionarse. En pleno trance y charla sin silencios, no nos dimos cuenta que éramos los únicos que quedábamos en el bar, que todas las sillas estaban puestas prolijamente arriba de las mesas y que por poco no nos estaban barriendo los pies.
—Disculpen, chicos, no los quiero echar... —dijo la moza rubia con el tatuaje grande en el hombro que nos había atendido al principio.
Acusamos recibo y nos paramos. Me estaba envolviendo en la bufanda color mostaza que me compré con mi primer sueldo y Juan se me acercó sin que yo me dé cuenta.
—Tengo una pregunta más, bancá. ¿Cómo sabés cuando estás enamorado de alguien? —me susurró con picardía.

De más chica, yo había hecho la misma pregunta.
—Mamá, ¿cómo sabés cuando estás enamorado? —pregunté mientras la vieja me llevaba al colegio en el Astra con olor a nuevo y todavía vivíamos en Rivadavia.
Mamá estaba vestida de abogada y en el asiento del copiloto tenía un bolso con su ropa de pilates.
—Dale, má, quiero saber —insistí.
La vieja suspiró.
Me dio ansiedad.
—¿Qué? ¿No sabés la respuesta? —pregunté mientras invadía con la cabeza el espacio entre los asientos de adelante.
De repente fui muy consciente del silencio. A mí me habían contado que en la radio siempre había algo sonando hasta cuando es de noche y nadie la escucha; pero, en ese momento, me pareció que hasta los del programa que estaba de fondo se callaron. Fue la primera vez que me puse a pensar que, tal vez, existía una mínima chance, minúscula, de que mi mamá no tenga todas las respuestas. ¿Era posible? No era tan difícil mi pregunta, no me pareció digna de ser el golpe que la derrote. Hace poco la había visto enseñarle a dividir a Lucas y tenía todas las cuentas en la cabeza. Ni siquiera usaba los dedos. ¿Cómo que ésta no la sabía?
—Cuando te gusta mucho mucho alguien, sonreís cuando pensás en esa persona —respondió para zafar.
—Pero yo no quiero saber cuando te gusta mucho alguien. Quiero saber cuando estás enamorado, mamá.
—Bueno, hija, en cada persona es distinto.
—Y vos, ¿cómo te diste cuenta que estabas enamorada de papá?
Estaba a punto de decir algo pero se frenó.
—Cuando seas más grande te cuento.
Y con esa promesa a futuro, ganó la batalla, se regaló más tiempo. Me dejó tranquila.

Tenía la barba de Juan a pocos centímetros de mi cara y me acordé de la respuesta escapatoria de la vieja. No podía usar la misma estrategia. ¿Por qué nunca me había contestado? La moza cerró la caja con gestos bruscos y se escucharon ruidos metálicos y fríos a lo lejos. También me acordé que poco después de que en casa compraron el Astra, papá se mudó. Tal vez ella, realmente, no sabía la respuesta. Pero Juan estaba en la suya, no se dio cuenta de que yo estaba carburando a dos mil. Me dio un beso chiquito en el cuello y después uno más largo cerca de la comisura de la boca. Creo que no le había dado mucha importancia a la pregunta. Fue un esbozo borracho, un intento de chamuyo. Claro, el pibe no esperaba una respuesta, qué boluda. Terminamos de abrigarnos y, compartiendo el calor corporal, caminamos a su Gol Country. Prendió la calefacción a todo lo que da, me giró su celular para que sea la DJ y anunció que sí, que ese era el momento crucial en el que iba a juzgar mis gustos musicales. No dudé ni un segundo: Como eran las cosas, Babasónicos. Lo vi sonreír y tararearla bajito y hablamos de que tocaban dentro de poco, en noviembre. Los fui a ver el año pasado, le dije. ¿A Obras? Él también había ido. Tal vez nos rozamos en un pogo y nunca lo íbamos a saber; nos armamos toda la película, fue divertido. Nos gustó la posibilidad y la incertidumbre. Podemos ir en noviembre, dijo con frescura llegando a un semáforo en rojo. Sonreí como solo sonríen los borrachos cuando están muy contentos. Me miró. “Sos linda, che”. Me quedé helada, nunca supe responder a elogios ni tampoco sé qué hacer cuando me hago consciente del silencio. Seguía pensando que no le había respondido lo otro.
—Nunca estuve enamorada.
El semáforo se puso en verde pero él me seguía mirando fijo. Se acercó lento y me agarró la cara. Pensé que me iba a tirar la boca y me pareció poco oportuno pero no, me acomodó despacito como para poder decirme algo al oído.

Por culpa de las tres cervezas de esa noche, no me acuerdo exacto qué me dijo. Pero sí me acuerdo que supe que tenía razón. Se me empezó a nublar la vista con lágrimas. Tal vez nunca pueda re-preguntarle. Volví a visualizarlo entubado en el Italiano. Basta. Dejá de pensarlo.

—¡Pero qué hijo de una san puta! —una voz chillona reclamó mi atención. Festejé el espectáculo que cajoneó mis pensamientos a un segundo plano. No es que me solía alegrar de las desgracias ajenas, no, pero qué bien me hizo distraerme con esa vieja sacada que patoteaba a un BMW por casi chocarla. La señora tenía el pelo de peluquería, una cadena plateada que le ocupaba todo el cuello con una medalla de la Virgen y no uno, no dos, sino tres stickers religiosos que le tuneaban su chata. No sé si usará ese lenguaje con las otras paquetas de la iglesia, pero lo cierto es que su rosario de puteadas creativas fue lo único que me salvó de mi loop. Punto para la religión.

Una luz medio anaranjada me estaba encandilando y me di cuenta que no tenía los anteojos de sol en la cartera. Los dejé en el auto de Juan cuando volvíamos del campo de un amigo de él, el último fin de semana largo. ¿Se habrán roto con el choque? Qué pensamiento banal; me dio culpa y bronca haberlo pensado. Lloré sin ruido. Me dijeron que estaba bien, no hacía falta exagerar. Su hermano me dijo clarito que no me preocupe, que lo operaban a las diez, que él estaba bien. Estaba bien, listo, dejá de pensarlo. Google Maps se actualizó y decidió caprichosamente aumentar mi condena: faltaba una hora y veinticinco para llegar. Estaba queriendo ver a qué altura se despejaba la autopista y me clavaron tres bocinazos al hilo. El auto de adelante había avanzado creo, que menos de medio metro y el camión impaciente de atrás, pretendía que todos nos respiremos en la nuca. Avancé sumisa y perdí cualquier interés en buscar información que igual no podía controlar. Las lágrimas no me estaban dejando enfocar.

Me puse a repasar mentalmente nuestra última salida. Habíamos estacionamos sobre Pizarro y Albarellos y me dijo que lo anote porque nos íbamos a olvidar. Le dije que no hacía falta, que confiara en mi sentido de la ubicación. Tres horas y media después y con cuatro pintas encima no me acordaba ni el color del auto. Se podría haber enojado pero me dijo que le daba ternura cuando estaba borracha. Que le caigo bien cuando mi superyó se toma licencia. Yo también me caigo bien, le dije, y nos sentamos en una vereda cualquiera, resignados a buscar su Gol Country por un buen rato. Charlamos largo y tendido. Ahí me contó lo de su vieja. Nunca creí que me iba a dar tanta impotencia ver a alguien llorar. Y eso que lo abracé con todas mis fuerzas, todas, pero, en el momento, fui muy consciente de que no había gesto suficiente que pudiera llegar a suspender su dolor aunque sea por un instante.

Ya lo quería, pero en ese momento lo quise más. Lo quise bien, lo quise sincera, lo quise como nunca había querido a alguien. Le pregunté si todos los días pensaba en ella y asintió con la cabeza. Le pregunté si la extrañaba. Ajam. Le pregunté si estaba bien. Me agarró la mano y entrelazamos los dedos.
—Si algún día me ves de mal humor, dame un abrazo —dijo bajito y con los ojos cristalizados mirándome con timidez.
Se paró y me ofreció la mano para que me levante yo también. Caminó un par de cuadras a la izquierda y yo lo seguí sin cuestionar. Pizarro y Albarellos, dijo mientras señalaba el cartel de las calles, guiñó un ojo y me abrió la puerta. Es chamuyero hasta cuando está triste.

A la vuelta cambió de tema, estaba verborrágico. Que el partido de River, que la nueva de Woody Allen, que un libro de Sacheri. Nunca lo escuché hablar tanto y tan atolondrado. Veníamos con la onda verde hasta que nos topamos con un semáforo en rojo. Se quedó en silencio y se largó a llorar. Estacionó y me pidió que lo acompañe a caminar unas cuadras porque necesitaba despejar un poco más. Asentí y nos bajamos del auto. Empecé a seguirlo y de repente, volví sobre mis pasos. Se dio vuelta y me vio concentrada con el celular. Se acercó y miró sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo. Tenía la aplicación Notas abierta y estaba escribiendo que estacionamos en Blanco Encalada y Vidal. Me dio un abrazo de atrás, me llenó de su perfume y me susurró que no hacía falta, que le gustó perderse.
—A veces perderse sirve para encontrar otras cosas —retrucó, mientras me abrazaba más fuerte.

Caminamos sobre Vidal sin rumbo específico porque la noche estaba fresquita y lo ameritaba. Parecía cualquier día de enero en una ciudad costera con gusto a vacaciones. Me estaba contando la anécdota de la última navidad de su vieja, en la que se disfrazó de Papá Noel porque ninguno de sus familiares varones había querido ponerse el disfraz y se interrumpió.
—Che, negri...—miró sus Converse desgastadas, suspiró hondo y se dio impulso para terminar la frase que había empezado. Me confesó como con culpa que siempre supo que habíamos estacionado en Pizarro y Albarellos. Me dio ternura, pensó que yo no lo sabía. Me hice la sorprendida y seguimos caminando un rato más.

Siempre tuvo buen sentido de la ubicación. En ese momento, por ejemplo, estábamos dónde teníamos que estar.

Sonó mi celular y, con un arrebato demasiado preciso, tardé menos de una milésima de segundo en contestar. Del otro lado había silencio.
—¡¿Hola?! —dije casi gritando, desesperada para que me digan lo que sea que me tenían que decir.
—¿Qué tal? Soy Pedro de Person... —dejé de escuchar. Toqué el botón de mute cerebral y analicé las opciones. A: Mandar a cagar al pobre pelotudo de Pedro de Personal diciendo que no tengo interés en meterle los cuernos a Movistar. B: Escuchar todo el discurso que tiene armado, re-preguntar nimiedades comprometida psicóticamente con la oferta en cuestión hasta el punto que no sepa qué contestar y lo termine sacando de su guion o, en su defecto, tenga que consultar con algún superior. C: Largarme a llorar y contarle que mi chongo barra saliente barra pibito con el que me veo hace unos meses pero nunca nos pusimos un título barra la persona más buena del mundo chocó a la mañana yendo a laburar contra una camioneta, que su Gol Country tiene destrucción total y que no me dieron más detalles. No le iba a contar que el viejo no me conoce y no sabe quién soy porque me iba a ir por las ramas. ¿Qué mierda iba a hacer con el viejo cuando llegue al hospital? No lo había pensado. Lo reconocía porque todos en su familia tienen el ADN tatuado en la cara y lo había visto en una foto por el día del padre. Me imaginé presentándome, ahí, en una sala de espera con luz fría, olor a quirófano, toda despeinada y verborrágica y por un pseudo instante me dieron ganas de que los autos nunca avancen. Por lo menos, en ese pedazo de metro cuadrado en el que mi Ford Ka descansaba en punto muerto, él estaba vivo, no había nada más que un llamado telefónico que dejó mi tostada de pan negro a medio comer y mi imaginación catastrófica pero intangible al fin. De repente me di cuenta que Pedrito de Personal se había quedado callado esperando una respuesta. Fui por la opción D. “Perdón, no estoy interesada”, y corté.

El tránsito me estaba inyectado dosis cada vez más potentes de ansiedad y, muy en contra de mi voluntad racional, me comí dos uñas. No me las comía desde el colegio pero no era el día ni el lugar para juzgarme por caer en viejos hábitos. Repito. Cada uno hace lo que puede.

No tan lejos se veían dos motos de policía, una camioneta hecha acordeón y un auto, irreconocible de los golpes, panza arriba. A partir de ese punto, los conductores aceleraban y comenzaban a moverse a velocidad normal. No había nada deteniendo el tráfico, simplemente la curiosidad del argentino promedio que no puede con su genio y necesita sentirse parte de la catástrofe por lo que disminuye la marcha para mirar. Me indigné. Por principios me propuse fijar la mirada adelante y negarme a ser cómplice del chusmerío colectivo pero terminé cediendo ante la tentación y pispié muy de reojo.

Me quedé helada. El del tráfico era Juan, o sea, era su Gol Country. Era su patente FAK 101 que tanto nos hacía reír. No había ambulancia, solo policías. ¿Por qué no había ambulancias? Me odié por estar en el segundo carril izquierdo, lejos de posibles preguntas. Le dejé tres llamadas perdidas a su hermano pero no me contestó. Me temblaba la pierna del embrague, mucho. La Panamericana se había descomprimido y solo me acuerdo que pisé a fondo el Ford Ka. Me sonó el celular devuelta y me juré que si era Pedro de Personal buscando revancha, iba a ir por la opción de putearlo. El velocímetro marcaba ciento sesenta kilómetros por hora. Vi su nombre en la pantalla. Pegué un grito de emoción. Vi un camión adelante mío. Pegué un grito ahogado. Puta madre, la del tráfico voy a ser yo.

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A las 9:27 de esa mañana, Google Maps se actualizó y sumó otra línea roja a la autopista.

jueves, 6 de agosto de 2020

El asterisco

Andrea me insiste con que juguemos al qué hubiese pasado sí y estoy harta de explicarle que no le pago para eso. “La terapia no es un juego”, me repite con esa voz nasal y finita con la que me taladra cada vez que no colaboro. Yo le digo a la cara que últimamente me cae mal, que qué quiere que le diga. Que no me sirven las sesiones en las que hablamos de universos paralelos en los que yo soy más o menos infeliz. El otro día la amenacé con que me iba a auto-dar el alta y me dijo que eso no existía. Me fui de esa sesión jurándole que era la última y al jueves siguiente volví. Ninguna de las dos dijo nada al respecto. Somos pocos y nos conocemos mucho, solía decir mi vieja. Es verdad.

A veces hago su jueguito pero no le cuento. Porque lo que imagino es qué hubiese pasado si no hubiera empezado a psicoanalizarme y ser tan consciente de mis actos. A veces pienso cómo sería yo si no le pusiera tanta cabeza a las cosas. Más alegre, seguro. Tengo una teoría muy firme de que los boludos son más felices.

Tal vez no lo hubiera dejado a Lucho porque me pasaban cosas con mi jefe. O peor, lo hubiese cagado. Se me cruzó por la cabeza un par de veces, no lo voy a negar. Desistí al instante porque no toleraba la escena post-acto: contarle a Andrea, profundizar sobre qué es la culpa, debatir cuál es mi mambo con la autoridad y terminar echándole la culpa a mi madre de todos mis males. Agotador. Esa secuencia me arrestaba toda la libido y me alejaba de cualquier fantasía sexual que podía hacerme con mi jefe, por lo que, eventualmente, lo terminé dejando al pobre nabo de Luciano y renunciando un tiempito después.

Un poco que la odio a Andrea. A ella, sus anteojos colorados medio gatunos, su nariz finita y alargada, sus cuadernos ordenados alfabéticamente por paciente. Toda prolija y perfecta. En nuestra última sesión ella bajó a atender a una paciente que había llegado demasiado temprano y me paré rápido a pispear qué venía anotando en esa libretita con mi nombre en el lomo. “Necesita atención constantemente. Déficit primario. Infancia y madre*”. Me indigné. Encima le puso un asterisco a lo de la madre como si no fuese de lo único que me hablara. No es una novedad, Andy querida, tampoco es que descubriste la pólvora. Volvió y le di el tratamiento del silencio, no vaya a ser que le parezca a la señorita que quiero llamar demasiado la atención. Me quedé ahí, callada como nunca. Por adentro pensaba “tomá, Andrea, tomá”. Me anoté mentalmente que tal vez, paralelamente, podría empezar otra terapia para hablar de mi relación con Andrea. No sé si está bien que todo lo que hace me caiga mal. Podía hacer los martes con una nueva psicóloga para hablar sobre Andrea y los jueves seguir con ella para que no se dé cuenta. Un plan perfecto. Me interrumpió el fluir de pensamiento y me preguntó si ya me había cansado de querer llamar la atención y estaba lista para hablar en serio. Me pareció el colmo.

—¿Yo te caigo bien, Andy? —le pregunté así, a secas.
—¿Qué es esa pregunta?
Nos miramos. Ella anotó algo en su cuaderno.
—Nada, nada. ¿En qué estábamos antes del timbre?
—Me estabas por contar qué hubiese pasado sí... —hizo un gesto con la mano como para que le termine la frase. 

Cierto, cierto. Me acordé. Le dije todo lo que pensaba que hubiera pasado si no hubiese arrancado a verla. Hablé sin parar hasta que se hizo la hora. Después la muy forra me preguntó si quería “interrumpir nuestro tratamiento” si estaba tan disconforme. Le dije que se joda, que ahora me tiene que bancar. Jamás le pienso confesar que en realidad la necesito. Creo que lo sabe, igual. Anotó algo más en su cuaderno y lo vi clarito. Otro asterisco. Nos vemos el jueves.

viernes, 17 de julio de 2020

Descalza

Cerré la puerta de un latigazo y me alejé estampando los borcegos contra el piso. Mientras me subía al auto seguía escuchando fragmentos de sus gritos ilegibles. Puse primera y quise desaparecer. En mi radio de siempre contaron que el 21 de septiembre es el día con mayor cantidad de efémerides que tenemos los argentinos y me parecieron una manga de boludos. Sentencié el volumen a cero y me aturdí con mi propio silencio. El vozarrón de Javi me zumbaba en la oreja. “¿Me querés?”, preguntaba una y otra vez el casette en loop que me condenaba a no poder soltar la última conversación que tuvimos. El error fue mío porque la respuesta debería haber sido automática. ¿Mequerés?Sí. No me debería haber atribuído ese minuto eterno para hacerme la que estaba pensando un veredicto. ¿Lo quiero? Sí. Esa es la verdad y esa fue la decisión errónea que, en un instante, desdobló una conversación intensa a una pelea sin vuelta atrás. Vi cómo toda nuestra relación iba quedando en el espejo retrovisor. Pasé por el banquito de la plaza en el que tomamos café en nuestra primera salida. “Ir a un bar a tomar birra lo hace cualquiera...”, ese había sido su fundamento para la elección. Después me chamuyó con una supuesta cita de Winston Churchill afirmando que no hay nada que diga más de un hombre que cómo toma su café en la plaza de barrio. En el momento no le creí y después Google confirmó mis sospechas. Obvio que lo había inventado. La plaza estaba llena de gente feliz haciendo picnic. Se me aguó la mirada y el semáforo seguía pintado de rojo. A veces duele mucho frenar. Al lado de mi ventana estaba el cine al que íbamos todos los miércoles. Javier se volvió parte de mi rutina sin esfuerzo. La cartelera por afuera estaba llena de promociones especiales para aprovechar el feriado de los alumnos de secundaria. Habían tres grupitos de adolescentes puerteando, lookeados para la ocasión especial. El semáforo se puso en verde y me alejé lo más rápido que pude. La catarata de recuerdos me estaba ganando por goleada. Él, sus cigarrillos armados, su paraguas azul francia, sus anécdotas de la infancia, su manera de caminar firme por el mundo. Prendí la radio para que le haga competencia a mi taladro de pensamientos y los acordes de Agua marfil me destruyeron. Al segundo mes de conocernos nos escapamos a la costa y esa canción nos musicalizó el fin de semana largo. La cantamos comiendo galletitas con arena y tomando un mate lavado. Nos reímos hasta el dolor de panza. Confirmamos que nuestros cuerpos estaban salados. Fuimos la típica postal del amor que yo creía falsa. Javi me sacó una foto con su celular en pleno atardecer y después de verla me dijo algo así como “cagamos, me enamoré”. Nunca me la quiso mostrar, le gustaba el misterio de que haya algo mío que sea solo suyo. La verdad es que yo ya estaba hasta las manos desde el día cero y, por primera vez en la vida, no me asusté ante semejante declaración. No me debería haber ido de casa así. Puse el guiño y doblé a la derecha para retomar. Quise deshacer todas las acciones que me fueron alejando de él, de mí. Quise hacer lo que sea para desandar la última media hora y responderle lo que ya sabía y no pude decirle. Quise abrir la puerta suavecito y entrar descalza a casa.

jueves, 16 de julio de 2020

Distintos

Bauti tomaba una pastillita todas las mañanas. Apenas nos despertábamos, nos esperaban dos vasitos de plástico con tapa y bombilla en nuestra mesa de luz. El mío tenía detalles en amarillo patito y un dibujo de Twitty, el pajarito de la tele. El de Bauti era de Dexter y celeste. Era de Dexter porque era un personaje de un chico inteligente que siempre encontraba las respuestas para todo y tenía una hermana que lo molestaba a veces pero se querían, como nosotros. Teníamos que ser cuidadosos: en la tapa de su vaso para genios descansaba siempre su pastillita blanca. Una vez lo volqué antes de que llegue a tomarla y mamá vino en cuatro patas a buscarla. Me dijo que era importante que la tome todas las mañanas.
—¿Y por qué yo no tomo nada, mami?
—Porque son distintos, Camilita.

Éramos distintos y se notaba a kilómetros, pero era lo peor que me podían decir. Yo solo quería ser cómo él. Matizar mi torpeza, ser prolija en mis dibujos, tener paciencia para ordenar, hablar y que la gente me entienda. No me salía nada de eso. Toda mi infancia fui un torbellino que rompía cada cosa que tocaba. Era una canasta de rulos despeinados con hebillas coloridas con más energía que horas del día. Ansiosa, invasiva. Él, para variar, tenía todo claro: había un orden y, por ende, había que respetarlo. Hablaba lento y claro. Empezaba un libro y lo terminaba. Sacaba solo los Legos que iba a usar para su construcción y después guardaba cada uno en su lugar correspondiente. Ordenaba los juegos de mesa por el tamaño de las cajas. Vivía en su mundito hecho a escala, un espacio en el que la rutina no podía cambiar. Y vine a aparecer yo a ponerlo patas para arriba.

El colmo para un chico como él era tenerme a mí de hermana, que era por escándalo lo contrario a sus esquemas, orden y repetición. Y no lo hacía de mala, él y yo lo sabíamos. Pero no podía callar mis fuegos artificiales, mi río constante, las siestas repentinas o mis ganas de bailar por toda la casa. Él iba paciente atrás de mis pasitos impulsivos y cortos, dejando todo en orden después del terremoto con mis iniciales desparramadas por ahí. El hecho de que coincidamos en tiempo y espacio podría haber sido algo caótico, pero no fue el caso. Nos hacíamos bien: encontramos códigos muy nuestros en ese tire y afloje de mi libertad egoísta contra su ley firme.

Un tiempito después, mamá y Bauti festejaron que iba a dejar de tomar su pastilla todas las mañanas y, recién ahí, la que tuvo miedo que las cosas cambien fui yo. La idea de que algún día los vasos de Twitty y Dexter nos queden chicos, que nos separen de cuarto o de tener que jugar sola me dio ganas de llorar. Me gustaba mi vida así, con él. ¿Que Bauti deje de tomar la pastillita significaba que ya no éramos más distintos o que éramos todavía más diferentes de lo que yo pensaba? Tragué mucha saliva y pregunté entre lágrimas por qué.
—Ya no tengo más TOC —dijo él y me dio un abrazo.
Yo lloraba sin ruido pero él se dio cuenta porque le llené de mocos el sweater a la altura de los hombros. No sabía qué era eso del TOC ni quería saberlo. Quería que me digan que mi hermano iba a seguir siendo mi hermano como lo conocía. Y que si dejábamos de ser distintos era porque yo me iba a parecer a él, no por otra cosa.
—¿Qué significa eso? —pregunté mirándolo a los ojos a él porque sabía que no me iba a mentir.
—Que te quiero mucho —me abrazó con más fuerza y completó lo que estaba diciendo —, que te quiero mucho y gracias.
—¿Y por qué a mi no me dan una pastillita para ser más buena?
Mamá se acercó a nuestra altura y nos dio un beso en la frente a los dos.

martes, 14 de julio de 2020

El coronel

El Coronel volvió a acomodarse los lentes con los nudillos. En su mano izquierda sostenía firme la invitación. Re-leyó atento cada una de las palabras cursivas garabateadas con prolijidad absoluta en tinta china, negra como su café. Tomó nota en su libretita de bolsillo: AEROPUERTO. 1300 HS. Puso su uniforme de ceremonia en la valija.

Llegó a tiempo como para poder hacer la fila de Aeroparque en paz, sin ningún insolente respirándole en la nuca mientras cuenta los segundos con alguna parte del cuerpo. Podía ser con la punta de los pies, los talones, los dedos enganchados en la presilla de un jean o contra una cartera. Cualquiera de esas lo irritaba. Si había algo que lo sacaba de quicio más que la irresponsabilidad era la irresponsabilidad disfrazada de jóvenes ansiosos.

Ya arriba del avión, su cuerpo oxidado recordó la que supo ser su rutina. Una vida entera entre valijas, en las alturas. Pasó más navidades en vuelo que en familia; o eso es lo que le reprochaba su única hija. Hace mucho no la veía, ni siquiera sabía que había formalizado un festejante, un novio, uno de esos. No fue una sorpresa que vaya a casarse, a fin de cuentas todas las mujeres hacen y deshacen a favor del reloj biológico. Tal vez el factor sorpresa estuvo en la invitación: hace muchos otoños que su voz interna lo había eximido de cualquier responsabilidad como padre y, con eso, de cualquier expectativa de que Renata lo registre como tal. Había asumido que las chances de no verla nunca vestida de blanco eran altas. Por eso se sorprendió con el anuncio de hoy para mañana. En el sobre estaba la invitación y una nota a mano que decía “Me caso, si querés vení”.

Desde que se jubiló no volvió al Cuyo. Para qué. Con un par de postales y el recuerdo opaco le bastaba. Memorias apolvadas, sucias y espesas, hasta incluso deformadas. No le interesaba hacer revisión histórica ni un mea culpa. Pero nobleza obliga, para el casamiento de Renata ameritaba volver.

La tonada sanjuanina lo recibió enseguida encarnada en un remisero que enfiló para la Circunvalación tratándolo como si fuese un turista. Le aclaró que no era un porteño de paso, que volvía para el casamiento de su hija. Que en cuál se casaba, que en la Desamparados, que qué bonita para un casorio, ¿nosierto? Que sí, le dijo, aunque no tenía idea porque cuando se construyó él ya no vivía por esos pagos del oeste. El remisero agregó: “Qué nervios llevarla al altar...”. El Coronel sintió un temblor en el cuerpo.

Llegó a la que supo ser su casa, su base. Reconoció la ventana que encuadra a la distancia la cordillera amarillenta, bañada de atardecer. Apuró la petaca sin que nadie lo vea y la volvió a guardar en el bolsillo correspondiente. Sintió cómo la tibieza del whisky de a poco le daba calor a sus dedos gruesos.

Golpeó en la puerta principal. Ella giró la llave y suspiró un “pasá” nerviosa. Primero la vio de perfil y tuvo que apretarse los anteojos contra el entrecejo. Ya era una mujer. El Coronel le tendió la mano y confirmó la suavidad de su piel. La necesidad de estar en contacto con la materia seguía vigente. Siempre fue un fiel creyente de que lo abstracto era para los débiles pero fue la primera vez que se cuestionó si habrá estado en lo cierto todos esos años. Sus manos quedaron trenzadas y sus miradas coincidieron a mitad de camino. Quiso decirle que qué grande y linda estaba pero no le vibraban las palabras para afuera. Se le cristalizaron los ojos y la abrazó con rigidez porque no quería que lo vea llorar.

miércoles, 8 de julio de 2020

Le chariot

Tengo el rimmel pegoteado y me cuesta despertarme. Abro medio ojo en cámara lenta y afino la vista a la ventana: ya es de día. Me había olvidado lo que se siente tener resaca. Si apago mis pensamientos escucho un punchi-punchi sonando en la parte de atrás de mi cerebro y creo que si hablo no tengo voz. Estiro la mano para palpar lo conocido. Sábana, acolchado, perro; por lo menos esas tres certezas siguen ahí. Me duelen partes del cuerpo que desconocía como si un tractor hubiese pasado por encima de cada uno de mis músculos y después hecho reversa como para asegurarse de haber roto todo. Junto voluntad y cuento hasta tres para incorporarme. La misión es simple y concreta: pararme, lavarme la cara, tomar agua. Mucha agua. ¿Así se sentirá envejecer? A los 16 esto no me pasaba. A la cuenta de 1. El hombro me pesa más de lo normal. A la cuenta de 2. Siento que una mano invisible me está aplastando con toda su fuerza. A la cuenta de 3. Estoy sentada en la cama. Encaro el espejo y me encandilo. Tengo los labios hinchados, las ojeras mega hundidas pero además rayoneadas con delineador corrido, mis rulos parecen un plumero y ¿qué es eso en el cuello? Me niego a que sea un chupón, lo franeleo con ímpetu como si mis manos fuesen una goma de borrar. Sigue ahí. El nombre del pibe. Era... era un nombre muy particular. De otra época, como si esa palabra hubiese sido pensada solo para designar grandeza, reyes, imperios. ¿César? No, César no era. Ordenemos: cumpleaños, cerveza, bar, muchacho lungo, otro bar, cerveza, qué lindo tu hoyuelo, botellas vacías, me gustás creo, vereda, cerveza, ¿bajón?, su auto, la puerta de casa, pasá, charlar en la mesada, comer en la mesada, chapar en la mesada, chau en la mesada. Las fotitos de la noche se me separan con flashes muy blancos entre sí pero creo que voy recopilando todos los hechos. ¿Adriano? Tampoco. Bajo a tomar agua y encuentro la cocina más limpia que como la debo haber dejado antes de partir al cumpleaños. Estoy segura que mi álter ego ebria no le importa mucho la limpieza así que debe haber sido él. ¿Augusto? La mesada está despejada y me llama la atención un pedacito de papel doblado con algo adentro. Con movimientos lentos pero firmes lo agarro y me lo pongo a la altura de los ojos. “Vos sabés que significa. Le Chariot para todos. -C”, decía en una mayúscula varonil pero prolija. Enganchada al mensaje improvisado, había una carta de tarot. El carro, le chariot, la VII. Esa información es lo mismo que nada. El dibujito no es para nada sugerente: una persona con armadura, corona y rulos en un carruaje, dos caballos que apuntan a lados distintos pero miran un punto en común, media rueda. El que maneja tiene dos caritas en los hombros. Ya descarté César, ¿no? Opto por lo que haría cualquiera que no puede hilar dos pensamientos seguidos: googlié. La primera página sugerida me dijo que la carta significaba “accioná en el mundo”. Accioná en el mundo. La puta madre. Se me abrieron ochenta pestañas en la computadora mental. Ese era el mantra que repetí hasta el cansancio anoche. Mis imágenes borrosas empezaron a tener sonido. En el cumpleaños alguien contó algo de un curso online de arcanos mayores del tarot y soltó esa máxima. Se lo dije a Cristiano -¿Cristiano?- en el primer bar. Lo grité parada arriba de una silla en el segundo bolichito al que fuimos. Se la tiré al pasar sin introducción a tres personas que nos cruzamos en la vereda. Se lo dije al oído en la puerta de casa cuando lo invité a pasar. Constantino. Ese me suena. Busco entre mis contactos del celular si existe y sí, ahí está. Abro su chat y veo en simultáneo el “escribiendo...” que tanta ansiedad suele darme. Suelto el teléfono como si estuviese haciendo algo ilegal y espero. Espero. Mientras tanto, pienso cuántos papelones habré hecho con el sujeto en cuestión. ¿Hay vuelta atrás después de ver a alguien en un nivel de borrachera tan decadente como el mío? Se ilumina la pantalla y leo: “No sé qué mierda fue todo eso de Le chariot pero me caíste muy bien anoche. ¿Cuál va a ser nuestra próxima carta?”. Me peino para responderle como si me estuviese viendo y me doy cuenta que en realidad no sé absolutamente nada de tarot. Podría googlear una respuesta ocurrente pero ya estoy vieja para eso. Abro el chat y dejo que mi intuición responda. Supongo que esa también es una forma genuina de accionar en el mundo.

lunes, 6 de julio de 2020

Falso vivo

Me hablaste y automáticamente me dieron ganas de llorar. No sé si estaba con ganas de vos pero, de todas formas, me saqué la remera de pijama vieja que tenía puesta, me puse un corpiño negro de encaje y arriba un sweater rojo que me encanta para hacerme la casual, claro. Típico. Estar tirada en la cama con un jogging gris que me hace buen cuerpo, mi corpiño más lindo y la cantidad justa de rimmel para que mi producción haga efectos pero pase desapercibida. El show del siglo 21, esa falsa intimidad que nos dan las camaritas frontales, el supuesto vivo. Nos creemos que entramos a la cotidiana del otro como haciendo puntitas de pie, como si no hiciéramos ruido, como si la otra persona no registrase nuestra presencia. ¿Qué hacías? Nada, acá, tranqui, en mi cama. Mentira. ¿Por qué me esfuerzo tanto en mentirte? En el instante que me hablaste estaba comiendo dulce de leche del pote sentada en la mesada de la cocina pero eso no te lo cuento. No me muestro. Es todo ángulos, ilusiones, fantasías. Verdades a medias. Somos productores de contenido full time y nadie nos paga por eso. Community managers del sí mismo, todos.

Tardé en contestarte porque necesitaba arreglarme lo suficientemente desarreglada pero linda y en todo ese tiempo se ve que te aburriste. Te contesté y me quedé esperando respuesta. Estabas online pero no en mi chat. ¿Hablando con otra? Me dio rabia. No eran celos porque no hay nada para celar. No voy a negar que no me jodió. Igual no eran celos. (Tal vez si lo repito por tercera vez me lo creo). 

No eran celos.

Bueno, un poco sí. Me desconozco celosa.

Me molesta no quererte, no buscarte, e igual desilusionarme, qué querés que te diga. Qué difícil es lidiar con las expectativas y toda esa mar en coche. Me agota, me agotás vos; por eso es que trato de no meterme. Pero mientras más decido quedarme en la periferia, suenan bocinazos y sirenas y música que me convence, vos me convencés, y así, cruzo casi involuntariamente y se da el atropello.

Me cansa querer coincidir con la imagen que creo que te armaste de mí. Me encantaría que sea más fácil, que no haya segundas intenciones, entenderte de una. Pero cuando me ofrecen ese combo vainillita y masticado me aburro -perdón, soy todo lo que siempre odié-. Así que me esfuerzo por ser esa mina que es linda sin esforzarse y tiene la panza chata después de comerse una hamburguesa, que usa siempre corpiños de encaje y es inteligente e irónica y graciosa todo a la vez.

Pensé que no me ibas a contestar así que volví a mi remera de pijama vieja, tanto más cómoda que cualquier otra cosa que intente hacerle competencia. Me saqué los lentes de contacto, me puse mis anteojos sucios. Me acosté y retomé mi libro de turno. Pensé que eras un boludo y una videollamada entrante interrumpió el fluir de mi conciencia. Atendí y del otro lado de la cámara estaba usted señorito, en pijama, comiendo dulce de leche del pote. “No sabía que usabas anteojos”, dijiste y después me hiciste una joda sobre una secretaria hot.

viernes, 3 de julio de 2020

Lo que se hereda no se hurta

Sonó el teléfono de línea y lo dejé sonar tres veces antes de levantarme de la cama para ir a atender. No tenía registro de cuándo fue la última vez que lo habría usado. 2020, no hay nada que no pueda decirse en dos renglones de Whatsapp o, en su defecto, una nota de voz. Nadie te llama al fijo a no ser que sea una mala noticia, algún call center reclamando deudas de alguien que ya no vive más acá o mi vieja que se rehúsa a convivir con la tecnología. Atendí y, todavía adormilada, escuché las cuatro palabras mágicas que venía esperando hace años. 
—Meli, se murió Tita —pronunció temblorosa mi mamá, casi con entonación de pregunta al final.
Me quedé esperando que me diga algo más pero solo se escuchaba su respiración del otro lado del tubo.
—¿Cómo fue?
—Parece que de un infarto, estoy por salir para su departamento. ¿Te veo ahí, pichona?
Su departamento. Hace varios cumpleaños que venía amagándole a la abuela para que me ceda ese tres ambientes en pleno Recoleta. Que ella se vaya a un geriátrico, no sé. Vieja egoísta. Respiré hondo para que no se note que detrás de mi tono de circunstancia había un poquito de excitación y segundas intenciones.
—Sí, en 15 salgo.
Mamá moqueaba.
—Una cosa más, vieja —la interrumpí antes de que pueda empezar a despedirse.
—¿Sí?
—Ya te dije que no me gusta que me digas pichona.
Cortó. 

Acuse de recibo. Mientras estaba en camino para Recoleta me acordé de un profesor de teatro que tuve mientras estaba en la facultad. No me acordaba su nombre ni los rasgos de su cara, la única huella que me dejó fue esa instrucción. Acuse de recibo, qué manera rebuscada de pedirme que reaccione. Nunca tuve mucha leña como actriz, creo que él lo sabía y por eso le di tanto trabajo. Era mutuo el desagrado. Registrá lo que te dicen, date lugar para la reacción, acuse de recibo, vamos, acuse, vamos. Básicamente me cagaba a pedos todas las clases. Lógico, terminé dejando. Caminaba apurada esquivando hombros en la vereda porque quería llegar antes que mi vieja al departamento y poder recorrerlo a solas. Mi futuro hogar. Mi casita. Acuse de recibo, ahí estaba la clave. Actuar de nieta dolida. Meterle lágrimas, moco, todos los chiches, y, recién ahí, esbozar mi mentira.

Llegué primera y el encargado me dejó entrar. El cuerpo ya no estaba. Me explicó cómo fue el proceso desde que la vecina del C llamó preocupada a cómo fue que los de la funeraria se la llevaron mientras empezaba el tramiterio.
—¿La funeraria? Si todavía no llamamos.
—No, sí, parece que la señora Carmen se ocupó de todo de antemano. Lo dejó todo preparadito, eso me decía siempre que la ayudaba a subir las compras del súper por el ascensor. Que su familia no se iba a tener que preocupar de nada.
Hubo un silencio incómodo. Vieja de mierda, ¿cómo que dejó todo preparado?
—Un angelito, Carmen. Una pena —el hombre no se callaba. —¿Tita le decían ustedes?
—Sí, terrible —dije con mi mejor cara de culo. Necesitaba que se vaya y no se movía del marco de la puerta principal.
Vieja de mierda, ¿a qué se refería con que lo dejó todo planeado? ¿Cuánto era todo?
—Un angelito... —seguía repitiendo el encargado cada vez en voz más baja hasta que se fue.

Finalmente me quedé sola. Revolví todos los cajones a ver si encontraba un testamento, un papel, un algo. Nada a la vista. Con lo organizada que era, era obvio que le debía haber dejado al escribano como tres copias en las que oficialmente me cague. Tampoco me sorprendió lo limpio que estaba todo. Siempre pulcra la abuela Tita, nunca menos. Por eso no le gustaba que la visitemos. “Los nietos ensucian”, nos decía. Como si tuviésemos una especie de culpa por respirar y contaminar su aire perfecto. Por eso se murió sola en su cajita de vidrio y mármoles inmaculados. Con amenities y buena vista, dicho sea de paso. Y muy buena circulación, nunca lo había registrado con tanto detalle. Mi futura casita. Tenía que hacer las cosas bien. Concentración.

Me frené en el espejo de su cómoda.
—La abuela me prometió que me iba a regalar su departamento cuando ella no esté más —dije mirándome a los ojos, fingiendo el llanto exagerado. Poco verosímil. No me convenció.
Lo practiqué devuelta. Esta vez con unas lagrimitas más sutiles.
—La abuela me prometió que me iba a regalar su departamento cuando ella... —la pausa iba a sumar credibilidad—... no esté más.
Iba queriendo. Fui por una tercera y última versión con datos precisos e inchequeables. La versión definitiva.
—La abuela me prometió la semana pasada cuando hablamos por teléfono que si... que si el día de mañana le pasaba algo... —pausa para secarme las lágrimas— ...me iba a regalar su departamento.
Perfecto. Nunca debería haber dejado teatro.

Vi una pulsera de esmeraldas gruesa y me la metí en la cartera sin culpa. Ventajas de tener todos primos varones. Y, bueno, la tía que se joda. Seguí dando vuelta cajones. ¿Aparecerán por acá en un rato? Me sorprendió que no haya ni un portarretratos con fotos de sus nietos en ningún rincón. Tenía que ganarle de mano a la tía si es que venía. Ni una foto para caretear con sus otras amigas paquetas, qué tipa fría. Tampoco pretendía encontrar mucho. Ni siquiera me llamaba para mis cumpleaños. La única vez que me felicitó por algo fue cuando me recibí de arquitecta: me mandó un mail que decía en el asunto “Ya era hora, Meli” y en el cuerpo no decía nada. Ácida como ella sola. Y como mi vieja. Bah, y como yo. Está bien, la crudeza puede que sea de familia pero con mamá por lo menos la sabemos disimular. Alguna vez me podría haber regalado un chocolatito o un caramelo como hacían los abuelos del lado de papá. No sé, algo. Era muy evidente que desde que se murió el Nono, Tita perdió lo único decente que le quedaba; por lo menos en frente de él se hacía la buena con nosotros.

Mi vieja tocó timbre y apreté el botón al lado del teléfono para autorizarla a entrar al edificio. Un teléfono medio vintage pero con onda, tenía buen gusto Carmencita. Rogué que el encargado le esté sacando charla como a mí para tener tiempo de practicar mi línea una vez más. La repetí dos veces para adentro y me mojé un poco los lagrimales con el agua de la canilla. Lista. Que empiece el show.

Abrí la puerta. Mamá se estaba refregando los ojos y me ganó de mano al hablar.
—Tu abuela me prometió la semana pasada cuando almorzamos que si... que si le pasaba algo —pausó para secarse las lágrimas— quería que yo me quede con su departamento.

Puta madre. Mamá también era buena actriz.

jueves, 2 de julio de 2020

Cuenta regresiva

Diez. Los hospitales tienen olor metálico y también frío. No me gustan. De noche solo me acompaña el pip-pip de la maquinita que me marca los latidos, cada vez más espaciados entre sí, y Marisa, la enfermera del último turno. Escuchar sus Crocs gomosas apurarse y desacelerar por el pasillo es una de mis actividades preferidas desde que me internaron. Las otras enfermeras no son tan reconocibles, usan todas las mismas zapatillas blancas y parece que caminaran flotando. Todas tienen la cara repetida y me dan instrucciones con frases hechas que ya me aprendí de memoria. “A ver, negrita, levantamos un poquito la cabecita” y me acomodan la almohada casi sin tocarme. Marisa no. Marisa tiene siempre las manos tibias y todas las noches estrena un color de uñas nuevo. Jamás me habló en diminutivo. El esmalte de hoy era naranja flúo. Me dijo que algún día me lo traía y me las pintaba en uno de sus recreos.

Nueve. En frente mío hay un cartel con crayones que hizo Mili, mi sobrina. Cada vez que abro los ojos veo dos chicas de la mano, llenas de rulos, una más alta que la otra y muchos -muchos- corazones alrededor. Arriba del dibujo, un “MEGORATE LUGI” en mayúsculas desprolijas que tiene poderes sanadores: cada vez que lo veo sonrío. Carla me contó mientras lo pegaba que su criatura todavía se sigue confundiendo la J con la G y no pronuncia bien la R. Nos acordamos que las dos dijimos “cunclillas” hasta los diecitantos y nos reímos en voz alta. Su carcajada se volvió llanto y me dijo que me iba a extrañar mucho.

Ocho. Hoy me sumaron un tubo que me entra por la nariz y no sé a dónde va. Ya no pregunto más. Desde que me lo pusieron solo siento esa molestia en la punta de la cara, las sensaciones en el resto del cuerpo se me van deshaciendo de abajo para arriba. Hace un rato quise mover los dedos gordos de los pies y me olvidé cómo se hacía.

Siete. Hay un payaso que viene cada tanto. Me cae simpático. Cuando me visita se saca su nariz roja y veo cómo el piolín que la ata le marca los cachetes. Se sienta en el sillón que está a la izquierda de mi cama y conversamos. La historia que más me gusta contarle es la de un payaso que animaba las salas de espera del médico al que iba de chiquita. Tenía un solo sketch que me descostillaba de risa: inflaba muchos globos y después los quería usar como silla. Cuando se explotaban gritaba “ay mi cutis” y todos nos reíamos con él. Una vez, mamá me pidió que la acompañe a buscar a la abuela por su limpieza de cutis y yo no quise ir porque me daba pudor. Me enteré que cutis era cara cuando cumplí 18.

Seis. Me cuesta cada vez más abrir los ojos. Me encantaría que me pase con los oídos: poder cerrarlos, apagarlos. Hay cosas que es mejor no escucharlas. “¿Cómo la ves?”, preguntó mi hermana. Respondió una voz honda y precisa: “Carla, andá despidiendote”.

Cinco. Los sueños se vuelven cada vez más detallados y tangibles. Abro y cierro los ojos. Veo mi casa de San Juan. En un instante puedo recorrer mentalmente cada uno de sus rincones desde un metro diez de altura. Siento en todo el cuerpo una descripción muy mía y calentita. Siento especias que me pican en la nariz: estoy en la despensa, al costado de la cocina, el espacio ideal para jugar a las escondidas. Cierro los ojos y toco la madera patinada de celeste de mi casita fun-size al fondo del jardín. Siempre me gustó el concepto de “fun-size”: todo lo chiquito es más divertido. En los pies siento la alfombra del playroom y también el olor a jazmín del cielo que estaba cerca de la pileta con forma de L que tenía cocodrilos en la parte honda. Los cocodrilos hacen perrito guardián para que no vaya a las partes que no hago pie. De a poco se me deshace el sabor de las mil ciruelas de verano que regala mi árbol preferido. Qué rica es esa casa.

Cuatro. Marisa está enfrente mío. No la escuché llegar. Me dice que estoy perdiendo la lucidez y yo quiero convencerla de que es mentira pero no me salen las palabras en voz alta. Estoy más despierta que nunca. Es como cuando mis papás nos despertaron en pleno invierno para subirnos al auto cargado y emprender un viaje sin aviso: tantié todo con los ojos entrecerrados para no despabilarme. Pero estaba despierta, estaba ahí. El cuerpo de Carla calentito también estaba ahí, pegado a mí. Quería preguntarle a mamá a dónde estábamos yendo y que me responda la verdad. “A Buenos Aires, Luji. Pasó algo con la abuela Pochi”, la puedo escuchar aunque nunca lo dijo. Viajamos callados los 1200 kilómetros pero yo estaba despierta. Despierta como ahora.

Tres. Me cambiaron de cuarto, Marisa me dijo que era para mejor. Me acordé de los inviernos en Bariloche. Mis abuelos tenían una casa enorme en la base del cerro donde entrábamos todos. 3 pisos y algún que otro recoveco secreto lleno de fotos y ropa de ski usada. Todos los cuartos tenían algo especial, una ventaja única que usaban para convencerte de que ese año te tocaba el mejor de todos. Alguna ventana que da a la montaña, una calefacción que anda mejor que el resto, un baño en suite. A mí ninguna de esas me importaba: lo único que quería era que me toque dormir en el sótano, en alguna de las 4 camas cuchetas que solían ocupar todos mis primos varones. Me crié rodeada de testosterona y adolescentes torpes con olor a chivo. Si cierro los ojos escuchó a mi viejo cantar para joderlos “mi barba tiene tres pelos, tres pelos tiene mi barba”. Se la canté a Marisa y me dijo que la conocía. Yo pensé que la había inventado mi papá. Siempre fui la mujer más chica de la familia. La princesita que había que cuidar y proteger. En frente mío, nada de malas palabras ni juegos bruscos. “Juego de manos, juego de villanos”, la voz de mamá resonaba en la conciencia de todos con cierta distancia. Supongo que por eso los varones se iban a jugar lejos mío. Y no solo eso. Se robaban a Carla también. Ella, tan delicada y cuidadosa conmigo, me daba la espalda para ser bruta con los otros. Se tomaba vacaciones de cuidarme. Pero lo que nunca nadie entendió es que yo no quería que me cuiden: quería tener un yeso en el brazo como Nico, romperme una paleta como Tebi, tener moretones por hacer piruetas como Sebas. Lo único que conseguí de ellos fue usar la ropa de varón que les iba quedando chica. Y no importaba cuánto crezca año a año: la ropa de varón siempre me quedaba grande. Ahora siento que estoy rota y no me gusta. Le pedí a Marisa que le diga a Carla cuando venga que muchas gracias por cuidarme todos esos años.

Dos. Abro los ojos y hay mucha gente mirándome. Están borrosos, se derriten como un cuadro de Dalí. Entre las siluetas reconozco a mamá y la saludo. Hace mucho que no la veo. Mamá me responde con la voz de Carla y me dice que descanse, que seguro estaba cansada y por eso me estaba confundiendo. Se me cierran los ojos y escucho que Mili pregunta por qué saludé a la abuela si hace mucho que está muerta.

Uno. Ya no escucho el pip y no tengo más frío. Creo que de lejos veo a mis papás.


martes, 16 de junio de 2020

Arbitrario

Era de esas noches fresquitas de febrero o marzo. Esas que, sin saberlo, empiezan a despedir el verano. Ya habíamos llenado a tope el cenicero y habían un par de cadáveres de Quilmes arriba de la mesa. Él me estaba contando un par de anécdotas de cuando vivió en Madrid y, de paso, me relató orgulloso que dio el presente en el Bernabéu en la final de la Libertadores y gritó con todo el pecho, goloso, esos tres goles icónicos.
—¿Ubicás el partido que te digo? —me preguntó entre pitada y pitada.
—Más vale, 9 de diciembre. River-Boca —tomé un traguito más de birra—. Seguí.

Se quedó mirándome fijo, como si de repente le hubiese hablado en arameo. Me miraba con los ojos abiertos, parpadeando lo justo y necesario. Siguió con su cuento. Al principio iba tanteando sus palabras como en puntitas de pie, a ver si lo seguía. Cuando se dio cuenta de que yo parlaba el ABC del fútbol, empezó a entregarse a la historia mucho más.

Él no estaba al tanto de que tengo un máster en acumulación de datos inútiles, imposibles de colar en conversaciones. No elijo acordarme, la información decide quedarse arbitrariamente y no borrarse nunca más de mi memoria. Digo arbitrariamente porque me encantaría poder elegir qué retener; pero lamentablemente no es el caso. De hecho, me suelo olvidar de lo importante -lo importante para mí. Los criterios de relevancia de mi cabeza no son de fiar.

Sé sin titubear los primeros quince dígitos del número Pi, el paso a paso detallado de cómo es el proceso de exportación del petróleo, cuándo se festeja la independencia en Argelia y todas las teorías conspiranóicas sobre la muerte de Lady Di detalladas. Son datos que quedan, que juntan polvo en algún cajón mental. Nunca les encontré vida útil, no voy por la vida contándole a la gente las capitales de África. Toda esa información convive en mi cabeza en una colección aleatoria y silenciosa.

Mientras me prendía otro pucho, por adentro me iba acordando. Armani, Montiel, Maidana, Pinola, Casco, Palacios, Ponzio, Pérez, Fernández, Martínez, Pratto. Sí, no podía explicar cómo pero me sabía la formación de los millonarios de ese 9 de diciembre. Él me seguía contando detalles del partido y, mientras gesticulaba, me miraba embelesado. No sé si me miraba a mí o si es que, en realidad, estaba viendo más allá; como si en su mente solo existiese esa cancha y pudiese repetir cada jugada en HD. Sí, Armani, Montiel, Maidana, Pinola, Casco, Palacios, Ponzio, Pérez, Fernández, Martínez, Pratto. Me los sabía. Podía ver muy claro los apellidos en un dibujo de una canchita que vi varios días seguidos en el noticiero.

Creo que en algún momento le tenía que aclarar que en realidad no me importa mucho el fútbol; pero había algo de esa final que me atrajo allá por 2018. En el momento fue imposible de ignorar. Digo “allá por” como si en estos dos años hubiese pasado una vida entera porque según mi concepción del tiempo así fue. Mi agenda de ese fin de año tuvo que bailar alrededor de los cambios de fecha constantes y esa final me terminó importando. Supongo que me atrajo eso: cómo todo un país tuvo que reacomodarse varios fines de semana seguidos. Me acuerdo que se reprogramaba cuándo rendir los finales, rodajes de cortos, festejos de cumpleaños y hasta casamientos. Será que lo consideré cultura general, no sé.

Él hizo una pausa en su verborragia y me preguntó si me estaba aburriendo. Negué con la cabeza y sonreí:
—¿Vas a contarme todo menos el último gol del Pity? ¿En serio?

Lo volví a sentir como descolocado, mirándome cada vez más de reojo. No entiendo si era la primera vez que una mina le podía mantener una conversación sobre fútbol, si pensó que lo estaba boludeando, si nunca había conseguido a alguien que escuche su monólogo en primera persona del Bernabéu hasta el tercer gol inclusive. 

Me preguntó cómo sabía eso y estaba por empezar a enredarme en una explicación de por qué sé con detalle cómo se funde el oro. No, arrancar con lo del oro no era una buena explicación. Pi, petróleo, Argelia, Lady Di, capitales africanas. Ninguna de esas me convencía. Estaba a punto de intentar responderle y limitó su pregunta a un multiple choice, demasiado reducido para mi gusto:
—¿Tenés hermanos varones o te gusta el fútbol?
Me pegó un poco en el ego.
—¿Esas son las únicas opciones?
Él seguía con su parpadeo prólijo, rítmico, lento.
Me atolondré a decir algo, lo que sea, antes de que me responda.
—Armani, Montiel, Maidana, Pinola, Casco, Palacios, Ponzio, Pérez, Fernández, Martínez, Pratto —solté de un tirón sin respirar. 

Se quedó congelado, como asintiendo en una especie de cámara lenta. Creo que en su mente quedaron flotando esos 11 titulares como eco.

Siguió en silencio un poco más y se sirvió el último culito de la birra que quedaba. Me tildé mirando la Quilmes vacía. Seguimos fumando sin hablarnos por un rato. Me quise acordar del nombre del alemán que la inventó. Soy hija única y el fútbol me da lo mismo. ¿O era sueco? El de la Quilmes, digo. Me pareció un poco boluda su pregunta. No, inmigrante alemán. Bemberg, creo. ¿Le digo algo? Bemberg, sí. Otto Bemberg. 
—¿En qué te quedaste pensando? —preguntó.
Sentí que me frenaban en seco. Levanté la mirada. 
—En nada. 


Fui adentro a buscar la última birra y ese fue el fin del verano. 



miércoles, 10 de junio de 2020

Estrenarte

Sonaba una de Fito y la tarareaste a destiempo. “Me hace acordar a mi viejo”, dijiste mientras te despeinabas el fleco moviendo la cabeza. Después creo que me contaste una anécdota que entendí a medias sobre cómo se compuso esa canción. Si me preguntás qué me acuerdo de esa noche lo único que puedo afirmar es que sonreí mucho, muchísimo. ¿Ubicás cuando te duelen los cachetes de reírte? Bueno, así. Creo que te dije eso textual también. No me acuerdo todos los detalles, perdón. Me pasa lo mismo cuando veo películas que me gustan o leo libros que me vuelan la cabeza: mi cerebro borra todos los contornos y cuestiones específicas. Me quedo solo con la sensación y la certeza de que la pasé bien. Después releo la novela o me engancho con la película como si nunca la hubiera visto, todo se me hace nuevo. Me vuelvo a reir de los mismos chistes, lloro en la misma escena, me sorprende el mismo plano. Mi cabeza me regala estrenos ilimitados.

Creo que con vos me va a pasar lo mismo. Va a sonar una de Fito y me voy a volver a enamorar.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Enviar

Los millenials también escribimos cartas de amor, que quede claro. Está bien, no tendrán la mística del papel perfumado o el trazo femenino y hasta tal vez seductor que pueden llegar a tener algunas palabras escritas a mano, pero que a nadie se le ocurra decir que “el romanticisimo está perdido” o alguna de esas giladas apocalípticas. He aquí mi mejor intento para reafirmar esta teoría.

Creo que las prácticas de hoy son hasta más valientes, más dignas, porque, claro, Romeo le mandaba una carta a Julieta y tenía dos semanas para hacerse la cabeza de las posibles alternativas. En cambio, yo, muevo los pulgares —con una velocidad que a veces me asusta— y ensayo sobre tu chat el mismísimo borrador que está a una flechita de verde de convertirse en la versión final que te vas a desayunar sin paragolpes. No entiendo muy bien cómo funciona la distancia en este siglo 21 virtual. El espacio físico como parámetro de medición quedó obsoleto y, de repente, medimos todo en tiempo. Todo en ya. Descartes había dicho algo así como pienso, luego existo y creo que hoy se pegaría un tiro porque no existe más ese luego. Ahora vendría a ser una especie de "tipeo mientras existo y nunca pienso". Perdón, amigos de la Antigua Grecia, pero necesitaría que me actualicen las máximas.

Y, ya sé, ya sé que pensás que me estoy yendo por las ramas. Puedo imaginarme cada una de las expresiones de tu cara mientras leés esto. Tu mirada de qué carajo está diciendo esta mina te queda linda entonces no me jode mucho seguir con este preámbulo. Pero bueno, está bien. Voy sin mucha más anestesia. Te estás confundiendo. Te lo digo porque antes de ser esto raro que somos (o que fuimos o que podríamos haber sido o quién sabe qué) fuimos amigos y eso no me lo podés negar. Y te conozco, te conozco mucho. Te conozco tanto como para decirte que necesitás a alguien que te desafíe y te haga pensar, que te pelee y que también te dé la razón cuando la tengas. ¿Enserio me vas a decir que lo de esa noche fue un error? ¿Un pifie de borrachos? Sabés perfectamente que no. Perdón que te lo diga eh, no quiero herir tu hombría ni mucho menos, pero sos un cagón. Ojo, yo también soy una cagona, pero a esta altura solo queda el famoso perdido por perdido... Y si voy a quedarme con un gusto amargo, que sea porque no te gusté de verdad, no porque me conformé con tu no de mentirita. Este es mi mejor intento de hacer algo valiente y romántico en los tiempos que corren.

No hay un remate digno para mis palabras pero me conformo con la idea de que a esta edad no existen los cierres perfectos. Enviar.

miércoles, 13 de mayo de 2020

De la mano

En la mesa de al lado había una pareja de viejos pidiendo la cuenta y los escuchamos de rebote. Le estaban contando al mozo la anécdota de un cumpleaños sorpresa para uno de sus nietos que salió mal. El mozo se reía genuinamente, no por compromiso. Era una carcajada real, de esas que salen de la panza. Dejaron mucha propina y se fueron caminando lento de la mano. Me dieron ganas de ser como ellos cuando sea grande y a Matías también le picó ese bichito. Esa conversación vecina a medias nos sirvió de inspiración barata para imaginarnos a nosotros más grises y blanditos, con infinitos pliegues en la piel. Jugamos a ser ellos. “Dale, querida, apurate”, me dijo en un susurro áspero, frunciendo el ceño mientras señalaba su reloj y encaraba la salida. Yo me reía en mi mejor carcajada de setentona. Había algo en su mirada bruta, sincera, que se mantenía vigente con el supuesto pasar del tiempo. Nos sentamos en la vereda a ser testigos de la madrugada, Dalís pincelando un cuadro con recuerdos derretidos que todavía no habíamos vivido. Hubo algún que otro beso pasajero pero siempre concentrados en no romper la nube de teorías tibias, cálidas, que estábamos diagramando. Teorías efímeras pero concretas. Perfumadas con olor a jazmín. Hasta pensamos un hipotético árbol genealógico y alguna sorpresa de cumpleaños que podía llegar a fallar. Fuimos raíces, techo. Fuimos familia. Cómplices del amanecer, teñidos de dorado y en silencio, le guiñamos un ojo al destino y caminamos a casa. Caminamos de la mano, espero que en la dirección correcta.

viernes, 8 de mayo de 2020

Nominados

Odio las salas de espera y todo lo que representan. Me como tres uñas. Miro todas las historias de Instagram subidas hasta el momento. Ignoro dos llamadas de mi papá. Saco el libro que paseo siempre en la cartera pero no amago a abrirlo. Me parece más tentador leer a los otros infelices sentados cerca mío: qué hacen de su vida, qué miran en el celular, qué querían ser de chicos. Qué esperan. Qué harían si solo les queda un mes de vida. Qué sé yo, lo de siempre. Dudo que todos tengamos el mismo diagnóstico. Alguien va a tener más suerte que los otros. Andá a saber quién gana.

Me imagino un reality show al estilo yanki con luces, música de suspenso, un presentador de traje y una asistente 90-60-90 con un vestido de lentejuelas doradas. Un reality show barato, cínico, morboso. Mandá “MILAGRO” al 2020 y elegí quién se salvará esta temporada. Un hitazo.

Una voz en off pide redobles y presenta a la primera participante. La rubia que ocupa todo el sillón con sus cosas sonríe a cámara y hace un símbolo de la paz con la mano, mostrando sus uñas pintadas de fucsia y todas sus pulseras con cascabeles. La voz en off relata el cuadro médico mientras la pantalla muestra un zoom in que avanza lento hasta llegar a un primerísimo primer plano de su cara. Una cara hegemónica, claro. Le ofrecen decir unas palabras y asiente. Se apagan todas las luces alrededor, alguien vestido todo de negro le acerca un micrófono. Un reflector la alumbra desde arriba y musicaliza una melodía emotiva. Está por articular una oración para romper el hielo y la sonrisa Colgate se le desarma en lágrimas. El conductor retoma el fail e improvisa que es momento de ir a la tanda. Producción le acerca pañuelitos a la rubia. El público, interpelado: se escucha el moqueo generalizado de la audiencia.

Termina la tanda y la cámara se acerca al segundo participante. “Javier, estás nominado”, relata una voz cruda y gruesa por el altoparlante. El pelado tiene bermudas y una camisa manga corta color beige. Se nota que la ropa le queda grande, tiene la cara chupada y las ojeras ahuecadas. ¿Será por la quimio? El reflector lo enfoca de lleno, hace la señal de la cruz y empieza a buscar un versículo en su Biblia de bolsillo. "Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el Reino de los Cielos", relata en una templanza asquerosamente molesta. Los números del rating se derrumban y el Dios que habla por la cucaracha decide que terminó su turno. Lo sacan de plano en milésimas de segundos y le toca al siguiente participante. Yo. 

Sí, yo. Allá, en una esquinita, depositando lo poco que peso en una de las sillas de acrílico blancas y de mala calidad que abundan en el hospital. Encorvada, desprolija. Tengo el uniforme de colegio corrompido por la moda de turno y una bandolera cargadísima de cosas. Se notan a kilómetros todos mis intentos de rebeldía inútil. Me preguntan cuántos años tengo, respondo 16. Acordes de suspenso tensan el ambiente.  “¿Estás con alguien?”, tiran la bomba y el público hace silencio. Suman un reflector que me encandila y parece que lloro. Niego con la cabeza. El de la Biblia me acerca un pañuelito, no gracias. Hay algo en su mirada que me hace acordar a mi papá, chequeo devuelta mi celular: otra llamada perdida. 

Suena mi apellido por el parlante de la sala de espera y freno con los ojos en todas las puertas, buscando a alguien vestido de bata blanca. Consultorio 17. En la quiniela, el 17 significa "la desgracia". Una viejita con ambo y cara de buena repite mi nombre. Veo que hay un sobre en su manos arrugadas, me pregunto si algún día voy a tenerlas así. La cara de pánico me delata y la doctora reconoce que soy la paciente que está llamando. Mientras camino hacia ella me dicen por cucaracha algo que no puedo entender pero no importa porque ya es muy tarde para escuchar sugerencias ajenas.

Quiero seguir participando. Tengo miedo. Entro al consultorio.

—¿Me esperás que llamo a mi papá?

jueves, 7 de mayo de 2020

Un otoño que se rinde de a poquito

Nuestro jardín estaba lleno de hojas color mostaza, crocantes. Sí, me acuerdo porque esa fue la palabra que usaste.
—¿Crocantes? —te pregunté, tratando de darte una chance para que no parezcas un goma que hablaba en idioma de dibujito animado.
Que sí, que crocantes, respondiste con la frente en alto y rompiste una en cuatro pedacitos para que lo pueda escuchar con vos. Me pusiste el mechón de pelo que siempre se me despeina atrás de la oreja y me diste un beso en el cachete. Me dijiste que te ibas a ir. Que te tenías que ir, énfasis en tenías. Y en el momento no lo entendí, perdón.

Ahora cada vez que veo hojas secas pienso en vos. Me encantaría acordarme con tanta nitidez lo que me dijiste el día que me invitaste a salir por primera vez, lo que te dije yo el día que nos conocimos, la frase con la que me confesaste que creías que lo nuestro iba en serio. Pero no, esa parte la tengo borrosa. Se me desvanecen los diálogos, se me desdibuja. Se me deshace todo, salvo tu otoño. ¿Crocantes? ¿Esa es la palabra que elegiste tatuarme?

Me hubiese encantado que te vayas pegando portazos. A los gritos, bien exagerado. Que nos escuchen los vecinos. Que mis amigas te digan “el toxi”, que mi hermano te odie. Pero no. Quedó un recuerdo inmaculado de tu cara sonriendo y una bocha de portarretratos en casa con fotos que no sé dónde guardar.

Te fuiste y encima me dejaste hábitos, rincones, rutinas. Recetas. Canciones que sumé a una playlist muy mía. Un buzo y dos remeras de pijama, una que dice Kuala Lumpur y otra muy cómoda con un estampado horrible e indescriptible. Aparecés hasta en mi algoritmo de Netflix.

Ahora bato el café como me enseñaste porque es verdad que así queda más rico. Uso tu taza del pato Donald y me instalo en el sillón que da a la ventana donde te solías sentar a existir. Se ve el jardín, se ve cómo el otoño se va rindiendo de a poquito. Hay silencio y el sillón me queda grande y te sigo extrañando y solo tengo un café edulcorado con gusto a vos.

También hay una montaña de hojas secas esperando, hace mucho tiempo ya, que alguien vuelva a hacerlas crujir.

lunes, 20 de abril de 2020

Aniversario

Me despertaron unos ruidos bruscos a eso de las tres de la mañana. Escuché una voz con poco contorno. Bajé y mamá estaba hablando sola en el lavadero. ¿Quién pone un lavarropas a esta hora? Estaba sentada en el piso con las piernas cruzadas, como en una especie de filita india, con su camisón de corazones rosas que le regalamos para un día de la madre hace varios octubres. Hace mucho no  se lo veía puesto. Al lado de la puerta había un tubo de vino vacío.
—¿A quién le hablás, má?
—A nadie —respondió sin mirarme y creo que susurró algo más.
¿Estaba cantando? Busqué al perro a ver si le estaba hablando a él pero después me acordé que Macho estaba durmiendo en mi cama. Fui a la cocina a buscar agua y, mientras tomaba directamente de la botella, apareció la vieja y se empezó a justificar explicando que no había llegado a terminar de ordenar durante el día.
—Mamá, son las 3 de la mañana. Dormí —dije sin abrir mucho los ojos, con el ceño fruncido.
Quedamos en silencio, solo sonaba el motor de la heladera. Estábamos las dos quietas y a oscuras, iluminadas por un triángulito de luz fría medio azulada.
—Me voy arriba, ¿querés agua?
—Estoy bien, pichona —me dijo mirándome seria a los ojos. Tenemos la misma altura pero sentí que quiso marcar verticalidad.
Le di un beso en la frente y sin despabilarme mucho más me fui a mi cuarto. Costó volverme a dormir.

No sé cuánto tiempo habrá pasado, creo que más de media hora. En la oscuridad y en ese limbo onírico en que las percepciones se deforman, sentí que abrió todas las puertas de la casa. Una por una. Después escuché varios ruidos que parecían que venían del cuarto de Félix. Ruidos como de herramientas, cajones. En un momento se cayó algo que rebotó en el piso varias veces. ¿Una canica? ¿Seguimos teniendo canicas en casa?

Creo que dormité por un rato y soñé con un plato que se rompía. La escuché bajar y volver a subir las escaleras cantando algo en italiano. Hubo silencio por un rato y cuando estaba a punto de conciliar el sueño, la escuché sollozar. Fui al cuarto de Félix y ahí estaba ella, acurrucada en posición fetal en una esquinita de la cama, llorando, descansando en un espacio suspendido en el tiempo. Una postal en sepia puesta entre paréntesis. Nos abrazamos por un rato sin dar explicación y cuando nos fuimos, cerramos la puerta para que no se escapen los recuerdos congelados que quedaban.

Sonó mi despertador a la mañana y había una pila de ropa limpia doblada en mi escritorio. Arriba de todo, un sweater bordó de Félix que yo le solía robar, perfumado y con olor a limpio. Me lo puse. Respiré hondo y miré la fecha en la pantalla del celular. Ya la sabía. Un año. Me miré al espejo y me sequé las lágrimas con las mangas que me quedaban un poco largas. Supongo que cada uno hace el duelo como puede. Bajé a desayunar y mamá me preguntó cómo dormí.


jueves, 16 de abril de 2020

El cuarto de las chicas

Carolina comía chicle todo el tiempo. Yo quería ser como ella. Así, grande y canchera. La estudiaba en gestos, en apariencias y en pensamiento. Quería ser como ella, tener un flequillo desprolijo y el pelo ondulado, una mochila Jansport desgastada con un pin de una boca con la lengua afuera y las uñas siempre pintadas de colores distintos. Poder contar anécdotas con varones y usar remeras que muestren el pupo. Tener celular y ponerle una funda fucsia. Como ella.

Con Caro pasábamos los veranos juntas en la quinta que alquilaban nuestros abuelos en Villa de Mayo. Era mi única prima mujer. El resto eran todos varones, la mayoría más grandes que yo. Jugaban al fútbol, corrían muy rápido y tenían olor feo. Todos ellos dormían en un cuarto con dos cuchetas y un sillón-cama. Carolina y yo compartíamos el del fondo. “El cuarto de las chicas”, decía el cartel que pegué en la puerta. Lo había decorado con una plancha de stickers que guardaba para algo especial.
Ella no me hablaba mucho. Yo tampoco a ella porque me ponía nerviosa. Solo la miraba, le prestaba atención. Repetía en mi mente sus acciones y cuando ella no estaba, las trataba de copiar. Por ejemplo, para pasar las hojas de un libro o de una revista, se chupaba un poco el dedo índice. Me parecía lo más. También inflaba globos de chicle gigantes sin que se le exploten y se hacía rodetes en el pelo con un lápiz.

—Tengo una amiga de 16 —les dije a mis compañeras en el recreo, cuando retomamos las clases en marzo. Me miraron parpadeando mucho.
—A ver, qué hacen las chicas de 16, a que no sabés nada —dijo Milagros enfrente de todas, haciéndose la canchera. Ser canchera era otra cosa pero me quedé callada.

Llegué a casa, agarré un portarretratos que estaba en el living y lo metí en mi mochila con rueditas. Cuando mamá me preguntó qué hacía dije rápido “tarea, mamá” y me creyó. Mientras izaban la bandera el día después, mostré mi evidencia. Caro y yo sonriendo en la galería. Milagros seguía desconfiando.

Quería contarles todo para que sepan que no mentía pero no podía. Le había prometido a Caro que no iba a decir nada. “Las amigas se guardan los secretos”, me dijo una tarde y nosotras éramos amigas. No les conté que Carolina tenía novio y se daban besos en la boca con lengua y que no le daba asco porque a los grandes no les da asco. Tampoco les conté lo de la foto con su celular.

Cuando volvimos a la clase, la Miss nos dijo que escribamos qué aprendimos en el verano. Todo en cursiva. ¿Escribir era distinto a contar? No quería romper la promesa que le había hecho uno de los últimos días en la quinta.

Carolina se había llevado Matemática a febrero así que todas las tardes, cuando había silencio de siesta, se encerraba en el cuarto de las chicas a estudiar. No la podíamos molestar, se lo aclaraba a todos en la sobremesa pero me miraba fijo cuando lo decía. A mí me encantaba que me mire.

Los varones se iban a jugar a la pelota afuera y yo me quedaba dibujando. A veces en la galería y a veces en la mesa del comedor. Un día, más o menos a la mitad del verano, copié una foto de mi abuela que me quedó igual y le quise pegar uno de mis stickers antes de regalársela. Fui en puntitas de pie hasta el fondo para no hacer crugir el piso de madera e interrumpir la siesta familiar. Me encontré con la puerta de nuestro cuarto cerrada. Del otro lado, se escuchaba a Carolina riéndose y poniendo su voz de grande.
—Uf, Rama, lo que me calentás —dijo después de un ratito de silencio y, aunque no parecía enojada, me fui porque no la quería calentar más.

Esa noche cuando nos estábamos yendo a dormir le pregunté si su novio sabía de matemática y si a veces la ayudaba. Ella no entendió porqué le pregunté. “No, Rama estudia Letras”, me dijo. Será por eso que se enojó, porque a Rama solo le gustaban las letras y no los números. Claro. Debe haber sido eso. Nos dormimos.

Una tarde tenía la piel pegajosa del calor y cero ganas de pintar. Los varones estaban en la pileta y mamá no me dejaba meterme si no había ningún adulto cerca. Quise ir a mi cuarto porque tenía un ventilador que daba vueltas re rápido justo arriba de mi cama.

Cuando abrí la puerta la vi a Carolina, desnuda, sacándose una foto con el celular en el espejo. Solo tenía puesta una bombacha rosa oscura con bordes de flores. Yo pensé que me iba a gritar. Quería salir corriendo pero me quedé estacada al piso de madera con las manos tapándome los ojos. Ella, en milésimas de segundos, cerró la puerta conmigo adentro, se puso una de sus remeras cortas y me dijo bajito pero firme que no le podía contar a nadie. A nadie, ¿okay? Ahí fue cuando me dijo que las amigas compartían secretos y que nosotras éramos amigas. Yo le dije que bueno pero que me explique qué estaba haciendo. “Cosas de grandes”, dijo. No le pregunté más nada porque las amigas entienden.

Abrí mi cuaderno y volví a leer la consigna. ¿Aprendiste algo en el verano? En mi mejor intento de cursiva, escribí con una lapicera de brillitos celeste: “Aprendí cosas de grandes“.

Lo taché porque no quise romper mi promesa.

Di vuelta la hoja. “En las vacaciones aprendí a hacerme rodetes con lápices, a hacer globos con el chicle sin que se me exploten y también cómo ser una amiga canchera”. Dibujé un corazón y pegué mi sticker preferido al lado del punto final.

martes, 31 de marzo de 2020

El sindicato

Un martes me largué a llorar lavando los platos. Ese fue el día que me uní al sindicato de las amas de casa infelices. Mi bautismo se hizo oficial con la entrada al grupo de Whatsapp. Damas de Casa y una copita de vinito rezaba el título que, como un paragüas, amparaba a todas, reunidas, pegadas, hermanadas, contra los desvaríos del contexto.

La que tuvo la iniciativa de sumarme fue Claudia, mi vecina. Compartimos medianera y decidimos ponerle una ligustrina para que quede más estético. Más armónico, fen shui, ruido visual y no sé qué más me dijo Claudia cuando se me apareció, invasiva, por el costado de casa. Coincido cien por cien, le dije yo con mi mejor cara de primera dama, apretando los cachetes, asintiendo suavecito y sonriendo en línea recta; al poco tiempo viviendo en Los Naranjos perfeccioné la expresión hasta -casi- parecer una nativa.

Ese primer día que la conocí me dio un paneo general de todo el barrio. Chismes, apodos, normas de comportamiento que tenía que saber. Lo importante. De a poco y en distintos eventos me fue presentando en persona a todas las integrantes del sindicato que ya me había dado a conocer a través de cuentos de mala fe. Ahí viene la del marido falopero, me susurraba para adentro con sus ojos verdes, saltones y llenos de rimmel apretando los labios. Automáticamente yo sabía de quién me estaba hablando y tenía una pauta para saber qué sí y qué no. Porque con Claudia aprendí que lo que uno calla es más importante que lo uno dice y gracias a ella pasé con honores la ronda de primeras impresiones.

Ella quería saber cómo lo conocí a Matías, mi marido. Siempre que podía sacaba data de cómo era la dinámica acá en casa y si nos decíamos cosas como gordi o amor mío. La primera vez que salí con él, le contaba a Claudia, conoció a mi familia de una y lo demás salió solo. Hubo una segunda parte casi involuntaria, improvisada, en esa cita de inauguración. Dos birras cada uno, un par de carcajadas en voz alta, qué linda sos y la cuenta por favor. Estábamos por volver del bar y mi celular vibró fuerte con el nombre de mi hermano. Me hice la boluda dos veces y a la tercera atendí. No me solía llamar de noche y mucho menos un día de semana. Hola, sí, qué tal, sí, soy yo.  
—Es la enfermería de un boliche —le conté a Matías tapando el micrófono del celular.
Juan Ignacio estaba en una fiestita de egresados y en plena fase de rebeldía, excesos y toda la bola, había tomado de más. Estábamos cerca así que partimos al rescate. Hecho el tramiterio para llevarme al menor de edad ebrio, cayó la vieja. Así que ahí sin más, se conocieron. Mamá, Tute. Tute, mamá. Coni, mi madre, es conocida por ser una radio. La mujer puede hablar largo y tendido con una planta, con el cajero de un supermercado, un bebé de 2 años e, incluso, un pobre pibe que acababa de conocer. Juanchi estaba en el nivel de pedo babosa, ese que no tiene articulaciones ni hilos conductores. Había pasado por todos los estados: el “esto no me pega”, el “es la mejor noche de mi vida”, el pedo un poco violento, el famoso “cómo te quiero, hermano” hasta llegar al momento icónico, deplorable y del que probablemente no hay retorno: abrazar el tacho de basura de un boliche. Terminó el rescate con los 4 en casa y cuando se fueron todos a dormir, Matías me robó lo que se congeló en el recuerdo como nuestro primer beso. Ese día me gustó todo de él: su inteligencia práctica, su espontaneidad, el hecho de que se haya parlado a mi vieja con una sonrisa y, sobre todo, lo que más me gustó fue ese beso. Mi vieja en el café de la mañana del día después me retó porque no le avisé que estaba con compañía y ella había ido sin rimmel y con el camisón abajo del tapado. No le llegué a responder y con una sonrisa de oreja a oreja me preguntó de qué signo era. Me encanta un ariano para vos, dijo después.


Ni el horóscopo ni la predicción más pesimista me hubiesen advertido de que esa inteligencia práctica se iba a volver frialdad; la espontaneidad y la charla políticamente correcta, en conveniencia; y, que, ya pasado el aniversario número 5 de casados, el cariño físico se redujo a cumpleaños y efemérides varios, dejó de ser gratis y al azar. No había forma que mi yo veintiañera, tan virgen de desilusiones y cargada de expectativas, hubiese visto venir esa evolución del -abro signo de preguntas- amor. Tal vez hubo señales a lo largo del camino y no las supe registrar, ni yo ni nadie. Matías nos tenía embelesados; cayó tan bien al principio que se compró mi lealtad y la de mi familia en tiempo récord.

Mirando en retrospectiva, le decía yo a Claudia, puede ser que sí, que las señales estaban ahí. Cuando todavía seguíamos haciendo el baile de la cuenta hubo una pequeña advertencia, un ruidito que desentonó pero ignoré. En pleno juego del pago-yo, no-dejá-yo-te-invité, no-enserio, yo-también-te-digo-enserio, bueno-está-bien-yo-la-propina, dale-hacemos-así, tuve un mini instante epifánico en el que hizo algo que me cayó mal y que nunca conté. Él pagó el vino que tomamos en una vereda de Caballito, en mesitas de plástico, con sillas de plástico, en vasos -también- de plástico. Yo dejé 100 pesos para la propina porque hace poco había cobrado y me sentía generosa. La moza se confundió en algo mínimo al final y él hizo jugar mi billete de Evita diciendo en un inglés británico muy bien pronunciado: “oh, oh, no tip for the girl”, y metió mi aporte en su billetera. Me puso incómoda pero me reí para quedar bien. Esa noche volví a casa y soñé que le cortaba. Cuando me desperté me di cuenta que todavía no éramos nada y que iba a dejar que fluya. Y así fluimos por muchos, muchos, años más.

Nuestra vida en Los Naranjos era una obra de teatro de mal gusto pero eso no se lo conté a Claudia de una. Desencontrados en el deseo, discutiendo si azúcar o edulcorante en las recetas y solitarios, cada uno con un momento de soliloquio, monologueábamos sin escucharnos. Me dio pudor contarle eso. También había algo de resignación, de no aceptarlo. De no aceptarnos. Por eso es que de una no me agregaron al grupo de Whatsapp de las infelices. Pero Claudia era viva, era bicha, tenía un sexto sentido para olfatear a las suyas y de a poco me sacó la ficha.

En el grupo había, sin contarme a mí, cuatro minas en sus treintitantos. Y Claudia, la administradora, la única arriba de los 40. Divorciada, con dos mellizos que desde que empezaron la facultad vivían en la casa del padre. Se quedó embarazada de muy chica y se casó de apuro con el noviecito de turno porque la familia de él, unos doble apellido de Recoleta, no podían con el qué dirán. El matrimonio duró hasta que los chicos festejaron sus 12 años y ella se llevó una torta de guita. Nunca me dio mucho detalle sobre el tema pero se puede ver perfectamente en sus tetas hechas, la casa de tres pisos con pileta que nadie usa, las mucamas hasta en el fin de semana -que más que limpieza su servicio es el de darle compañía- y la camioneta Dodge estacionada en su garage.

El resto era un mix interesante. Camila, una mami fit que iba al gimnasio cinco veces a la semana para descargar la bronca que se comía en silencio desde que se enteró que su marido la cagaba. La Tana, una abogada que supo ser muy exitosa en lo suyo pero que ahora organizaba eventos de vez en cuando porque el marido le pidió que renuncie porque estaba ganando más que él. Mechi, una viuda reciente que no hablaba casi nunca y salía de su casa solo para ir al mercadito del barrio. Pilar, la que estaba casada con el falopero (y creo yo, adicto al juego). Y, por último, Luisa, la más pendeja, la más flaca, la más hegemónica, la que le metía los cuernos al marido con todo macho que entre en su radar para llenar el vacío de sentirse invisible.

Las Damas de Casa tenían una dinámica diagramada para acompañar en la soledad e ingratitud ajena. Pero a pesar de que los chistes y los consejos de autoayuda eran constantes, su caballito de batalla eran las juntadas de los martes. El sindicato se reunía con copa de vino en mano y no había marido, ni hijo, ni ex (muerto o vivo) que pudiera impedirlo. Ese martes que me largué a llorar enfrente de una pila de platos sucios, hablé con Claudia y propuso mi incorporación al grupo. Esa misma noche fui hasta el Club House y me compartieron de su tinto. Les conté mi historia. Les hablé de Matías, del silencio de casa, hasta les conté el episodio de la propina. Ellas me contaron en primera persona lo que Claudia me había resumido en charlas de vereda. Luisa y la Tana lloraron un poco y tres Malbecs después, solo se escuchaban carcajadas. Ahí no eran tan infelices; tal vez un poco alcohólicas pero, aunque sea por un rato, infelices no.

Volví a casa y Matías estaba tirado en el sillón escuchando un podcast de finanzas. Nos dimos un beso por inercia. Insípido y sin amor. Lo miré un rato, él no me miró. Qué pasa, me dijo de reojo. Yo lloraba en silencio. Quiero el divorcio. Me preguntó por qué y no se lo supe explicar bien. No quiero ser más infeliz, no quiero ser más infeliz, repetía yo, como una especie de mantra, entre sollozos.
—¿No sos feliz? —preguntó sin parpadear.
—¿Vos sí?
Nos miramos fijo. Se escuchaba muy fuerte el silencio. Los dos nos mordimos el labio de abajo; yo para no llorar, él no sé porqué.